Legionario, N.º 506, 24 de mayo de 1942 (*)
Aromas del Cielo,
hedores del infierno
Por Plinio Corrêa de Oliveira
Los autores espirituales hablan con frecuencia del “buen olor” de Nuestro Señor Jesucristo, es decir, del perfume de las virtudes evangélicas que atrae a las almas y las hace correr en las sendas de la santificación, caminando tras las huellas del Divino Maestro.
Este “buen olor” de Nuestro Señor Jesucristo expresa el brillo y atracción de la Santa Iglesia Católica, ya sea en su doctrina, en su organización, o en su vida. Evidentemente, se trata ahí de una belleza objetiva, que sólo puede ser percibida y admirada por las inteligencias rectas y por las almas de buena voluntad. No faltarán, sin embargo, en el transcurso de los siglos, personas de formación defectuosa que odian la verdad y detestan el bien, y para las cuales el “buen olor” de Nuestro Señor Jesucristo causará una impresión detestable, porque les agradan las emanaciones mefíticas del vicio y del infierno.
Entre esas dos grandes categorías de hombres –los que “corren atrás del buen olor de Nuestro Señor Jesucristo” y los que huyen de ese “olor” para respirar las emanaciones podridas del vicio– existe, desgraciadamente, una inmensa categoría de seres a los que les gusta al mismo tiempo una y otra cosa, los perfumes del Cielo y las emanaciones del infierno, detestando sinceramente tanto a los que desearían arrastrarlos hacia arriba, cuánto a los que querrían hacerlo hacia abajo.
En este día de Pentecostés, es para éstas almas que escribimos algunas líneas.
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La realidad es más compleja de lo que podría parecer a través de un análisis superficial de la alegoría de los olores del Cielo y de las exhalaciones del infierno. No es verdad que al respirar los olores del Cielo sólo sintamos satisfacción, ni que al respirar las emanaciones del infierno sólo sintamos desagrado. El pecado original nos deformó de tal manera que, aunque comprendamos la solidez de las verdades que la Iglesia predica y la belleza de las virtudes que preceptúa, sentimos inclinación hacia el error y el mal, a los cuales, por defecto nuestro, damos vida y extraña complacencia.
Por otra parte los humanos, aunque comprendamos perfectamente hacia dónde nos conduce el error y la fealdad de los vicios y de los pecados, sentimos una viva inclinación hacia el mal, en el que muchas veces nos complacemos. Así, a veces es necesario tener un verdadero heroísmo para recorrer los caminos perfumados por el “buen olor de Nuestro Señor Jesucristo”, y para que venzamos las seducciones del infierno.
Si muchos hombres acaban siguiendo una orientación uniforme, hacia arriba o hacia abajo, muchos otros, por el contrario permanecen eternamente en la situación intermediaria, en la zona limítrofe entre el bien y el mal, sin aceptar totalmente la acción de la gracia, ni estar totalmente fríos en la muerte del pecado. La escritura dice: “Conozco bien tus obras, que ni eres frío, ni caliente: ¡Ojalá fueras frío o caliente! Mas por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, estoy para vomitarte de mi boca“. (Apocalipsis, 3, 14–15).
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Pero hay muchas maneras de ser tibio. No son tibios solamente los que viven entre el pecado y la virtud. También son tibios, aunque de modo menos grave, los que viven habitualmente en la virtud, pero la arrastran penosamente como un fardo, colocados estrictamente en el terreno del minimalismo, y firmemente decididos a no elevar sus preocupaciones más allá de la esfera del simple combate al pecado mortal.
En el orden moral, existen muchos tibios de este tipo. En el orden intelectual, son tibios aquellos que aceptan la doctrina católica, pero lo hacen sin entusiasmo y sin calor. Ellos aman ciertamente las grandes verdades enunciadas por la Iglesia, pero lo hacen con tal tibieza que detestan todas las virtudes radicales, todas las consecuencias profundas, todas las aplicaciones palpitantes e intransigentes de nuestra doctrina. Aman la verdad, pero cuanto más ella se parezca al error, cuanto más transija con la semi–verdad, tanto más la amarán. Y, por el contrario, si llegan a amar las verdades intransigentes, las verdades combatidas, las verdades odiadas por el espíritu de la época, lo hacen de mal humor, con tristeza de amar, porque no hay remedio sino amar.
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Es en estas categorías de personas, indiscutiblemente, que se encuentran los peores enemigos de O Legionario. Personas que se irritan mucho más con nuestra radicalidad en la verdad y en el bien, que con el radicalismo de los malos en el error y en el mal.
Ellos sienten conmoverse espontáneamente sus entrañas de caridad con los que niegan la verdad o violan las leyes de la moral. Con los que nos acusan, no de una falta de amor a la verdad y al bien, sino de exageración en esas virtudes; ellos tienen una antipatía que se mantiene a duras penas en los límites de la caridad fraterna… y con mucha frecuencia no logran la victoria en esos esfuerzos. En otros términos, toda su simpatía, toda su indulgencia se centra natural y espontáneamente en los que yerran por deficiencia de bien o de verdad. Toda su irritación se vuelve contra aquellos a los que acusan de errar por exceso de verdad o de bien.
Sin embargo, ¡cómo son diferentes en el terreno de sus afectos particulares! ¿Se irritarían con un amigo que les dedicase una amistad exagerada, un entusiasmo excesivo, una admiración sin límites? No. Tendrían que luchar para reconocer que realmente esa amistad es exagerada, excesivo el entusiasmo y servil la admiración. ¡Pero con qué facilidad se evitará a quien las calumnie e o injurie!
¿Por qué no aman a la Iglesia como se aman a sí mismos, perdonando fácilmente los delitos por exceso, y perdonando con dificultad los delitos por falta o por omisión?
Es evidente que esto se debe a que se aman profundamente a sí mismos, y a la Iglesia de modo superficial. “Totalitarias” en lo que se refiere a ellas mismas, son “minimalistas” en lo que se refiere a la Iglesia. El curso de su indulgencia muestra claramente la naturaleza de sus imperfecciones y de su mala inclinación.
¿Cómo podría sorprendernos, pues, que tales almas se manifiesten irritadas con todas las verdades que es difícil aceptar, con el enunciado de los deberes cuya práctica es también difícil?
Francamente, tales enemigos honran a los que los poseen. Su irritación constituye un certificado del deber cumplido. Debemos desear su reconciliación con nosotros mucho más por ellos que por nosotros.
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En este día de Pentecostés, día de fuego y de amor, día en que el afecto sobrenatural abrasa e inspira actitudes como la de los Apóstoles, que en su vehemencia y radicalidad llevó a pensar que estaban ebrios, los tibios deben pedir un poco de esa centella que los resucitará para la vida plena de la gracia y de la verdad. Por otra parte, si todos los esfuerzos que hacemos pudiesen rendir simplemente un uno por ciento, ya estaremos plenamente recompensados.
(*) Traducción y difusión por el sitio Acción Familia (Santiago de Chile).