La cooperación de la voluntad

“Legionário”, São Paulo (Brasil), n.° 312, 4 de setiembre de 1938

Plinio Corrêa de Oliveira

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De los artículos que he escrito últimamente, no creo que ninguno sea más delicado que el de hoy. Por eso, antes de entrar en materia, quiero sentar algunos principios que eviten cualquier duda sobre lo que voy a decir.

Hace algún tiempo, durante una semana mariana celebrada en la Parroquia de Santa Cecilia, tuve ocasión de exponer las mismas consideraciones que hoy publico. Desde entonces —harán ya dos o tres años— mis observaciones no han hecho sino confirmar, a través del contacto diario y de la observación minuciosa de muchos hechos, el punto de vista que expresé entonces. Me limitaré, pues, a coordinar aquí lo que dije en aquella ocasión.

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Según la doctrina católica, la santificación del hombre debe resultar de la cooperación de dos elementos: la gracia y la voluntad.

La gracia es una ayuda sobrenatural que Dios da al hombre, iluminando su inteligencia y fortaleciendo su voluntad para que pueda ver claramente la Verdad y practicar el Bien. Es un punto fundamental de la doctrina católica que, sin la ayuda de la gracia, el hombre es enteramente impotente en el orden sobrenatural, no pudiendo ni siquiera invocar con piedad el nombre de Jesús.

Los sacramentos que Nuestro Señor Jesucristo ha instituido en la Santa Iglesia Católica y la oración son los medios por los cuales los fieles pueden recibir esta gracia, que es la condición de su salvación eterna, haciendo así omnipotente la incapacidad de su débil voluntad y clarividente la ceguera de su defectuosa inteligencia.

Hay, pues, un orgullo insoportable en todo error doctrinal que pretenda negar a la gracia divina la más mínima parte del papel preponderante que desempeña en la santificación individual. Tal error implica ver en el hombre una fuerza de la que es incapaz, halagando su orgullo y disminuyendo criminalmente la acción de Dios.

Como corolario, es simplemente abominable el error de quienes querrían difundir entre los católicos —gracias a Dios, este error no está muy extendido— una educación espiritualista en la que el adiestramiento de la voluntad por procesos muy parecidos a los de la YMCA protestante ocuparía el primer lugar, quedando la frecuencia de los sacramentos, la práctica de la oración y toda la vida de piedad en general reducida a un segundo plano como algo de menor importancia.

Hay tanto veneno en este error, tanto orgullo, una infiltración tan pronunciada de principios diametralmente opuestos al espíritu de la Iglesia, que ni siquiera nos detendremos a refutarlo.

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Si hemos insistido en la condena formal que este error debe merecer a los católicos, es para que, en las líneas que siguen, nadie pueda suponer que albergamos hacia él la menor complacencia. Sin embargo, el amor a la verdad nos lleva a señalar los efectos nocivos de una situación derivada de un error opuesto al que hemos señalado. Esto es lo que procuraremos hacer.

Quien te creó sin tu ayuda no te salvará sin tu cooperación“, decía San Agustín, dirigiéndose a los fieles.

En efecto, si es una verdad fundamental de la doctrina católica que el hombre es totalmente incapaz sin la gracia, no es menos cierto que la doctrina católica afirma la necesidad de la cooperación humana con la gracia para que la santificación sea eficaz. Y quien negase la necesidad de tal cooperación incurriría irremediablemente en herejía.

Por tanto, la vida espiritual no puede limitarse a la recepción de los Sacramentos y a la práctica de la oración. Mediante los sacramentos y la oración, el hombre adquiere la luz y la energía necesarias para la práctica del bien y la lucha contra sus malas inclinaciones. Armado con estos recursos, es necesario que el hombre haga un uso eficaz de ellos, a través de un trabajo a menudo lento y penoso, en el que su inteligencia y su voluntad deben cooperar arduamente para aumentar su amor a la virtud, perfeccionarse en su práctica y vencer las malas inclinaciones y tentaciones a las que todos estamos sujetos.

Un alma que siente en sí misma la debilidad que resulta del pecado original y de la acción a menudo impetuosa de las tentaciones, no puede eximirse de este penoso trabajo. Sería inútil que se dedicara a recibir los sacramentos si su voluntad no librara una lucha encarnizada e intransigente contra las malas inclinaciones.

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“En todo lo que hiciereis, he aquí la regla de reglas que debéis seguir: confiad en Dios, mientras actuáis como si el éxito de cada acción dependiera únicamente de vosotros y no de Dios; pero mientras empleáis vuestros esfuerzos en este buen resultado, no contéis con ellos, y proceded como si todo fuera hecho por Dios y nada por vosotros”.

San Ignacio de Loyola.

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Pongamos un ejemplo para mayor claridad.

En un siglo cuyo ambiente intelectual está infestado de las doctrinas más heréticas, que a menudo se presentan bajo formas sutiles e inocentes, el católico debe realizar un trabajo interior extremadamente intenso para mantener su inteligencia virginalmente incorrupta de todo error. Será verdaderamente católico en la medida en que este trabajo interior tenga éxito en él. Pero para ello, en primer lugar, debe estudiar y conocer bien la doctrina de la Iglesia. Y, en segundo lugar, que mediante una vigilancia constante, evite dar su adhesión intelectual a todas y cada una de las doctrinas opuestas a la de la Iglesia o simplemente sospechosas para ella.

En tercer lugar, el católico debe educar sus sentimientos, sus costumbres y sus inclinaciones. Cualquiera que tenga un poco de práctica de vida espiritual sabe lo que esto significa en términos de esfuerzo e incluso de violencia contra uno mismo. Exige una vigilancia y una atención constantes, un análisis penetrante de todos los actos, evitar sin concesiones las ocasiones de pecado para combatir el mal. A esto se añade el trabajo positivo de acrecentar el amor al bien mediante la lectura, mediante la observación atenta de todos los ejemplos edificantes, mediante toda una serie de esfuerzos, en suma, que tienden a conducir la voluntad a conformarse en todo a la santísima voluntad de Dios y, por tanto, a los Mandamientos de Dios y de la Iglesia.

Por supuesto —y vuelvo a insistir en ello— es insensato y ridículo que alguien pretenda llevar a cabo esta labor disociándola de la vida de gracia, que se adquiere mediante la oración y los Sacramentos. Al contrario, cuanto más íntima e intensa sea la vida de la gracia, cuanto más asidua y perfecta sea la recepción de los Sacramentos, tanto más perfecto será este trabajo que, sin la ayuda de la gracia, sería completamente imposible.

Sin embargo, no debe olvidarse que hay aquí una parte de cooperación de la voluntad, y que siempre que esta cooperación se omite en la formación espiritual, son de temer los mayores desastres.

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¿Cuál es la fisonomía espiritual de un hombre que, viviendo íntimamente unido a Nuestro Señor Sacramentado y a su Santísima Madre, realiza este trabajo interior con su favor y protección? Basta mirar a cualquier santo para ver la respuesta. Por un lado, una dulzura celestial, que triunfa humildemente en el corazón del santo sobre los embates, finalmente domados, del orgullo, de la ira y de todas las pasiones a las que el hombre está sujeto. Por otra parte, esta dulzura se complementa con una energía invencible, un carácter fuerte, una voluntad más inflexible que el acero, todo ello puesto al servicio del amor a Dios y al prójimo. Así son los santos.

Sin alcanzar el esplendor de esta plenitud espiritual, las almas de todos los católicos con una vida verdaderamente interior podrían ser así. Enérgicos y varoniles, pero llenos de mansedumbre; mortificados y desprendidos, pero vibrantes de santa alegría; acogedores y afables, pero rebosantes de santa combatividad.

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Pero, por desgracia, digámoslo con afectuosa franqueza, los seglares al frente de las asociaciones religiosas olvidan con demasiada frecuencia abrir estos horizontes a sus miembros.

Es muy frecuente, gracias a Dios, que el responsable de una asociación religiosa anime a sus compañeros a comulgar regularmente, a rezar y a realizar otros actos de piedad. Ya hemos dicho lo magníficamente loable que es esto.

Pero, ¿es igual de habitual que un miembro de la junta directiva de una asociación religiosa anime a sus miembros a leer textos espirituales realmente útiles, buenos y proporcionados a los problemas morales relacionados con su estado y profesión? ¿Cuántas reuniones al año hay en la asociación X, Y o Z, destinadas a explicar problemas morales, actuales y candentes, o a persuadir a los miembros para que estudien seriamente su Catecismo? ¿No es cierto que esas reuniones suelen ser poco frecuentes?

Y ahora una pregunta dolorosa, pero indispensable: ¿no es esta la causa de muchas deserciones repentinas e inexplicables, de muchas deserciones que hacen sangrar profundamente el corazón de un presidente celoso?

Entras en una sala de reuniones. El presidente está perorando. Discute cuestiones burocráticas o políticas. O habla de piedad o de vida espiritual. Pero sobre asuntos de tan alta piedad, o de una vida espiritual tan superior, que la mayoría de los oyentes no le entienden. Mientras tanto, el joven X, o la joven Y, o la señora Z, que está casada y luchando con las dificultades más serias, fingen escuchar, por mera cortesía, pero no oyen. Su mente está lejos de lo que ocurre en la reunión. El joven tiene un grave problema moral que lo agita. Su pureza está en peligro. La chica tiene sus perplejidades, a veces dramáticas, sobre alguna situación moral que no sabe cómo resolver. La señora casada se encuentra en una de esas encrucijadas en las que tiene que elegir entre la vida del alma o la del cuerpo. Para estas personas, está en juego la salvación eterna.

Pero el encuentro permanece indiferente a todo esto... Oficialmente, se podría decir que la asociación ignora estos problemas. Por eso, el joven X, la joven Y o la señora Z los resolverán sin el apoyo de las enseñanzas de la asociación.

Un buen día, dejan de asistir a la reunión… este es el doloroso epílogo que hará sangrar a muchos corazones bienintencionados de la asociación. Corazones bienintencionados, sí, pero que no comprendieron la gravedad del drama que se desarrollaba a su lado, y por eso no supieron cumplir su misión ante este drama.

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