No busquemos solo éxitos momentáneos, aplausos inconstantes de las masas e incluso de nuestros adversarios, éxitos fruto de la táctica del terreno común.
Nuestro Señor nos indica varias veces que debemos despreciar la popularidad entre los malvados:
“No hay Profeta sin honra, sino en su patria, y en la propia casa. En consecuencia, hizo aquí muy pocos milagros, a causa de su incredulidad” (Mt XIII, 57-58).
Hay personas que consideran que el triunfo supremo de una obra católica no son las alabanzas y bendiciones de la Jerarquía, sino el aplauso de sus adversarios. Este criterio es falaz, entre otras mil razones, porque a veces no es más que una trampa en la que caemos, y en realidad sacrificamos principios por este precio:
“¡Ay de vosotros cuando los hombres mundanos os aplaudieren! Que así lo hacían sus padres con los falsos profetas” (Lc VI, 26).
“Esta raza o generación mala y adúltera pide un prodigio; mas no se le dará ese que pide, sino el prodigio del Profeta Jonás. Y dejándolos se fue” (Mt XVI, 4).
Nuestro Señor se fue y nosotros, en cambio, queremos quedarnos en el campo estéril, desfigurando y disminuyendo verdades hasta conseguir aplausos. Cuando lleguen, será la señal de que, en muchos casos, nos hemos convertido en falsos profetas.
Nuestro Señor se compadece, es verdad, de aquellos que no están tan impregnados de maldad como para no poder salvarse por un milagro:
“Entonces Jesús, clavando en ellos sus ojos llenos de indignación, y deplorando la ceguedad de su corazón, dice al hombre: Extiende esa mano. Extendióla, y quedóle perfectamente sana” (Mc III, 5).
Pero muchos perecerán en su ceguera:
“Y Él les decía: A vosotros se os ha concedido el saber o conocer el misterio del reino de Dios; pero a los que son extraños o incrédulos, todo se les anuncia en parábolas: de modo que viendo, vean y no reparen; y oyendo, oigan y no entiendan: por miedo de llegar a convertirse, y de que se les perdonen los pecados” (Mc IV, 11-12).
No es de extrañar, a la vista de tal rigor, que el “gentil rabí de Galilea” infundiera a veces verdadero terror, incluso a sus más allegados:
“Ellos empero no comprendían cómo podía ser esto que les decía, ni se atrevían a preguntárselo” (Mc IX, 31).
No causarían ciertamente menos terror profecías como esta, que demuestran hasta la saciedad que ser apóstol es vivir de la lucha, no del aplauso:
“Entretanto, vosotros estad sobre aviso en orden a vuestras mismas personas. Por cuanto habéis de ser llevados a los concilios o tribunales, y azotados en las sinagogas, y presentados por causa de mí ante los gobernadores y reyes, para que deis delante de ellos testimonio de mí y de mi doctrina” (Mc XIII, 9).
¿Por qué tanto odio hacia los predicadores del Bien?
“Yo sé que sois hijos de Abraham; pero también sé que tratáis de matarme, porque mi palabra o doctrina no halla cabida en vosotros” (Jn VIII, 37).
En cada época, habrá corazones en los que no penetrará la palabra de la Iglesia. Estos corazones se llenarán entonces de odio y tratarán de ridiculizar, disminuir, calumniar, arrastrar a la apostasía o incluso matar a los discípulos de Nuestro Señor.
Y por esta razón, Nuestro Señor dijo a los judíos:
“Mas ahora pretendéis quitarme la vida, siendo yo un hombre que os he dicho la verdad que oí de Dios: no hizo eso Abraham.
“Vosotros hacéis lo que hizo vuestro padre. Ellos le replicaron: Nosotros no somos de raza de fornicadores idólatras: un solo padre tenemos, que es Dios.
“A lo cual les dijo Jesús: Si Dios fuera vuestro padre, ciertamente me amaríais a mí; pues yo nací de Dios, y he venido de parte de Dios: que no he venido de mí mismo, sino que él me ha enviado.
“¿Por qué, pues, no entendéis mi lenguaje? Es porque no podéis sufrir mi doctrina” (Jn VIII, 40-43).
No es de extrañar, pues, que sus propios milagros suscitaran odio.
Esto es lo que sucedió después del estupendo milagro de la resurrección de Lázaro:
“Dicho esto, gritó con voz muy alta o sonora: ‘Lázaro, sal afuera’. Y al instante el que había muerto, salió fuera [de la tumba], ligado de pies y manos con fajas, y tapado el rostro con un sudario.
“Díjoles Jesús: ‘Desatadle, y dejadle ir’.
“Con eso muchos de los judíos que habían venido a visitar a María y a Martha, y vieron lo que Jesús hizo, creyeron en él. Mas algunos de ellos se fueron a los Fariseos y les contaron las cosas que Jesús había hecho” (Jn XI, 43-46).
Ante esto, ¿cómo pretenden los apóstoles permanecer siempre en la estima de todos? ¿No se dan cuenta de que en esta estima general hay a menudo un indicio ineludible de que ya no están con Nuestro Señor?
De hecho, todo verdadero católico tendrá enemigos:
“Si el mundo os aborrece, sabed que primero que a vosotros me aborreció a mí. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que os entresaqué yo del mundo, por eso el mundo os aborrece.
“Acordaos de aquella sentencia mía, que ya os dije: No es el siervo mayor que su amo. Si me han perseguido a mí, también os han de perseguir a vosotros: como han practicado mi doctrina, del mismo modo practicarán la vuestra. Pero todo esto lo ejecutarán con vosotros por causa y odio de mi nombre; porque no conocen al que me ha enviado. Si yo no hubiera venido, y no les hubiera predicado, no tuvieran culpa de no haber creído en mí; pero ahora no tienen excusa de su pecado.
“El que me aborrece a mí, aborrece también a mi Padre” (Jn XV, 18-23).
El siguiente texto también va en este sentido:
“Estas cosas os las he dicho, para que no os escandalicéis ni os turbéis. Os echarán de las sinagogas; y aún va a venir tiempo en que quien os matare, se persuada hacer un obsequio a Dios” (Jn XVI, 1-2).
También:
“Yo les he comunicado tu doctrina, y el mundo los ha aborrecido, porque no son del mundo, así como yo tampoco soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal”. (Jn XVII, 14-15).
En cuanto a los aplausos estériles e inútiles del diablo y sus secuaces, veamos cómo hay que tratarlos:
“Sucedió que yendo nosotros a la oración, nos salió al encuentro una esclava moza, que estaba obsesa o poseída del espíritu Python, la cual acarreaba una gran ganancia a sus amos haciendo de adivina.
“Esta, siguiendo detrás de Pablo y de nosotros, gritaba diciendo: Estos hombres son siervos del Dios altísimo, que os anuncian el camino de la salvación. Lo que continuó haciendo muchos días. Al fin, Pablo no pudiendo ya sufrirlo, vuelto a ella, dijo al espíritu: Yo te mando en nombre de Jesucristo que salgas de esta muchacha. Y al punto salió” (Hch XVI, 16-18).
Ciertamente debemos alegrarnos cuando, desde el campo del adversario, recibimos algún aplauso de un alma tocada por la gracia que comienza a acercarse a nosotros. Pero qué diferente es este aplauso de la alegría falaz y turbulenta de los malvados cuando ciertos apóstoles ingenuos les presentan, mutiladas y mutiladas, algunas verdades que se asemejan a los errores de la maldad. En este caso, los aplausos no significan un movimiento de las almas hacia el bien, sino la alegría que experimentan porque creen que la Iglesia no quiere arrancarlas al mal. Son los aplausos de quienes se alegran de poder continuar en el pecado, y significan un embotamiento aún mayor del mal. Debemos evitar esos aplausos. Y por eso, quien no acepta la impopularidad está en conflicto con el Nuevo Testamento:
“No extrañéis, hermanos, si os aborrece el mundo” (1 Jn III, 13).
Causar irritación a los malvados es a menudo el fruto de acciones muy nobles:
“y los que habitan la tierra, se regocijarán con ver los muertos, y harán fiesta; y se enviarán presentes los unos a los otros, se darán albricias, a causa de que estos dos Profetas atormentaron con sus reprensiones a los que moraban sobre la tierra” (Ap XI, 10).
Se equivocan gravemente quienes piensan que siempre que se predique la doctrina católica de forma modélica con la palabra y el ejemplo, arrancará el aplauso unánime. San Pablo lo dice:
“Y ya se sabe que todos los que quieren vivir virtuosamente según Jesucristo, han de padecer persecución” (2 Tim III,12).
Como se desprende de este texto, es la vida piadosa la que exacerba el odio de los malvados. No se odia a la Iglesia por las imperfecciones que se han observado en uno u otro de sus representantes a lo largo de los siglos. Estas imperfecciones son casi siempre meros pretextos para que el odio de los malvados hiera lo que hay de divino en la Iglesia.
El buen olor de Cristo es un perfume de amor para los que se salvan, pero suscita odio en los que se pierden:
“porque nosotros somos el buen olor de Cristo delante de Dios, así para los que se salvan, como para los que se pierden; para los unos, olor mortífero que les ocasiona la muerte; mas para los otros, olor vivificante que les causa la vida” (2 Cor II, 15-16).
Como Nuestro Señor, la Iglesia tiene la máxima capacidad de hacerse amar por individuos, familias, pueblos y razas enteras. Pero por eso mismo, como Nuestro Señor, tiene la propiedad de ver levantarse contra ella el odio injusto de individuos, familias, pueblos y razas enteras. Para el verdadero apóstol, poco importa ser amado si ese amor no es expresión del amor que las almas tienen o al menos comienzan a tener a Dios, o, en todo caso, no contribuye al Reino de Dios. Cualquier otra popularidad es inútil para él y para la Iglesia. Por eso decía San Pablo:
“Porque en fin, ¿busco yo ahora la aprobación de los hombres, o de Dios? ¿Por ventura pretendo agradar a los hombres? Si todavía prosiguiese complaciendo a los hombres, no sería yo siervo de Cristo” (Gal I, 10).
Como se ve, la aprobación de los hombres debía más bien asustar al apóstol de conciencia delicada que animarle: ¿no habría descuidado la pureza de la doctrina para ser tan universalmente estimado? ¿Está seguro de haber azotado la impiedad como era su deber? ¿Se encuentra realmente en una de esas situaciones como Nuestro Señor el día de Ramos? En este caso, una advertencia: recuerda cuánto valen los aplausos humanos y no te aferres a ellos. Mañana, tal vez, habrá falsos profetas que atraerán a la gente predicando una doctrina menos austera. Y el hombre que ayer mismo fue aplaudido tendrá que decir a los que le alababan:
“Con que, por deciros la verdad, ¿me he hecho enemigo vuestro? Esos falsos apóstoles procuran estrecharse con vosotros; mas no es con buen fin, sino que pretenden separaros de nosotros, para que los sigáis a ellos. Sed, pues, celosos amantes del bien, con un fin recto, en todo tiempo; y no solo cuando me hallo yo presente entre vosotros.
“Hijitos míos, por quienes segunda vez padezco dolores de parto, hasta formar enteramente a Cristo en vosotros; quisiera estar ahora con vosotros, y diversificar mi voz según vuestras necesidades; porque me tenéis perplejo sobre el modo con que debo hablaros” (Gal IV, 16-20).
Pero este lenguaje no puede cambiarse; el interés de las almas lo impide. Y si no se hace caso de la advertencia, la popularidad del apóstol se derrumbará de una vez.
Entonces, si [el apóstol] no tuviere un espíritu desprendido y varonilmente sobrenatural, se irá arrastrando tras de quienes le abandonan, diluyendo principios, corroyendo y desfigurando verdades, rebajando y abaratando preceptos para salvar los últimos fragmentos de esa popularidad de la que, sin querer, ha hecho un ídolo.
¿Qué comportamiento podría diferir más profundamente de este que el elevado espíritu con el que Nuestro Señor, profundamente entristecido, llevó a cabo su lucha directa e intransigente contra la maldad hasta la muerte y muerte de Cruz?
Si las verdades dichas con claridad son a veces motivo para que los malvados se emboten en el mal, cuán grande es la alegría del apóstol que pudo superar su espíritu pacifista y, con golpes contundentes, salvar almas.
“Por lo que, si bien os contristé con mi carta, no me pesa; y si hubiese estado pesaroso en vista de que aquella carta os contristó por un poco de tiempo; al presente me alegro, no de la tristeza que tuvisteis, sino de que vuestra tristeza os ha conducido a la penitencia. De modo que la tristeza que habéis tenido ha sido según Dios, y así ningún daño os hemos causado, puesto que la tristeza que es según Dios produce una penitencia o enmienda constante para la salud; cuando la tristeza del siglo causa la muerte.
“Y sino ved lo que ha producido en vosotros esa tristeza según Dios, que habéis sentido: ¿qué solicitud, qué cuidado en justificaros, qué indignación contra el incestuoso, qué temor, qué deseo de remediar el mal, qué celo, que ardor para castigar el delito? Vosotros habéis hecho ver en toda vuestra conducta, que estáis inocentes en este negocio” (2 Cor VII, 8-11) (San Pablo se refiere al caso de un incestuoso, mencionado en la 1ª epístola).
Este es el gran y admirable premio de los apóstoles que fueron lo suficientemente sobrenaturales y clarividentes como para no hacer de la popularidad la única regla y el deseo supremo de su apostolado.
No retrocedamos ante los fracasos momentáneos, y Nuestro Señor no negará a nuestro apostolado idénticos consuelos, los únicos a los que debemos aspirar.