Plinio Corrêa de Oliveira

EL PENSAMIENTO CATÓLICO

ANTE LAS CEREMONIAS

DE LA SUCESIÓN INGLESA

"Catolicismo" Nº 15 - Marzo de 1952

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Este artículo fue escrito en el interregno entre los funerales del Rey Jorge VI y la coronación de la Reina Elizabeth II. Hoy (noviembre, 2022) estamos exactamente en ese momento, el interregno entre los funerales de la Reina Elizabeth II y la coronación del Rey Carlos III.

Los comentarios que hizo entonces el Prof. Plinio en esta materia son de toda actualidad, casi diríamos que son atemporales, pues a propósito de un acontecimiento concreto, la muerte del Rey y la ascensión de su sucesora, el Prof. Plinio discurre sobre los aspectos mayores de las ceremonias: el origen del poder, el valor de los símbolos y la tradición, el problema del igualitarismo, etc.

Puntos de máxima actualidad, en este momento en que la Revolución se afana en atacar todo y cualquier resquicio de Tradición y Sociedad Orgánica y en que se niega la legitimidad a todo que no se encaje en su visión anárquico-igualitaria de la sociedad.

Funerales del Rey Jorge VI padre de la Reina Elizabeth II

La Corona de Inglaterra atrae toda la atención en la actualidad, tanto por la simpatía universal de que gozó el difunto rey Jorge VI, como por la imponente y severa solemnidad de los funerales, por el brillo y las pintorescas ceremonias de proclamación y coronación de la nueva reina, y por la importancia que, a pesar de las circunstancias adversas, sigue conservando el Imperio Británico en la política mundial. El hecho de que el cetro más grande del mundo vaya a ser empuñado por una joven que ha demostrado una vigorosa personalidad además de un indudable encanto personal; el hecho de que le corresponda a esta joven luchar por la supervivencia del Imperio y de las propias instituciones monárquicas en un mundo profundamente agitado por factores hostiles tanto a la monarquía como a la Commonwealth, contribuye en no poca medida a atraer particularmente toda la atención hacia Londres; y este movimiento de atención irá in crescendo hasta alcanzar su apogeo el día de la coronación.

Por muy grande que sea este movimiento de atención y simpatía, ya hay voces divergentes, cuyo clamor se hará más fuerte al mismo tiempo. La propia existencia de la Commonwealth va en contra de muchos intereses, algunos de ellos legítimos. La política británica en Europa ha creado un profundo resentimiento, que está lejos de desactivarse. En todo el mundo, el flujo de tendencias niveladoras, abultado por la ola comunista, lleva naturalmente las mentes de las personas a no comprender ni aceptar todo el espectáculo tradicional y solemne de los funerales del Rey, la aclamación y la coronación de la Reina. No pretendemos tratar aquí todos los aspectos de estos múltiples y graves asuntos. Destacamos sólo uno —el conjunto de ceremonias de los funerales, de la aclamación y de la coronación— para hacer algunas consideraciones al respecto.

Las características esenciales de las ceremonias de sucesión

Sin duda, vistas en su conjunto, estas ceremonias presentan un aspecto brillante, incluso apasionante, para la consideración de historiadores, artistas, hombres de sociedad e incluso turistas. Sin embargo, si se examina con más detenimiento, cabe preguntarse si estas pomposas celebraciones, tan contrarias al espíritu de nuestro tiempo, no son dignas de censura, sobre todo si se tiene en cuenta que —aunque con algunos ahorros— supondrán un gasto considerable en un país asolado por la crisis económica de la posguerra y sometido a un terrible programa de “austerity”.

Fijemos los rasgos esenciales por los que todas estas pomposas celebraciones contradicen el espíritu de nuestro tiempo: la esencia religiosa, el carácter tradicional y el aspecto jerárquico. Y, como tema de reflexión y estudio, consideremos más especialmente la coronación, que comprende en sí misma, arquetípicamente, las notas características de todas las demás.

Origen divino del poder y soberanía popular

Mientras que todos los jefes de Estados democráticos de nuestros días toman posesión de su cargo en ceremonias estrictamente laicas, la coronación, en el siglo XX, sigue siendo un acto esencialmente religioso.

Coronación de la Reina Elizabeth en 2 de junio de 1953

En resumen, es de manos de dignatarios eclesiásticos, en un edificio eclesiástico, durante una solemnidad eclesiástica, que el Rey recibe su investidura. Y durante esta ceremonia hace un juramento de fidelidad a sus deberes como miembro de una determinada organización eclesiástica. Es bastante evidente, en este sentido, que un católico sólo puede aprobar esta nota de las ceremonias de coronación. Fieles a la enseñanza de la Iglesia, repudiamos el principio de que el poder proviene del pueblo. Todo poder viene de Dios. Así, nada más normal que el carácter religioso del acto de investidura de un Jefe de Estado. Esto no es un aspecto secundario de la realidad política actual. La nefasta separación entre la Iglesia y el Estado ha acostumbrado a los católicos, y a veces incluso a los más fervientes, a considerar la vida civil y la vida religiosa como compartimentos absolutamente estancos. Pero con relación a Dios, no hay nada que pueda ser un compartimento estanco: intentar serlo es rebelarse. Y el Estado separado de la Iglesia es, como tal, un Estado en rebelión contra Dios.

Al aprobar el carácter religioso de las solemnidades de coronación en Inglaterra, no podemos hacerlo, sin embargo, sin una restricción muy seria. Con el corazón apesadumbrado, debemos recordar que Inglaterra, que en su día fue una nación tan profundamente católica que incluso fue llamada la "Isla de los Santos", está hoy separada de la Iglesia. Aunque existe una fuerte y disciplinada minoría católica en Gran Bretaña, la gran mayoría son protestantes, y la Iglesia Anglicana está oficialmente reconocida como verdadera por el Estado. Por lo tanto, es de una secta herética que el Rey recibe su investidura. A este respecto, hay que hacer una triste observación. Según la doctrina anglicana, el Rey es oficialmente, no sólo el jefe del Estado, sino también de la propia jerarquía eclesiástica. Por ello, durante la ceremonia de coronación, se celebran ritos que lo elevan a la dignidad de obispo anglicano, situándolo a la cabeza de la Iglesia.

Este hecho representa simbólicamente la sujeción de la religión al Estado en Inglaterra, lo que constituye una monstruosa inversión de valores, totalmente opuesta a la doctrina católica, según la cual el poder eclesiástico es soberano, no sujeto en su esfera a ningún poder de este mundo.

Tradición y progreso

Por otro lado, está el carácter tradicional y, por tanto, anacrónico de las ceremonias vinculadas a la sucesión de la corona. La mayoría de los trajes, ritos y símbolos utilizados durante los funerales, la aclamación y la coronación corresponden a hechos y situaciones del pasado, que parecen contrastar violentamente con las ideas y costumbres de nuestros días. ¿Qué debemos pensar de este anacronismo?

La reina Isabel en carroza real, justo después de la coronación

La cuestión está relacionada con otra más profunda. ¿Debe un pueblo mantener vivos los recuerdos de su pasado, evocándolos con especial insistencia y solemnidad en las grandes ocasiones de su vida colectiva? ¿O debe olvidar su historia, viviendo sólo en la hora presente?

Para un católico, la respuesta no puede ser otra que a favor de la tradición. En principio, un pueblo que renuncia a su pasado renuncia a sí mismo. Porque lo que un pueblo tiene de más esencial, de más típico, de más propio, es su alma nacional. Y esta alma nacional, esta comunidad de formas de pensar, de ser, de sentir, de actuar que constituyen el espíritu de un país, evidentemente no nace y muere a cada momento, sino que es el producto de una larga maduración histórica que viene del pasado, continúa en el presente y echa raíces para el futuro. La mentalidad de un pueblo en un momento dado —hoy, por ejemplo— no es más que el resultado de las influencias de su historia y de las circunstancias peculiares de ese momento. Así, en el Brasil de hoy, el alma nacional se compone de elementos morales y afectivos en los que no es difícil discernir la influencia de hechos de la época colonial como la catequesis y el bandeirismo [1], de la época imperial como la unidad nacional y la gloria militar de las guerras con las naciones platinas [2], y de la época que la sucedió, marcada por el prodigioso florecimiento de la iniciativa privada en el campo económico, la industrialización y la participación de Brasil en las victorias de las dos guerras mundiales. Al conmemorar los diversos hechos históricos de esta ya no corta época pasada, no hacemos más que reavivar las notas típicas que cada uno de ellos dejó en el alma nacional. O, en otras palabras, reavivamos la propia alma nacional en todos sus elementos esenciales y característicos.

Cuando un pueblo tiene el largo y brillante pasado de Inglaterra, es encomiable que revitalice el espíritu nacional al calor de su historia. Y no hay mejor medio que el mantenimiento de las grandes solemnidades nacionales, para completar de manera viva y profunda lo que la enseñanza de la historia en el curso secundario o superior tiene de inevitablemente libresco e inerte.

En el caso inglés, hay que añadir una peculiaridad notable. Y es que, fiel a sus tradiciones, Inglaterra sigue siendo hoy una de las naciones más prósperas y avanzadas del mundo. Los británicos demuestran que su apego a la tradición no es una rutina, no es un rechazo sistemático de todo lo nuevo: es una inserción armoniosa de lo que, en el pasado, debe ser perenne, en lo que el presente puede tener de útil, y quizás de grande.

Está claro, por tanto, que desde este punto de vista los católicos no pueden sino aplaudir el espíritu tradicional de las ceremonias que comenzaron en Inglaterra y que continuarán hasta la coronación. Tanto más cuanto que la propia Iglesia Católica, en el carácter profundamente tradicional de su liturgia, y en el aparato también profundamente tradicional de la Corte romana, no hace más que practicar y enseñar los mismos principios de un sabio apego a lo que es loable y perenne en el pasado.

Humildad cristiana y espíritu revolucionario

Cuando se dé la imprescindible distancia del tiempo y los futuros historiadores puedan por fin estudiar la época en que vivimos, es seguro que señalarán la igualdad como la idea rectriz de la mentalidad del hombre del siglo XX. Igualar, en todo y para todo, es el ideal, y más aún la manía de nuestros contemporáneos. Y por ello, sus antipatías se dirigen total e instintivamente hacia todo lo que signifique desigualdad; se nivelan a los padres con los hijos, a los mayores con los menores, a los maridos con las esposas, a los maestros con los alumnos, a los amos con los siervos, a los nobles con los plebeyos, a los ricos con los pobres, etc. Sea cual sea el campo en el que nuestro siglo se ha diversificado respecto al anterior, se verá que la transformación se ha producido en un sentido de nivelación.

Ahora bien, las ceremonias relacionadas con la sucesión al trono y, sobre todo, con la coronación de un rey de Inglaterra, nos traen a los ojos la imagen rediviva de una sociedad basada enteramente en la jerarquía: las tres clases sociales, el Clero, la nobleza y el pueblo, marcadamente diferenciadas, ocupando cada una de ellas una categoría en el protocolo —y el protocolo no es aquí más que una imagen de lo que era la vida— correspondiente a sus funciones. Dentro de cada una de estas clases, nuevas jerarquías internas, nuevas divisiones: arzobispos, obispos, simples clérigos, duques, marqueses, condes, barones, baronets y, finalmente, el abanico, menos preciso pero no menos real, de las organizaciones o instituciones plebeyas.

Esta desigualdad de funciones, de nivel, de condiciones de vida, no se disimula como las pocas desigualdades que aún sobreviven en nuestros días. Por el contrario, se ostenta en las vestimentas, en los símbolos, en la colocación de cada uno en el recinto del templo y en la procesión que precede y termina la ceremonia. Todo esto nos disgusta porque la propia jerarquía nos parece antipática. ¿Qué debe pensar un católico de este descontento?

Antes de entrar en el mérito de la cuestión, nos parece oportuno insistir en una comparación. Hace poco hemos acentuado la analogía entre ceremonias como la coronación del Rey de Inglaterra, y por otro lado los actos de la Sagrada Liturgia y las solemnidades de la Corte Pontificia. Desde el punto de vista de la jerarquía, la analogía es significativa. En ambos, el sentido de la desigualdad, la preocupación por expresar esta desigualdad como un hecho absolutamente normal, legítimo, digno de ser mostrado a los ojos de todos, el uso de ritos, de ceremonias, de símbolos para este fin, es evidente. En San Pedro, la procesión que precede a la entrada del Papa en la Basílica es absolutamente tan jerárquica en su organización, tan protocolaria en su apariencia, como la procesión que en Westminster precede al Rey. Hay en esto, a primera vista, un indicio de que la Iglesia no desposa nuestros igualitarismos, al menos en su expresión geométrica y absoluta.

El Beato Papa Pío IX llega solemnemente en procesión a la Basílica de San Pedro para la apertura del Concilio Vaticano I (del 8 de diciembre de 1869 al 18 de julio de 1870), en el que el Romano Pontífice proclamó el dogma de la Infalibilidad Papal.

Y, en efecto, la Iglesia enseña que todos tenemos la misma naturaleza humana, y que todos hemos sido igualmente redimidos por Jesucristo. Así, en todos los derechos que se derivan de nuestra mera naturaleza como hombres y como cristianos, somos iguales: el derecho a la verdadera Fe, a la libertad de practicar los Mandamientos, a la vida, a la dignidad y al trabajo. Sin embargo, no todos los derechos de un hombre provienen del mero hecho de ser hombre y cristiano. La virtud, el conocimiento, el sentido artístico, el espíritu de lucha, la capacidad de acción, una educación completa, una progenie que confieren legítimamente una consideración especial. Y como estas cualidades son, por voluntad de Dios, desiguales de individuo a individuo, a veces incluso de familia a familia, de clase a clase, de nación a nación, es por voluntad de Dios que los hombres tienen derecho a grados desiguales de consideración. La humildad es precisamente la virtud que lleva a cada uno a contentarse con el grado de consideración al que tiene derecho, sin envidiar a los que están más arriba, ni ponerse a la altura de los que están más abajo.

Siempre que los escalones de la jerarquía social estén constituidos de tal manera que la porción de los menos favorecidos sea, en honor y largueza de vida, compatible con la dignidad del cristiano, la desigualdad es un bien, y la virtud que lleva a amar esta desigualdad es una de las más altas virtudes cristianas, la humildad.

Recemos por la conversión de Inglaterra

Así, Inglaterra da al mundo, con motivo de la sucesión al trono, un admirable ejemplo de espíritu religioso con el carácter eclesiástico de la coronación; una brillante manifestación de cultura con su apego a la tradición, y una noble demostración del espíritu de humildad con su amor a la jerarquía.

Que todos los pueblos, sea cual sea su forma de gobierno, imiten estos buenos ejemplos.

Y, por último, una sugerencia: recemos para que Dios multiplique sus gracias sobre una nación que aún conserva tales valores espirituales, para liberarla del temible cáncer de la herejía que la está devorando.


[1] Bandeirismo - Se llama de "Bandeirismo" al conjunto de las expediciones hacia el interior del Brasil selvaje en el início de la colonización, y que ensancharon la ocupación del gigantesco hinterland del país. Una descripción de sus causas  y conseqüências se puede ver en el libro del Prof. Plinio, Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana, en su Apendice I, En el Brasil colonial, en el Brasil imperial y en la República brasileña: génesis, desarrollo y ocaso de la “Nobleza de la Tierra”, A, 6. El ciclo del oro y de las piedras preciosas.

[2] Las tres naciones que forman la América Platina son Argentina, Paraguay y Uruguay. Estos tres países están bañados por los principales ríos que conforman la Cuenca Hidrográfica del Rio de la Plata (Paraná, Paraguay y Uruguay)

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