“Folha de S. Paulo”, 9 de mayo 1971 (*)
Algunos historiadores contemporáneos están dando nuevo vigor al concepto de sociedad, de orden, en oposiciónn a la sociedad de clase. Simplificando un poco, se puede decir que —según la opinión de esos historiadores— la sociedad de orden es aquella en la que la estratificación de las categorías sociales se hace según dos criterios que se conjugan:
1) La misión especial de cada estrato, u orden, en la nación.
2) El grado de dignidad atribuido a esa misión, según criterios abstractos, en general religiosos o metafísicos.
Tomaremos un ejemplo entre otros muchos. En casi todas las naciones cristianas de Europa, hasta la Revolución Francesa, la primera categoría social era el clero (al que podían acceder, como es sabido, grandes y pequeños). Se fundaba esa preeminencia en el carácter sagrado del sacerdocio, y también en el hecho de que estaba a su cuidado casi todo el peso que hoy se atribuye a los Ministerios de Educación y de Sanidad.
El segundo estrato social era el de los guerreros, esto es, de los nobles, a quienes correspondía fundamentalmente la misión de derramar la sangre por su patria. Lo propio del verdadero noble era ser guerrero. Y lo propio del guerrero insigne era ser noble. Por eso fueron incontables los plebeyos elevados a la nobleza por hechos de guerra. En la nobleza, aunque de forma menos marcada, también figuraba la magistratura, por la respetabilidad de la función jurídica, etc. etc.
¿Qué hacía en todo esto el dinero? El dinero era considerado un complemento útil y, en cierta medida necesario, de la situación de una persona. Por ejemplo, un obispo, un general, un diplomático solían tener los recursos necesarios para mantener decentemente su situación. Pero el respeto de que gozaban —y es esto lo que nos interesa recalcar— no estaba marcado por el peso del dinero, sino por la respetabilidad intrínseca de su función.
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Iniciada ya la década de los treinta, se produjo un debilitamiento de los antiguos conceptos honoríficos, como criterios de estratificación social y se fue introduciendo una mentalidad diversa, presentando en la sociedad capitalista aspectos del clasismo marxista.
Recuerdo un pequeño hecho que ilustra bastante bien este cambio de mentalidad. Hablaba yo, no hace mucho tiempo, con un coetáneo al que le habían ido muy bien sus negocios. Me contaba que, al iniciar su carrera, quería ser general. Para esto, entró en la Academia Militar. En determinado momento, ocurrió un desastre en su casa. Y él, para ayudar a los suyos, tuvo que interrumpir los estudios y entregarse a los negocios.
— “¡Mira, Plinio, que suerte tuve! —me dijo con énfasis—. Si no fuese por la obligación de dedicarme a la familia, hoy sería un simple general”.
La verdad es que me quedé pensativo… “¡un simple general!”
Entonces, ¿ser un gran hombre de negocios es más que un gran general? ¿O más que un gran magistrado? ¿Más que un agricultor o más aún que un diplomático de realce? ¿O más, en fin, que un abnegado eclesiástico, incumbido de representar a Nuestro Señor Jesucristo en la tierra: Sacerdos alter Christus?
Reconocer al capital, en cuanto factor de producción económica, la gran importancia que tiene según las circunstancias de nuestros días, nada más justo. Pero proclamar, por esta forma, la absoluta superioridad del tener dinero sobre todos o casi todos los factores intelectuales, religiosos o morales de prestigio, ¿no es colocar la economía como valor supremo? ¿Y no se cae así, inadvertidamente, en el marxismo?
(*) Trechos del artículo publicado en la “Folha de S. Paulo”. Para leer el texto integral basta pinchar.