Este artículo fue
escrito en el interregno entre los funerales
del Rey Jorge VI y la coronación de la Reina
Elizabeth II. Hoy
(noviembre, 2022) estamos exactamente en
ese momento, el interregno entre los
funerales de la Reina Elizabeth II y la
coronación del Rey Carlos III.
Los comentarios que hizo entonces el Prof.
Plinio en esta
materia son de
toda actualidad, casi diríamos que son
atemporales, pues a propósito de un
acontecimiento concreto, la muerte del Rey y
la ascensión de su sucesora, el Prof. Plinio
discurre sobre los aspectos mayores de las
ceremonias: el origen del poder, el valor de
los símbolos y la tradición, el problema del
igualitarismo, etc.
Puntos de máxima actualidad, en este momento
en que la Revolución se afana en atacar todo
y cualquier resquicio de Tradición y
Sociedad Orgánica y en que se niega la
legitimidad a todo que no se encaje en su
visión anárquico-igualitaria de la sociedad.
Funerales del Rey Jorge VI padre de la Reina Elizabeth
II
La Corona de Inglaterra atrae toda la atención en la
actualidad, tanto por la simpatía universal de que gozó
el difunto rey Jorge VI, como por la imponente y severa
solemnidad de los funerales, por el brillo y las
pintorescas ceremonias de proclamación y coronación de
la nueva reina, y por la importancia que, a pesar de las
circunstancias adversas, sigue conservando el Imperio
Británico en la política mundial. El hecho de que el
cetro más grande del mundo vaya a ser empuñado por una
joven que ha demostrado una vigorosa personalidad además
de un indudable encanto personal; el hecho de que le
corresponda a esta joven luchar por la supervivencia del
Imperio y de las propias instituciones monárquicas en un
mundo profundamente agitado por factores hostiles tanto
a la monarquía como a la Commonwealth, contribuye en no
poca medida a atraer particularmente toda la atención
hacia Londres; y este movimiento de atención irá in crescendo hasta alcanzar su apogeo el día de la
coronación.
Por muy grande que sea este movimiento de atención y
simpatía, ya hay voces divergentes, cuyo clamor se hará
más fuerte al mismo tiempo. La propia existencia de la
Commonwealth va en contra de muchos intereses, algunos
de ellos legítimos. La política británica en Europa ha
creado un profundo resentimiento, que está lejos de
desactivarse. En todo el mundo, el flujo de tendencias
niveladoras, abultado por la ola comunista, lleva
naturalmente las mentes de las personas a no comprender
ni aceptar todo el espectáculo tradicional y solemne de
los funerales del Rey, la aclamación y la coronación de
la Reina. No pretendemos tratar aquí todos los aspectos
de estos múltiples y graves asuntos. Destacamos sólo uno
—el conjunto de ceremonias de los funerales, de la
aclamación y de la coronación— para hacer algunas
consideraciones al respecto.
Las características esenciales de las ceremonias de
sucesión
Sin duda, vistas en su conjunto, estas ceremonias
presentan un aspecto brillante, incluso apasionante,
para la consideración de historiadores, artistas,
hombres de sociedad e incluso turistas. Sin embargo, si
se examina con más detenimiento, cabe preguntarse si
estas pomposas celebraciones, tan contrarias al espíritu
de nuestro tiempo, no son dignas de censura, sobre todo
si se tiene en cuenta que —aunque con algunos ahorros—
supondrán un gasto considerable en un país asolado por
la crisis económica de la posguerra y sometido a un
terrible programa de “austerity”.
Fijemos los rasgos esenciales por los que todas estas
pomposas celebraciones contradicen el espíritu de
nuestro tiempo: la esencia religiosa, el carácter
tradicional y el aspecto jerárquico. Y, como tema de
reflexión y estudio, consideremos más especialmente la
coronación, que comprende en sí misma, arquetípicamente,
las notas características de todas las demás.
Origen divino del poder y soberanía popular
Mientras que todos los jefes de Estados democráticos de
nuestros días toman posesión de su cargo en ceremonias
estrictamente laicas, la coronación, en el siglo XX,
sigue siendo un acto esencialmente religioso.
Coronación de la Reina Elizabeth en 2 de
junio de 1953
En resumen, es de manos de dignatarios eclesiásticos, en
un edificio eclesiástico, durante una solemnidad
eclesiástica, que el Rey recibe su investidura. Y
durante esta ceremonia hace un juramento de fidelidad a
sus deberes como miembro de una determinada organización
eclesiástica. Es bastante evidente, en este sentido, que
un católico sólo puede aprobar esta nota de las
ceremonias de coronación. Fieles a la enseñanza de la
Iglesia, repudiamos el principio de que el poder
proviene del pueblo. Todo poder viene de Dios. Así, nada
más normal que el carácter religioso del acto de
investidura de un Jefe de Estado. Esto no es un aspecto
secundario de la realidad política actual. La nefasta
separación entre la Iglesia y el Estado ha acostumbrado
a los católicos, y a veces incluso a los más fervientes,
a considerar la vida civil y la vida religiosa como
compartimentos absolutamente estancos. Pero con relación
a Dios, no hay nada que pueda ser un compartimento
estanco: intentar serlo es rebelarse. Y el Estado
separado de la Iglesia es, como tal, un Estado en
rebelión contra Dios.
Al aprobar el carácter religioso de las solemnidades de
coronación en Inglaterra, no podemos hacerlo, sin
embargo, sin una restricción muy seria. Con el corazón
apesadumbrado, debemos recordar que Inglaterra, que en
su día fue una nación tan profundamente católica que
incluso fue llamada la "Isla de los Santos", está hoy
separada de la Iglesia. Aunque existe una fuerte y
disciplinada minoría católica en Gran Bretaña, la gran
mayoría son protestantes, y la Iglesia Anglicana está
oficialmente reconocida como verdadera por el Estado.
Por lo tanto, es de una secta herética que el Rey recibe
su investidura. A este respecto, hay que hacer una
triste observación. Según la doctrina anglicana, el Rey
es oficialmente, no sólo el jefe del Estado, sino
también de la propia jerarquía eclesiástica. Por ello,
durante la ceremonia de coronación, se celebran ritos
que lo elevan a la dignidad de obispo anglicano,
situándolo a la cabeza de la Iglesia.
Este hecho representa simbólicamente la sujeción de la
religión al Estado en Inglaterra, lo que constituye
una
monstruosa inversión de valores, totalmente opuesta a la
doctrina católica, según la cual el poder eclesiástico
es soberano, no sujeto en su esfera a ningún poder de
este mundo.
Tradición y progreso
Por otro lado, está el
carácter tradicional y, por
tanto, anacrónico de las ceremonias vinculadas a la
sucesión de la corona. La mayoría de los trajes, ritos y
símbolos utilizados durante los funerales, la aclamación
y la coronación corresponden a hechos y situaciones del
pasado, que parecen contrastar violentamente con las
ideas y costumbres de nuestros días. ¿Qué debemos pensar
de este anacronismo?
La
reina Isabel en carroza real, justo después
de la coronación
La cuestión está relacionada con otra más profunda.
¿Debe un pueblo mantener vivos los recuerdos de su
pasado, evocándolos con especial insistencia y
solemnidad en las grandes ocasiones de su vida
colectiva? ¿O debe olvidar su historia, viviendo sólo en
la hora presente?
Para un católico, la respuesta no puede ser otra que a
favor de la tradición. En principio, un pueblo que
renuncia a su pasado renuncia a sí mismo. Porque lo que
un pueblo tiene de más esencial, de más típico, de más
propio, es su alma nacional. Y esta alma nacional, esta
comunidad de formas de pensar, de ser, de sentir, de
actuar que constituyen el espíritu de un país,
evidentemente no nace y muere a cada momento, sino que
es el producto de una larga maduración histórica que
viene del pasado, continúa en el presente y echa raíces
para el futuro. La mentalidad de un pueblo en un momento
dado —hoy, por ejemplo— no es más que el resultado de
las influencias de su historia y de las circunstancias
peculiares de ese momento. Así, en el Brasil de hoy, el
alma nacional se compone de elementos morales y
afectivos en los que no es difícil discernir la
influencia de hechos de la época colonial como la
catequesis y el bandeirismo [1],
de la época imperial como la unidad nacional y la gloria
militar de las guerras con las naciones platinas [2], y de la época que la sucedió, marcada por
el prodigioso florecimiento de la iniciativa privada en
el campo económico, la industrialización y la
participación de Brasil en las victorias de las dos
guerras mundiales. Al conmemorar los diversos hechos
históricos de esta ya no corta época pasada, no hacemos
más que reavivar las notas típicas que cada uno de ellos
dejó en el alma nacional. O, en otras palabras,
reavivamos la propia alma nacional en todos sus
elementos esenciales y característicos.
Cuando un pueblo tiene el largo y brillante pasado de
Inglaterra, es encomiable que revitalice el espíritu
nacional al calor de su historia. Y no hay mejor medio
que el mantenimiento de las grandes solemnidades
nacionales, para completar de manera viva y profunda lo
que la enseñanza de la historia en el curso secundario o
superior tiene de inevitablemente libresco e inerte.
En el caso inglés, hay que añadir una peculiaridad
notable. Y es que, fiel a sus tradiciones, Inglaterra
sigue siendo hoy una de las naciones más prósperas y
avanzadas del mundo. Los británicos demuestran que su
apego a la tradición no es una rutina, no es un rechazo
sistemático de todo lo nuevo: es una inserción armoniosa
de lo que, en el pasado, debe ser perenne, en lo que el
presente puede tener de útil, y quizás de grande.
Está claro, por tanto, que desde este punto de vista los
católicos no pueden sino aplaudir el espíritu
tradicional de las ceremonias que comenzaron en
Inglaterra y que continuarán hasta la coronación. Tanto
más cuanto que la propia Iglesia Católica, en el
carácter profundamente tradicional de su liturgia, y en
el aparato también profundamente tradicional de la Corte
romana, no hace más que practicar y enseñar los mismos
principios de un sabio apego a lo que es loable y
perenne en el pasado.
Humildad cristiana y espíritu revolucionario
Cuando se dé la imprescindible distancia del tiempo y
los futuros historiadores puedan por fin estudiar la
época en que vivimos, es seguro que señalarán la
igualdad como la idea rectriz de la mentalidad del
hombre del siglo XX. Igualar, en todo y para todo, es el
ideal, y más aún la manía de nuestros contemporáneos. Y
por ello, sus antipatías se dirigen total e
instintivamente hacia todo lo que signifique
desigualdad; se nivelan a los padres con los hijos, a
los mayores con los menores, a los maridos con las
esposas, a los maestros con los alumnos, a los amos con
los siervos, a los nobles con los plebeyos, a los ricos
con los pobres, etc. Sea cual sea el campo en el que
nuestro siglo se ha diversificado respecto al anterior,
se verá que la transformación se ha producido en un
sentido de nivelación.
Ahora bien, las ceremonias relacionadas con la sucesión
al trono y, sobre todo, con la coronación de un rey de
Inglaterra, nos traen a los ojos la imagen rediviva de
una sociedad basada enteramente en la jerarquía: las
tres clases sociales, el Clero, la nobleza y el pueblo,
marcadamente diferenciadas, ocupando cada una de ellas
una categoría en el protocolo —y el protocolo no es aquí
más que una imagen de lo que era la vida—
correspondiente a sus funciones. Dentro de cada una de
estas clases, nuevas jerarquías internas, nuevas
divisiones: arzobispos, obispos, simples clérigos,
duques, marqueses, condes, barones, baronets y,
finalmente, el abanico, menos preciso pero no menos
real, de las organizaciones o instituciones plebeyas.
Esta desigualdad de funciones, de nivel, de condiciones
de vida, no se disimula como las pocas desigualdades que
aún sobreviven en nuestros días. Por el contrario, se
ostenta en las vestimentas, en los símbolos, en la
colocación de cada uno en el recinto del templo y en la
procesión que precede y termina la ceremonia. Todo esto
nos disgusta porque la propia jerarquía nos parece
antipática. ¿Qué debe pensar un católico de este
descontento?
Antes de entrar en el mérito de la cuestión, nos parece
oportuno insistir en una comparación. Hace poco hemos
acentuado la analogía entre ceremonias como la
coronación del Rey de Inglaterra, y por otro lado los
actos de la Sagrada Liturgia y las solemnidades de la
Corte Pontificia. Desde el punto de vista de la
jerarquía, la analogía es significativa. En ambos, el
sentido de la desigualdad, la preocupación por expresar
esta desigualdad como un hecho absolutamente normal,
legítimo, digno de ser mostrado a los ojos de todos, el
uso de ritos, de ceremonias, de símbolos para este fin,
es evidente. En San Pedro, la procesión que precede a la
entrada del Papa en la Basílica es absolutamente tan
jerárquica en su organización, tan protocolaria en su
apariencia, como la procesión que en Westminster precede
al Rey. Hay en esto, a primera vista, un indicio de que
la Iglesia no desposa nuestros igualitarismos, al menos
en su expresión geométrica y absoluta.
El Beato Papa Pío
IX llega solemnemente en procesión a la Basílica de San
Pedro para la apertura del Concilio Vaticano I (del 8 de
diciembre de 1869 al 18 de julio de 1870), en el que el
Romano Pontífice proclamó el dogma de la Infalibilidad
Papal.
Y, en efecto, la Iglesia enseña que todos tenemos la
misma naturaleza humana, y que todos hemos sido
igualmente redimidos por Jesucristo. Así, en todos los
derechos que se derivan de nuestra mera naturaleza como
hombres y como cristianos, somos iguales: el derecho a
la verdadera Fe, a la libertad de practicar los
Mandamientos, a la vida, a la dignidad y al trabajo. Sin
embargo, no todos los derechos de un hombre provienen
del mero hecho de ser hombre y cristiano. La virtud, el
conocimiento, el sentido artístico, el espíritu de
lucha, la capacidad de acción, una educación completa,
una progenie que confieren legítimamente una
consideración especial. Y como estas cualidades son, por
voluntad de Dios, desiguales de individuo a individuo, a
veces incluso de familia a familia, de clase a clase, de
nación a nación, es por voluntad de Dios que los hombres
tienen derecho a grados desiguales de consideración. La
humildad es precisamente la virtud que lleva a cada uno
a contentarse con el grado de consideración al que tiene
derecho, sin envidiar a los que están más arriba, ni
ponerse a la altura de los que están más abajo.
Siempre que los escalones de la jerarquía social estén
constituidos de tal manera que la porción de los menos
favorecidos sea, en honor y largueza de vida, compatible
con la dignidad del cristiano, la desigualdad es un
bien, y la virtud que lleva a amar esta desigualdad es
una de las más altas virtudes cristianas, la humildad.
Recemos por la conversión de Inglaterra
Así, Inglaterra da al mundo, con motivo de la sucesión
al trono, un admirable ejemplo de espíritu religioso con
el carácter eclesiástico de la coronación; una brillante
manifestación de cultura con su apego a la tradición, y
una noble demostración del espíritu de humildad con su
amor a la jerarquía.
Que todos los pueblos, sea cual sea su forma de
gobierno, imiten estos buenos ejemplos.
Y, por último, una sugerencia: recemos para que Dios
multiplique sus gracias sobre una nación que aún
conserva tales valores espirituales, para liberarla del
temible cáncer de la herejía que la está devorando.
[1]Bandeirismo - Se llama de
"Bandeirismo" al conjunto de las expediciones hacia el
interior del Brasil selvaje en el início de la
colonización, y que ensancharon la ocupación del
gigantesco hinterland del país. Una descripción de sus
causas y conseqüências se puede ver en el libro
del Prof. Plinio, Nobleza y élites tradicionales
análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a
la Nobleza romana, en su Apendice I, En el
Brasil colonial, en el Brasil imperial y en la República
brasileña: génesis, desarrollo y ocaso de la “Nobleza de
la Tierra”, A, 6. El ciclo del oro
y de las piedras preciosas.
[2]
Las tres naciones que forman la América Platina son
Argentina, Paraguay y Uruguay. Estos tres países están
bañados por los principales ríos que conforman la Cuenca
Hidrográfica del Rio de la Plata (Paraná, Paraguay y
Uruguay)
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