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Antecedentes HISTORICOS
Parte II
Capítulo 4 - final
V — Bajo el régimen de Franco que se consolida, los riesgos de la paz y de la prosperidad
1- Las tensiones de la guerra fría disuelven el cerco contra EspañaEsta situación sufrió un cambio cuando quedó patente a los ojos de la opinión pública mundial la determinación de Stalin de utilizar las concesiones de Yalta, y otras que le siguieron, para extender cada vez más las fronteras del imperialismo comunista, con todas sus secuelas de fraude, violencia y opresión.
Surgió entonces en EEUU el llamado anticomunismo macartista, que no se oponía tanto a la doctrina colectivista e igualitaria del marxismo, sino más bien a los excesos sanguinarios y dictatoriales encarnados por Stalin. La mentalidad rooseveltiana dejó de ocupar por algunos años el primer plano de la política norteamericana, pero continuó haciendo su camino, extendiéndose a importantes sectores de la intelligentsia occidental y ganando terreno entre los líderes políticos de las grandes potencias capitalistas, considerados modernos y avanzados, incluida la mayoría de los dirigentes de partidos demócrata-cristianos de la postguerra. Grandes diarios del estilo del “New York Times”, “Le Monde” en París y “The Times” en Londres, abrieron sus páginas al pacifismo utópico y concesivo, siendo imitados por la gran mayoría de los medios informativos de Occidente. La mentalidad encarnada por Roosevelt volvería con fuerza y poder de irradiación al centro del escenario mundial, pasada la efervescencia macartista de la guerra fría*.
* Pasó a llamarse guerra fría el estado de tensión que se estableció entonces, bajo la presión del anticomunismo macartista, entre Estados Unidos y Rusia, particularmente en la esfera politica y diplomática. Los enfrentamientos armados de las dos superpotencias —que los hubo— se producían camuflados a través de terceros países, pues se quería evitar a toda costa cualquier conflicto directo, la guerra caliente.
En este periodo, la tensión entre Oriente y Occidente tuvo reflejos inesperados en España. El aislamiento internacional en que nos encontrábamos desde el fin de la guerra fue roto cuando Francia reabrió sus fronteras el 10 de febrero de 1948. Las relaciones con Estados Unidos mejoraron y en 1950 llegaban los primeros créditos norteamericanos. Se estableció un proceso de acercamiento, consagrado en el tratado del 26 de septiembre de 1953, que permitió la instalación de las bases aéreas y navales norteamericanas y que culminó con la visita del presidente Einsenhower a Madrid en 1959. Por otra parte, el 27 de agosto de 1953, se firmaba el concordato con la Santa Sede, considerado por muchos como un triunfo diplomático. A su vez, la ONU, que había anulado sus resoluciones condenatorias en noviembre de 1950, admitía a España en el seno de la organización el 15 de diciembre de 1955. El régimen de Franco quedaba definitivamente consolidado.
2- La recuperación económica rumbo a la prosperidadEl Gobierno tenía así posibilidades de comenzar la recuperación económica del país y las supo aprovechar. Estabilizó la economía y atrajo capitales extranjeros, creando las condiciones para que España entrara decididamente en las vías del desarrollo industrial. Fue implantada una amplia y moderna red de hoteles y nuevas carreteras surcaron toda nuestra geografía. En una nación habituada a la austeridad y que había sufrido duras privaciones, el dinero pasaba a circular con relativa abundancia; nuevas fuentes de trabajo y posibilidades inéditas de ascenso económico y social se abrían para obreros y campesinos. Como se suele decir, muchos pasaron de la alpargata al seiscientos. La invasión de los turistas fue uno de los factores más dinámicos para consolidar esta nueva fase de progreso que embriagó a la nación.
3- La entrega despreocupada a los deleites de la paz y de la prosperidad transformó la mentalidad idealista del españolLa paz y la prosperidad tienen problemas y riesgos propios, diferentes de los de la guerra.
Cuando la España católica fue convocada a la lucha en el 36, el bien de la Iglesia y de la patria brilló a sus ojos con especial claridad. Una llamarada de entusiasmo colectivo le hizo sobreponerse a cualquier interés o ventaja individual. Ejemplo elocuente es aquel labrador del norte que se había ido al frente con todos sus hijos abandonando los campos en plena cosecha. Cuando le llamaron insensato por perder los frutos y el trabajo de todo un año contestó: “Pues sea; pero Dios nos puede dar otra cosecha y lo hará. En cambio, España es una sola y si se pierde, estará perdida para siempre.”[4] Cincuenta años después, ¿cuántos tienen hoy un desinterés análogo, tan lúcido y generoso? La decisión, más o menos consciente, del “nunca más” iba produciendo sus consecuencias. En el nuevo contexto, el heroísmo parecía a muchos no sólo anticuado, sino también ridículo; como anticuado y ridículo les pareció a los contemporáneos de Cervantes el tipo humano caricaturizado en el Quijote. La palabra heroísmo pasó a confundirse poco a poco con quijotismo... La suspensión del debate ideológico-político durante los años en que se consolidaba el régimen de excepción fue acostumbrando a todos a una tranquilidad sin enfrentamientos doctrinales ni amenazas visibles, y contribuyó especialmente a disminuir el empuje de los sectores católicos más tradicionales. Cuando a la calma interior se agregó el fin del aislamiento externo y a éste se sumó el comienzo del bienestar material, pocos comprendieron que había que continuar la batalla ideológica en defensa de los valores de la civilización cristiana. La mayoría pensó que llegaba, al fin, el momento del reposo. Sin embargo, la lucha sólo había cambiado de aspecto: pasaba a trabarse principalmente en el terreno de las mentalidades y de las costumbres. El genio de nuestra raza supo convivir otrora con las riquezas y usarlas con templanza para ennoblecer la cultura y perfeccionar nuestra civilización. Después de la guerra, en cambio, muchos estaban cansados de luchar por el primado de la fe y de los valores del espíritu. Alimentaban además la ilusión de que España caminaba realmente hacia una era sin contradicciones ni disputas, donde los hombres se relacionarían en términos de diálogo cordial, optimista y confiante. En esta perspectiva, no sólo el heroísmo sino la propia condición militante de la Iglesia Católica les parecía anacrónica. Simultáneamente, Europa, que nos había dado la espalda y corría tras las realidades y espejismos del Plan Marshall y de los milagros económicos, se obsesionaba en alcanzar los niveles del American way of life. Era principalmente esta Europa la que comenzó a llenar nuestros flamantes hoteles, nuestras ciudades y nuestras playas con sus millares de turistas. Difundían por todas partes sus modos de ser y de vivir hedonistas, ostentando costumbres cada verano más licenciosas e indecentes. Existía el riesgo, entonces, de que incontables españoles acabasen optando por un ateísmo práctico que no negase frontalmente los derechos de Dios y de la Iglesia, ni la noción de una sociedad inspirada en sus principios, sino que los relegara al ámbito de las ideas platónicas. Y de hecho, lamentablemente, muchos pasaron a hacer de sus propios intereses individuales el centro exclusivo de sus preocupaciones. Veinte años después del Alzamiento, España entraba en la prosperidad de la década de los sesenta sin que pudiera decirse que el socialismo y el comunismo hubieran aumentado sus contingentes minoritarios. No obstante, la falta de vigilancia frente a la evolución de los acontecimientos — cuyo sentido exacto pudo escapar a la perspicacia de los hombres públicos más lúcidos y bien intencionados — había otorgado al socialismo y al comunismo una ventaja inestimable: la considerable disminución del rechazo que antes despertaban en la opinión pública. Alrededor de los que todavía querían levantar el estandarte de la España definidamente católica — caballeresca, generosa, idealista y combativa — se hacía paulatinamente el vacío.
VI — La difusión del pacifismo relativista en la era postconciliar y su repercusión en España
Haría demasiado extenso este cuadro histórico el exponer aquí la evolución ideológica que se verificó en esos años de la postguerra en el ámbito del Catolicismo. Nos referiremos al tema en la Parte IV del presente estudio. Sin embargo, es oportuno recordar aquí algunos elementos esenciales. El pacifismo relativista que comenzó a marcar los rumbos de la política occidental, principalmente a partir de Yalta, nunca hubiera podido tener el papel decisivo que alcanzó entre los años sesenta y ochenta (desde Kennedy al consulado kissingeriano, bajo Nixon, Ford y Cárter, pasando por la Ostpolitik de Willy Brandt y la détente) si no hubiera sido asumido por influyentes sectores de la Iglesia Católica.
1- La expansión de las corrientes “progresistas” en la IglesiaLas corrientes progresistas, herederas del modernismo condenado por San Pío X a comienzos de este siglo, trabajaban intensamente dentro de la Iglesia, desde hacía muchos años, para conseguir una adaptación de la fe, la liturgia, la moral y las costumbres a las formas de pensamiento y estilos de vida modernos marcados por el laicismo, el relativismo y el igualitarismo. Tal trabajo comenzó a ser más notorio en la década de los cincuenta, cuando surgió en los grandes centros mundiales la versión política del progresismo, es decir, la izquierda católica de inspiración mariteniana, especialmente activa en el seno de los partidos demócrata-cristianos que se iban multiplicando por Occidente. Cuando en 1958 ascendió al Pontificado Juan XXIII, esas corrientes difundieron, con gran eficacia publicitaria, la idea de que el aggiornamento que anunciaba el nuevo Pontífice coincidía con las transformaciones relativistas e igualitarias que ellas propiciaban.
2- El Concilio Vaticano II
Estas corrientes jugaron todas sus cartas con motivo del Concilio Vaticano II. A lo largo de las sesiones, sus teólogos y los padres conciliares que se inspiraban en ellos dieron lugar a que la prensa del mundo entero difundiese la idea de que el espíritu del Concilio de Trento estaba superado definitivamente y que todo más o menos era puesto en tela de juicio en el seno del Catolicismo (ver recuadro al lado). En esta perspectiva, las corrientes progresistas explotaron el diálogo ecuménico que el Concilio propiciaba, en círculos concéntricos, con las diversas religiones e incluso con los ateos, dándole con el paso del tiempo un sentido cada vez más relativista y hegeliano*. Una de las victorias más desconcertantes conseguidas por el progresismo en este sentido fue el silencio del Concilio Vaticano ¡I respecto a los errores del socialismo y del comunismo**.
* Tal fue el impacto del espejismo creado por las corrientes partidarias del ecumenismo relativista en el ambiente conciliar, que el cardenal Stefan Wyszynski llegó a proponer que “el concepto de Iglesia militante, aunque teológicamente exacto, no debería ser empleado con insistencia” (Fr. Boaventura Kloppenburg O.F.M., Concilio Vaticano II, vol. III, p. 129). Quien quiera tener una idea de tal efervescencia progresista en el Concilio, puede leer con provecho el libro de Henri Fesquet — columnista de “Le Monde”, de tendencia progresista — Diario del Concilio. ** Puesto que el peligro comunista es el mayor problema pastoral que la Iglesia enfrenta en el siglo XX, doscientos trece padres conciliares, procedentes de las regiones más variadas del globo, pidieron — como ya dijimos en el capítulo 2 — que la magna asamblea reafirmase solemnemente las condenas al comunismo y al socialismo en una declaración conciliar especial (cfr. “Cruzada”, abril de 1964, Buenos Aires, pp. I y 4). La iniciativa, que contrastaba con el pacifismo concesivo de las clases dirigentes occidentales, de ser aprobada reanimaría el anticomunismo en el mundo entero. Pero la comisión que debía recibir el pedido se negó siquiera a considerarlo, contrariando todos los procedimientos internos del Concilio (cfr. Rev. Ralph M. WILTGEN S.V.D., The Rhine Flows into the Tiber — A History of Vatican II, pp. 272-278. Ver también Henri FESQUET, Diario del Concilio, pp. 1102, 1103). Se complació asía los líderes de la Iglesia Ortodoxa Rusa, dependientes del Kremlin, que pusieron como condición de asistencia a las sesiones conciliares en calidad de observadores, que no se condenase el comunismo.
Posteriormente, tuvo también un lamentable efecto desmovilizador del anticomunismo en el mundo entero, la política de distensión del Vaticano con los gobiernos comunistas, inaugurada por Pablo VI. Esa política creó un clima cada vez más hostil en amplios e importantes sectores de la Iglesia hacia los católicos anticomunistas*.
* Con ese motivo, la Sociedad Cultural Covadonga, uniéndose a las Sociedades de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad (TFP) de América del Sur, de los Estados Unidos y entidades congéneres de Europa, publicó una declaración titulada La política de distensión del Vaticano con los gobiernos comunistas. Para la Sociedad Cultural Covadonga: ¿omisión o resistencia? En esta declaración, demostrábamos que la adhesión irrestricta a la Cátedra de Pedro y al dogma de la infalibilidad pontificia no obliga a aceptar, según la doctrina y las leyes de la Iglesia, una orientación político-diplomática del Vaticano que lleve a los católicos a cesar la lucha anticomunista. Dicha orientación se sitúa en un dominio en el cual no se ejerce el carisma de la infalibilidad. Fundamentándose en la doctrina común de la Iglesia, expuesta por eminentes teólogos y canonistas de todas las épocas, Covadonga se declaraba en estado de respetuosa pero firme resistencia a la Ostpolitik vaticana. Una frase del manifiesto expresa bien el espíritu del documento: “De rodillas, mirando con veneración la figura de Su Santidad el Papa Pablo VI, le manifestamos toda nuestra fidelidad. En este acto filial decimos al Pastor de los Pastores: nuestra alma es Vuestra, nuestra vida es Vuestra. Mandadnos lo que quisiereis. Sólo no nos mandéis que crucemos los brazos delante del lobo rojo que embiste. A esto nuestra conciencia se opone”.
3 - La oleada “progresista” encuentra desarticulada la España del AlzamientoLa oleada progresista postconciliar encontraba a la mayoría de los españoles desinteresados por los grandes problemas de la Iglesia y de la sociedad temporal. Incluso entre los sectores más tradicionales del catolicismo capaces de reaccionar, muchos estaban desarticulados y ya no concebían la posibilidad de galvanizar a la opinión pública en general. El terreno estaba libre para que la nueva mentalidad ecumenista intentase apoderarse paulatinamente de la dirección de la vida religiosa y socio-política de España. Lejos, muy lejos, estaban los ideales y los mártires del Alzamiento. La España heroica y caballeresca iba desapareciendo en el pasado, perdiendo espacio y relieve incluso en las páginas de los manuales de historia, sobreviviendo apenas en el acervo de los museos.*
* A este respecto es oportuno recordar las palabras de monseñor Iglesias Navarri, antiguo obispo de Seo de Urgel: “No me entristece aquel martirio de sangre, pues fue gloria para ellos; sino el martirio del olvido que será un descrédito para nosotros” (apud “Hispania Martyr”, Tarragona, 30 de Octubre de 1986, núm. 7, p. 14).
Falta suficiente perspectiva histórica para explicar cómo la devastación de los errores del ecumenismo relativista fue más rápida y profunda en ciertos sectores de la sociedad que en otros. Lo cierto es que en los seminarios dicha devastación tuvo a veces un ritmo galopante. Esto explica que muchos sacerdotes hayan sido pioneros en la difusión de las posiciones ecumenistas, incluso las más radicales. Al mismo tiempo estos errores ecumenistas penetraron también rápidamente en los ambientes de los grandes medios informativos y de la intelligentsia universitaria*. Poco a poco se hicieron más activos e influyentes quienes se sentían a disgusto en el régimen de Franco, cuyos moldes políticos juzgaban inadaptados a los tiempos postconciliares y anticuados con respecto a los padrones de las democracias pluralistas de la Europa moderna**.
* Dentro de su propia visión de la sociedad española, García Escudero ve el fenómeno de modo simplista: “[El] régimen que, así como empezó en cruzada y acabó en tecnocracia, aunque condenase la democracia hasta el fin creó la sociedad gracias a la cual podemos tener democracia (...) La nación entera es reformista (...) [El régimen] debilitó resistencias, suavizó aristas, templó ambientes, desplegó perspectivas, formó hombres, y permite entender lo que ha pasado cuando ha habido que hacer el cambio (...) sin Franco” (José María GARCÍA ESCUDERO, A vueltas con las dos Españas, pp. 143 y 146).
**La evolución, que habría de llegar a la convergencia entre la izquierda católica y los marxistas democráticos, comenzó mucho antes en algunos grupos de intelectuales. Es significativo el testimonio de Joaquín Ruiz. Giménez: “El punto de inflexión lo marcó mi época de Embajador en la Santa Sede [1948-1951]. Allí descubrí otras posibles vivencias del cristianismo y del catolicismo. Yo había vivido el catolicismo de nuestra guerra, catolicismo de 'cruzada' y de Estado confesional; en Roma, en cambio, me encontré con hombres que entendían de otro modo el catolicismo. Tuve un contacto muy directo con quien entonces era Monseñor Juan Bautista Montini, sustituto en la Secretaría de Estado, y cuyo espíritu democrático me maravilló. También me impresionaron algunos universitarios jóvenes, los primeros hombres de la Democracia Cristiana. Todo eso ocurrió al comienzo de los años 50. De ahí que cuando volví a España, llamado por el Jefe del Estado para ser ministro de Educación, llevaba ya dentro de mí el impulso de hacer evolucionar a nuestras estructuras” (in Salvador PANIKER, Conversaciones en Madrid, p. 332).
4- La transición operada bajo el signo de la ideología ecumenistaEl proceso de transición estaba abierto.
En la década de los setenta los hechos se precipitarían rápidamente. Accedía a los puestos de mando de la sociedad una generación nacida después del Alzamiento que, por lo general, no lloraba el fin de los antiguos hábitos ni de los grandes ideales y estaba lista para hacer suya la nueva mentalidad ecuménica soplada por los grandes fuelles de la publicidad internacional. Cuando se acercaba a su fin la era del Caudillo, esta misma generación política comenzó a pensar en la adaptación definitiva del régimen a los modelos europeos*. Los acontecimientos políticos están todavía demasiado próximos y son suficientemente conocidos para que abundemos en ellos. Fallecido Franco, nos fue dicho que el ideal de Cristiandad estaba enterrado; y que debíamos preparar la nueva España. A la izquierda surgían organizados, con estrategias y metas definidas, los eurocomunistas de Carrillo y el PSOE que revestía rápidamente su doctrina y su lenguaje con el tono ecumenista imperante...
* Desde distintos puntos de vista ha sido comentada esta realidad. Enrique Tierno Galván declaró, por ejemplo, que la transición política había sido posible gracias a la actuación de los llamados jóvenes franquistas que, desde las estructuras del régimen, llegaron al convencimiento de que había que cambiar el modelo (cfr. “ABC”, 15-12-1984). Para el ex ministro de UCD, Martín Villa, el cambio social realizado en el periodo de Franco preparó el cambio político, cuyos artífices fueron precisamente los jóvenes franquistas, es decir, la generación de políticos que habían pertenecido al Movimiento, entre los cuales estaba él (cfr. “ABC”, 15-12-1984). Anteriormente, en 1977, análoga opinión fue expresada por un sacerdote de izquierdas, el P. Rafael Belda, quien entonces predijo una rápida “superación” del franquismo: “¿Existen fuerzas sociales con voluntad de cambio reformista y con recursos suficientes para conseguirlo? Es indudable que existe una amplia coalición de fuerzas que empuja en esta dirección: los sectores más conscientes del movimiento obrero, una parte de la alta burguesía y de las clases medias urbanas y el núcleo más importante de la Iglesia joven. Sobre esta base, contando con el deseo aperturista de la Corona, del Gobierno y con los estímulos exteriores, el desplazamiento de los inmovilistas resulta razonablemente previsible. Probablemente el mayor acierto del franquismo ha consistido paradójicamente en crear las condiciones sociales que exigen su superación” (P. Femando URBINA y otros, Iglesia y Sociedad en España: 1939/1975, pp. 361-362).
5- La Constitución del consensoNada de sustos ni traumas. Las cosas se harían dentro del consenso. Aquellas nuevas generaciones del régimen de Franco capaces de encarnar la mentalidad dominante, se agruparon en la centrista UCD, a la cual le cupo desde el Gobierno presidir la elaboración de la Constitución.
La España oficial, la de cúpula, la dibujada por los grandes medios de información, hablaba, escribía, se agitaba y... pactaba. La España auténtica, la España real, narcotizada, dormía. Así nació la Constitución del consenso. La España católica ideal —aquella por la cual sus hijos se levantaron en armas a millares en un sobresalto magnífico y derramaron su sangre— estaba ausente en la nueva fisonomía constitucional. Algunas voces que se alzaron en defensa de esa España ideal fueron ahogadas por el consenso ecumenista y no tuvieron los medios suficientes para despertar a la mayoría adormecida. El consenso ni siquiera se hizo en torno a los principios mínimos del derecho natural y de la civilización cristiana, que constituían el residuo tradicional que todavía unía a la mayoría de los españoles, al margen de los partidos políticos. Fue, en realidad, un arreglo de cúpulas inspirado por la idea implícita de que la coherencia con los principios era una cosa del pasado, que debería ser sacrificada en aras del mito de un consenso en que cupiesen simultáneamente todas las corrientes representadas en las Cortes*. Nada debía ser negado o afirmado categóricamente para no romper la convivencia fraternal que reunía desde la derecha civilizada hasta las formales huestes rojas de Carrillo. —¿Firmaría el lector un contrato o una escritura pública redactada con esa ambigüedad y hecha en tales condiciones?
* Este hecho es desconcertante si se considera que en la Constitución deben estar los fundamentos de todo el orden jurídico e institucional. Las más diversas personalidades lo constatan. Consignamos a continuación algunas de las numerosas apreciaciones al respecto: Julián Marías, que fue senador constituyente escribió: “La Constitución — me cansé de advertirlo cuando se estaba haciendo — tiene una alta proporción de ambigüedad, y tolera interpretaciones divergentes” (“ABC”, 10-3-1985). El conocido periodista Emilio Romero afirmó que la Constitución es “un traje a la medida de cualquiera —quién estuviera en el Poder— y no la indumentaria común para toda la representación popular” (Tragicomedia de España, p. 273). Carmen de Alvear, presidenta de la CONCAPA, se refiere así al texto constitucional: “Nadie ignora que la Constitución española se gestó en los comedores: en la cena del 22 de mayo en un restaurante madrileño presidida por Fernando Abril Martorell y Alfonso Guerra con distintos diputados de UCD y del PSOE y en las reuniones en refectorios de conventos entre clérigos notables y representantes de la izquierda, se fue fraguando el consenso” (La España de la educación: un problema político in Rafael ABELLA y otros, España diez años después de Franco, p. 81). El periodista y escritor José María Carrascal no duda en clasificarla así: “La Constitución del 78 no es más que el reflejo de un estado de ánimo conciliante, en un país caracterizado hasta entonces por la intransigencia. No es sonora, rutilante, precisa, ni pretende siquiera ser perfecta, (...) sino gris, prosaica, modesta y hasta contradictoria, como la vida misma” (La revolución del PSOE, p. 233). Por parte de las izquierdas, las manifestaciones no son menos claras. Enrique Tierno Galván consideraba la Constitución como una “cristalización contradictoria de una relación de fuerzas” (“Pouvoirs”, nº 8, primer trimestre de 1979, p. 2), mientras otro dirigente socialista, Gómez Llorente, señalaba complacido: “Existe por ello una lectura represiva, una lectura conservadora, una lectura progresiva, y hasta una posible lectura revolucionaria de la Constitución” (Luis GÓMEZ LLÓRENTE y Victorino Mayoral Cortés, La Escuela Pública Comunitaria, p. 15). El presidente de la Junta de Andalucía, José Rodríguez de la Borbolla escribió un ensayo en el mismo sentido para demostrar que “la ambigüedad de la Constitución es un valor positivo” (“Leviatán” n° 1, tercer trimestre de 1978, p. 128). La editorial catalana “Taula de Canvi” en la Presentación de una obra conjunta de varios autores sobre la izquierda y la Constitución, publicada poco antes de ser aprobada, saluda la existencia de “un acuerdo sustancial entre los partidos de izquierda y centro-izquierda sobre el carácter de la futura Constitución. La base política de esta coincidencia está en la renuncia a elaborar una Constitución partidista y la voluntad de crear unas instituciones democráticas de larga vigencia, que permitan gobernar tanto al actual partido mayoritario, e incluso a uno más moderado, como a otros partidos más progresistas, incluso a aquellos dispuestos a construir el socialismo cuando obtengan la mayoría de los votos” (G. PECES-BARBA y otros, La izquierda y la Constitución, Introducción). En la misma obra, el ponente comunista en la Comisión Redactora de la Constitución, Jordi Solé Tura, afirmó que “lo más probable es que la Constitución resultante sea una Constitución contradictoria, con aspectos francamente avanzados y otros atrasados” (ib. pp. 27-28).
Pero el mito consensualista, como toda quimera, ignora o finge ignorar, según el caso, los datos más elementales de la realidad y del sentido común. Así, en la Constitución que desde entonces nos rige, quedaron a la vez semirrepresentadas y seminegadas todas las ideologías.
En lugar de dar a la estructura fundamental de nuestras leyes la solidez ósea propia de los cuerpos bien constituidos, los artífices del consenso nos dieron una Constitución cartilaginosa... (ver recuadro al lado) La mentalidad ecumenista estaba institucionalizada. Curiosamente —no sabemos si fue de modo consciente o instintivo— el artista encargado de levantar el monumento a la Constitución, en el paseo de la Castellana, la simbolizó corno un gran cubo hueco. Es la expresión del consenso ecuménico: relativista, sin barreras ni definiciones, abierto a todos los vientos, sin principios consistentes a no ser su propio relativismo y modelando un nuevo orden constitucional en el que las instituciones perdieron su verdadero contenido.
VII — Una España que no afirma ni niega nada: dice “tal vez” y “pasa”...
1- Realidad y distorsión en el tema de las dos EspañasMucho se ha hablado, a lo largo de los años que van desde el Alzamiento hasta nuestros días, de la necesidad de reconciliar las dos Españas: una tradicional y católica; otra revolucionaria y atea. Se las presenta, con menosprecio de la verdad histórica, como dos mitades equivalentes en que estaría dividido el pueblo español*.
* Un cierto número de intelectuales, políticos y sindicalistas abrazaron las ideas revolucionarias y constituyeron núcleos minoritarios de prosélitos. Esas minorías influyeron a otros sectores, que se dejaron arrastrar mucho más por el atractivo de las reivindicaciones socioeconómicas y por la propaganda demagógica, que por una ideología auténticamente asimilada. La victoria nacional en la guerra y el hecho de que tuviera que transcurrir medio siglo para anular sus frutos prueba el carácter minoritario del marxismo en España y la precariedad de su arraigo popular. Sobre lo que podría haber sido una obra de auténtica reconciliación católica, que reintegrase a la verdadera unidad de España a tales sectores que también son españoles, tratamos en la parte IV de este estudio al considerar la actuación de la Jerarquía eclesiástica al terminar la guerra.
España en realidad nació, creció, luchó y se engrandeció católica. Hispanidad y catolicismo se identificaron en el ser histórico de nuestra patria. Como decía Menéndez y Pelayo “ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad. No tenemos otra.” [5] Sin embargo, si España ontológicamente —en su ser— es una, moralmente sufre divisiones y dilaceraciones. Por el propio imperativo del principio de identidad o de contradicción, la unidad es para los seres una condición de su existencia. Pero el hombre, como ser inteligente y libre, puede optar contra las propias conveniencias de su naturaleza; e incontables veces lo hace. San Pablo escribió que sentía en sí dos leyes contrapuestas, la de la carne y la del espíritu. Pretender escapar a las exigencias de esta lucha es una quimera. Esta división interna que todo hombre lleva consigo, existe obviamente en las naciones. El embate entre el bien y el mal será más o menos fuerte según las vicisitudes de su historia. Pero aun cuando un lado triunfe completamente sobre el otro, siempre renacerá el contrario combatiendo y procurando la revancha. La utopía ecumenista de una España unificada y sin divisiones internas, en la cual la lucha entre el bien y el mal haya desaparecido, constituye una rebelión —confesada o no— contra el orden natural de las cosas, contra la condición humana en esta tierra, en suma, contra Dios que así lo dispuso.
2- ¿Será devorada la España auténtica por la España del “tal vez”?La cuestión de las dos Españas existe y continuará existiendo, sólo que en el periodo de la transición política se planteó de un modo diferente y mucho más sutil.
a) La España del “sí y del no.”— España se modeló a lo largo de su Historia como la nación en que brillaba el principio de contradicción al servicio de la Fe y de la civilización cristiana, de tal modo que esa era la nota característica del temperamento nacional. Somos un pueblo que concibe la vida como una lucha; un pueblo de afirmaciones leales y categóricas; de decisiones generosas y que cuando abrazó la fe, la abrazó de veras y lo probó con su sangre. España es la nación de la Reconquista, del Descubrimiento, de la epopeya misionera, de la Contrarreforma, de la lucha contra Napoleón, del Alzamiento... Es también la nación de las castañuelas, de las jotas y de los toros cuando se alegra; de las procesiones fervorosas y de los penitentes, cuando reza. En una palabra, es la España de Nuestro Señor Jesucristo que dijo: “Sea, pues, vuestro lenguaje: sí, sí; no, no” (Mt, 5, 37). Tan hondo caló el sentido de la contradicción en el español que, cuando éste se extravía y reniega de la fe, su tendencia habitual es combatirla a las claras y sin medias tintas.
b) La España del “tal vez”. — Las décadas de los 70 y de los 80 revelaron una situación inédita. La España católica no ha sido ni vencida ni destruida. La Revolución no prepara —al menos visiblemente—huestes sanguinarias que con el puño en alto se levanten contra ella. Puede parecer que ya no hay división ni lucha entre los dos bandos antagónicos. Mera apariencia. Lo que sucede es que el ecumenismo de un lado y el deseo egoísta de pasarlo bien de otro, han inoculado un modo de ser, de pensar y de vivir que ya no tienen nada que ver con España. Asistimos al intento de transformarla en una nación envilecida, sin principios definidos ni ideales, cuyos habitantes se vuelvan indiferentes a todo, perdiendo incluso la capacidad de comprender o interesarse por cualquier cosa que no sea su propia vida individual: con lo que van a ganar, con lo que va a disfrutar, con lo que van a hacer o evitar en el ámbito exclusivo de su propia mediocridad. Individuos así no son anticomunistas porque no son anti-nada; sólo están a favor de sí mismos. Esa gente, frente a los grandes problemas nacionales o internacionales, dice: “tal vez”, “no sé”, “paso”, “lo único que quiero es pasarlo bien”*. En la medida en que esta España del tal vez gane terreno en los espíritus, los proyectos revolucionarios más radicales serán posibles con tal que sus promotores tengan el cuidado de avanzar sin despertar a los españoles narcotizados.
* Observa el analista político italiano Alberto Cavallari: “Una broma pesada dice que la sociedad española, después del 'Opus Dei' vive hoy la época del 'Opus Mei'. Sería hedonista, mediocre, egoísta, carente de ideologías, incluso tal vez de ideas, habría perdido el gusto de las grandes pasiones y adquirido el placer de las pequeñas modernizaciones, el ‘pequeño aborto’, el ‘pequeño divorcio’” (“La Repubblica”, 11-12-1985). NOTAS
[4] Frederico MUCKER-MANN S.J., Ouvindo a alma da Espanha, p. 61. [5] Marcelino MENENDEZ PELAYO, Historia de los Heterodoxos Españoles, t. II, pp. 1194.
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