“Santo del Día” – 28 de junio de 1986
A D V E R T E N C I A
Este texto es adaptación de extracto de transcripción de cinta grabada con la conferencia del profesor Plinio Corrêa de Oliveira dirigida a socios y cooperadores de la TFP . Conserva, por tanto, el estilo coloquial y hablado, sin haber pasado por ninguna revisión del autor.
Si el profesor Plinio Corrêa de Oliveira estuviera entre nosotros, sin duda pediría que fuera colocada una explícita mención a su filial disposición de rectificar cualquier eventual discrepancia en relación con el Magisterio inmutable de la Iglesia. Es lo que hacemos constar, con sus propias palabras, como homenaje a tan escrupuloso estado de espíritu:
“Católico apostólico romano, el autor de este texto se somete con filial ardor a las enseñanzas tradicionales de la Santa Iglesia. No obstante, si por lapso, algo en él hubiera en desacuerdo con dichas enseñanzas, desde ya y categóricamente lo rechaza”.
Las palabras “Revolución” y “Contra-Revolución”, son aquí empleadas en el sentido que se les da en el libro “Revolución y Contra-Revolución”, cuya primera edición apareció publicada en el número 100 de la revista “Catolicismo”, en abril de 1959.
Catedral de Notre Dame: Comentario sobre el rosetón * Una combinación de equilibrio, armonía y majestuosidad que desagrada profundamente al espíritu revolucionario * Todas estas cosas tan diferentes se reúnen de una manera tan tranquila, tan apacible y, sin embargo, tan interesante, que uno las mira indefinidamente y te llenan de asombro. En otras palabras, las veneras y sientes ternura.
[Se exhiben diapositivas de la catedral de Notre Dame de París, se levantan algunas cuestiones y el Prof. Plinio comenta:
Para responder a una de las preguntas, tendría que volcarme sobre toda una explicación que me llevaría mucho tiempo. Así que voy a ir directamente al hecho concreto y a partir de ese hecho concreto, pretendo dar una explicación.
Ustedes han mostrado estas fotografías. Digamos que pudiésemos hacer un test: tomar estas diapositivas y proyectarlas por 20 escuelas de São Paulo, a chicos de vuestra edad. De repente, el profesor les dice que cierren las cortinas de las ventanas: «aquí se va a proyectar una serie de fotografías de una catedral, la catedral de Notre Dame de París» y uno de ellos dice: «¿Dónde está París?». Capital de Francia. «¿Dónde está Francia? En Europa. «! Ah!, sí, ya he oído hablar de ella…». (Risas) Nuestros chicos tienen una buena cultura. La palabra Europa no es extraña a sus oídos…
Y, de repente, después de la proyección, el profesor explicase: «Es una catedral, construida en la Edad Media. Fue remodelada cuidadosa e inteligentemente en el siglo pasado, y aquí está, en París, enormemente visitada por turistas de todo el mundo. Ahora siéntense, tienen aquí papel y cinco minutos para describir las impresiones que les ha causado la Catedral».
«Tengo una pregunta: ¿es bonita esta catedral, es agradable de ver? Segunda pregunta: ¿les gustaría vivir en un edificio de este estilo? Tercera pregunta: ¿le gustaría vivir en una ciudad construida en este estilo y no marcharse nunca?»
Tengo la impresión, para no alargar demasiado nuestra exposición, tengo la impresión de que las cosas se distribuirían así: en una clase de cien alumnos, 50 serían más o menos indiferentes al tema, contestarían sin calor, ni a favor ni en contra, ni estarían muy definidos a favor o en contra, ni entenderían cuál es el sentido de estar a favor o en contra. Dirían cualquier cosa para llenar el papel y para que el profesor no les aborreciera.
30 responderían con cierta simpatía.
15 responderían con odio.
5, como mucho, responderían con entusiasmo.
¿Creen que esta distribución da más o menos la idea de cómo andan las cosas por ahí, o no? Con entera libertad, no busquen concordar o discordar. Los que piensen que sería más o menos esa la proporción, levanten la mano para hacerme una idea.
Ahora, en cuanto a vivir en un edificio así, tengo la impresión de que a la mayoría no le gustaría, incluso los indiferentes dirían «no, no quiero». Los del odio también dirían «nunca, es horrible». Y de los entusiastas, uno o dos de los cinco, responderían con un entusiasmo aún mayor. Los otros, los propios entusiastas, dirían: «Es aceptable, pero no es para tanto».
¿Y vivir en una ciudad así? ¿Cómo sería? ¿Les gustaría o les disgustaría?
Creo que casi todos dirían que no.
Una vez hice una pregunta así, hace muchos años, en la Sede del Reino de María (*), aun en la calle Pará. Después de proyecciones con cosas muy bonitas de la Edad Media— pero no solo iglesias, sino casas, ciudades y demás—, a la gente, encantada, les pregunté: imaginen que hubiera una isla en la bahía de Guanabara, (Río de Janeiro, famosa por su belleza), toda construida así, con todos los habitantes vestidos a la Edad Media y con una mentalidad de la Edad Media.
Todavía no habían inventado la palabra fenomenal, pero esa fue más o menos su reacción: muy bueno, etc., etc.
Les dije: «Pero, [para vivir allí], una condición: nunca, nunca, nunca podrían ir a Río de Janeiro; nunca podrían salir de esta ciudad medieval para entrar en una ciudad moderna. La Edad Media los acogería en sus brazos, como la mano que acoge a un niño travieso y no lo deja saltar de su brazo porque podría hacer alguna tontería. Esa sería la condición: quiso ir a Río, estaba expulsado. Todos los días un barquito, una lancha de Río, se detiene en el muelle y pregunta por quién quiere irse. Se es libre de irse, no de volver. Si va, no vuelve.
No hubo ni una sola persona en la sala que quisiese vivir en esas condiciones. Les gustaría pasar tres o cuatro días al año en Río. Les pregunté por qué y no me contestaron. Les pregunté si era para oler la gasolina… creo que sí.
Por supuesto, la gasolina es un símbolo aquí, es el hedor de la civilización moderna, el hedor aceitoso de la civilización moderna.
Ahora, ¿por qué es eso? ¿No sería normal que todos quisieran vivir dentro de ella? ¿Por qué hoy, ellos mismos, reconocen la tontería que hicieron? El espíritu católico ha entrado más en ellos y lo reconocen. ¿Por qué en una sala aquí tan llena de gente nueva, acentuada por la presencia de unos pocos mayores, por qué en esta sala la inmensa mayoría exclama «¡oh!», «¡oh!», «¡fenomenal!», al ver estos cuadros, que serían objeto de reacciones tan diferentes en una sala de gente de su edad? ¿Por qué?
Si se examina cualquiera de estas fotografías, se encontrará algo que puede explicarse por esta regla de la psicología humana: al hombre le gusta sentir varias cosas. La pluralidad de sensaciones de lo heroico, lo dulce, lo retraído, lo expansivo, lo afable, lo digno, lo áspero, lo majestuoso, lo agresivo, el alma del hombre pide pasar sucesivamente por todos estos estados de ánimo.
Y no solo eso, sino que pide pasar por estos diversos estados de ánimo en los diversos grados que posee. Un hombre que nunca ha tenido ocasión de indignarse en su vida se preguntaría: ¿cómo será la indignación? Y estaría encantado en el día en que alguien le hiciera indignarse. Su alma habría viajado a los campos desconocidos de la indignación. Es como un viaje. Experimentar un estado de ánimo que no se ha experimentado es como un viaje.
En la indignación, querría subir la torre de la indignación hasta el pináculo más alto. Querría conocer todos los estados, todos los pisos, los escalones de la indignación y llegar al furor de la indignación. Pero también le gustaría subir a la torre del entusiasmo, entusiasmarse por algo hasta su auge.
En términos más prácticos, aunque el hombre está hecho para la llanura, le gusta escalar montañas. Cuando está en la montaña, le gusta bajar a la llanura. Cuando está en la llanura, le gusta escalar montañas. Cuando está en el interior de un país, tiene sed de litoral. Y cuando está en la costa, tiene sed de la selva virgen del interior. Esta es la naturaleza de la vida humana, porque Él hizo todas las cosas para el hombre, e hizo al hombre para todas estas cosas. Así que el alma humana quiere sentir todo esto. Y esto rectamente —lo rectamente es el asunto, ahí es donde se complica—, el hombre rectamente quiere, es decir, es correcto que el hombre quiera sentir todo esto.
Es natural que un hombre quiera indignarse, siempre que se indigne con razón, no la indignación de un cretino neurasténico que se enfada sin motivo. Que un hombre quiera entusiasmarse, siempre que no sea el entusiasmo de un papanatas que se entusiasma con cualquier cosa de bisutería, sino un hombre que tenga la cabeza bien puesta, ve una joya y se entusiasma.
Bueno, que un hombre quiera lo que sea, quiera coger algo mono, una florecita que encuentra en el campo, agacharse, inclinarse, coger la flor, olerla, admirarla, guardarla, ponérsela en la solapa, eso es algo normal. Lleva la flor a casa, la pone en un jarroncito, la mira un rato. Sonríe: ¡qué flor más graciosa! Es normal. El alma humana quiere, sin pecado, sentir todas estas cosas.
Pero sentir hacia cosas que no son pecados. Quiere tener estas disposiciones hacia las cosas que no son pecados, las cosas que son rectas. Es decir, debe querer. Desgraciadamente, a causa del pecado original, a causa de la tentación del demonio, tiende hacia un mundo de porquerías, pero en su rectitud está bien que quiera eso, es normal que quiera eso.
Pero no se trata solo de querer todas esas cosas, sino de quererlas ordenadamente. ¿Qué es ordenadamente?
Por ejemplo, un hombre debe sentir la necesidad de enfadarse algunas veces en su vida. Pero no tiene sentido querer enfadarse todo el tiempo. Es una bestia, ¡es un animal! ¿De qué sirve un animal así? Azótale para que aprenda… para que aprenda a enfadarse cuando sea el momento. Después del momento, león tranquilo.
Es normal que un hombre quiera sentirse feliz. Es un día hermoso, se va de excursión, está feliz. Pero ir por ahí como un tonto, levantándose contento todos los días, es de idiota. Deja la cara de tonto, ponte serio. La vida es dura para todos, también lo es para ti. Si tu día no es duro, tu día no es bueno y tú tampoco. Porque en la vida de todo hombre serio, ¡pasan cosas duras todos los días! Y si no las hay en tu vida, es porque no eres serio. ¡Raus, fuera! Fuera contigo. Es lo normal.
Todas las cosas tienen que ser proporcionadas dentro de un hombre. Cuando estas cosas están proporcionadas, aparece una belleza dentro del alma del hombre, un equilibrio hecho de sentido común. Utilizo la palabra sentido común. El sentido común es precisamente la manera en que todas las cosas en un hombre están equilibradas racionalmente, razonablemente, de tal manera que todo hacia lo que el hombre se inclina esté de acuerdo con la ley de Dios, de acuerdo con la razón, de acuerdo con el orden natural de las cosas establecido por Dios, de acuerdo con el orden interior que debe reinar en él. Así debe ser el hombre.
Cuando el hombre es así, se convierte en una obra maestra del Universo. Porque no hay nada más bello en el Universo que el alma de un hombre que está en estado de gracia. Si pudiéramos ver directamente el alma de un hombre que está en estado de gracia, nos daríamos cuenta de que la catedral de Notre Dame —que tanto admiro, pero la admiro hasta el fondo del alma— la catedral de Notre Dame no vale nada, es bisutería. Porque en esa alma, en ese momento, habita la gracia de Dios, porque es templo del Espíritu Santo y en ella resplandece, al menos en sus elementos esenciales, todo el orden maravilloso que Dios ha puesto en su obra maestra en esta tierra. La obra maestra de Dios en esta tierra es el alma humana.
Entonces vemos una hermosa iglesia —cuántas veces he visto escenas como esta—: a las 4 o 5 de la mañana se abrían las iglesias, en la época preconciliar —no sé cómo es hoy— y empezaban las Misas. En todos los altares, Nuestro Señor Jesucristo comenzaba a inmolarse en el sacrificio incruento del altar, a renovar el sacrificio del Calvario de forma incruenta, es decir, sin efusión de sangre. Era temprano, por la mañana, los pájaros cantaban en los árboles de los jardines, en el tiempo en que había casas y jardines alrededor de estos barrios [N.C.: el autor habla del barrio en que vivía entonces, Campos Elíseos, en São Paulo], y veíamos a los más pobres que llegaban por la mañana para rezar y comulgar.
Recuerdo una vez, aquí en la iglesia del Inmaculado Corazón de María, haber visto entrar a una mujer de color, que tendría unos 50 años, y entraba muy despacio, muy despacio. Y a mí, que siempre me ha gustado analizar las almas —siempre me ha parecido lo más interesante de la vida analizar las almas, cómo son, cómo se mueven, por qué hacen las cosas, me ha parecido muy interesante toda la vida—, vi entrar a aquella mujer negra, no era negra, era una mulata en el medio, muy mulata, a medio camino entre blanca y negra, entrando tranquila, callada, obesa, llevando con dificultad el peso de su propio cuerpo, y arrastrando una pierna. Y yo quería saber el secreto de esta alma.
Entonces, discretamente, sin que ella se diera cuenta de que le estaba observando, me puse en un lugar donde ella pasase cerca de mí. Cuando pasó, miré porque arrastraba la pierna. Una de sus piernas, la izquierda precisamente, estaba muy hinchada, y llevaba una enorme zapatilla para que su pobre pie hinchado pudiera caminar sobre ella. Y caminaba con dificultad, porque probablemente ni siquiera tenía bastón, la pobre, y caminaba despacio, despacio, despacio, sin prisa, sin revuelta, sin desesperación, resignada y casi ofreciendo a Dios cada paso difícil que daba.
Así, sin detenerse ni un momento, subió los tres o cuatro escalones que hay en la escalera exterior de la iglesia del Corazón de María, se detuvo en la cima como quien ha conquistado la iglesia y respiró un poco.
Pobrecita, estaba cerca de mí, no olía bien, la pobre mujer no se lavaba bien, pero tenía el alma limpia. Era un alma recta y bien intencionada. Descansó un rato. Creo que la pierna dejó de dolerle un poco y entró. Caminó con un solo paso hasta uno de los primeros bancos de la iglesia. Allí se sentó con mucho cuidado y empezó a mirar a su alrededor. El sacerdote aún no había entrado para la Misa.
Pensé: «¡Qué maravilla, es un alma recta y limpia!». Toda su envoltura carnal estaba afectada, minada por la enfermedad, la falta de cuidados, etc., ¡pero su mirada era limpia, era recta, era serena, era equilibrada!
Si tuviese que pedir consejo a esta mujer, sería más fácil pedírselo a ella que a muchas personas que conozco, perfumadas, bien arregladas, adornadas, etc., etc., que solo dan contra-consejos, solo abren la boca para dar contra-consejos.
Me daba la impresión de ser una pobre mujer que llevaba otras cargas en su vida. Me daba la impresión de que tendría un marido que la habría abandonado, que tendría hijos que también la habrían abandonado y que vivía en algún sótano húmedo de la calle Barão de Tatuí [N.C.: calle en frente a la iglesia]. Sin embargo, caminó, caminó, caminó. Conquistó a un admirador anónimo, y nunca soñó con que su ejemplo sería mencionado con tanto detalle en un auditorio de 400 a 500 personas. Nunca imaginó que un joven que la miraba pensaría en ella y reflexionaría de tal manera. Eso es lo que ocurrió.
El equilibrio del alma humana puede verse de forma hermosa incluso en cuerpos pobres que se han deteriorado tanto. Qué hermoso era el equilibrio de San Lorenzo, el famoso mártir de la época romana, que fue asado vivo, tanto que sus piernas y brazos quedaron suspendidos y empezaron a asar como un pollo. Hasta tal punto que todo su cuerpo empezó a incendiarse, y la manteca que goteaba de sus brazos caía sobre su torso y aumentaba la llama que había sobre su propio torso. ¡Es algo horrible! Pero hay que contar estas cosas, no es de mal gusto contarlas, hay que contarlas, ¡así es la vida!
San Lorenzo, —dicen las actas del martirio—, estaba sereno, estaba tranquilo, incluso sonreía. Y cuando terminó de quemarse por arriba, dijo: «Ahora ponedme boca abajo porque ya estoy quemado por arriba».
No se puede imaginar un espectáculo más horrendo que un hombre derritiéndose como manteca; es horroroso. Pero para ver la mirada de San Lorenzo ahora mismo, ¡daría cualquier cosa! Estaría presenciando un espectáculo del que, en otras circunstancias, huiría despavorido. ¿Por qué? Vería la mirada de un hombre que ama a Dios. Y Dios brilla en la mirada del hombre que le ama: en esa mirada vería a Dios.
Horror físico, la naturaleza de todos nosotros se estremece cuando escuchamos una historia así. No importa. Veríamos a Dios en una mirada. Es decir, veríamos la santidad de Dios, veríamos lo que podríamos llamar —con relación a Dios, la expresión puede no ser del todo correcta, Dios trasciende eso—, el equilibrio de Dios. Podríamos decirlo así: hemos visto la armonía de todas las virtudes insondables de Dios pasar por los ojos de un hombre, y nos invadiría la admiración.
No hay Bahía de Guanabara, no hay Notre Dame, no hay Louvre, no hay nada que lo compense: ¡vi una mirada que veía a Dios!
Como esto está más o menos en el fondo del alma —más o menos conscientemente— de todo católico que vive en estado de gracia, de todo católico que tiene fe y que trata de vivir según Dios, sucede que cuando vamos a ver una obra maestra tan equilibrada como Notre Dame, que lleva el equilibrio a un extremo que no se podría imaginar, hay ahí una perfección y un sumum de énfasis, de fuerza en el equilibrio, y vemos esas torres, especialmente la flecha, que es esa esbelta torre en medio de la catedral que sube, tenemos la impresión de que nuestra alma también sube.
Por eso, se comprende que cualquiera que sea hijo de la Revolución (**), que sea hijo de este siglo, ¡no puede sentir verdadera simpatía por Notre Dame! Porque no entienden este equilibrio. Para él, este equilibrio es una especie de lecho de tortura, porque solo encuentra alegría, solo encuentra bienestar haciendo cosas desatinadas y desequilibradas. Dice cosas exageradas, miente exageradamente, cuando dice la verdad solo la dice por casualidad, e incluso entonces sigue exagerando, no es toda la verdad; quiere las cosas excesivamente, vive de pasiones, de frustraciones, de decepciones, de angustias, de frenesí, ¿cómo puede apetecer un edificio donde ese equilibrio se revela tan magnífico, sereno, fuerte, luminoso? Además, y esto le hace sentirse aún menos cómodo, ¡es hermoso! Si fuera feo, [el hijo de la Revolución] podría explicarse: no lo quiero, es demasiado feo. Pero es tan bonito que no puede evitar decir que es muy bonito.
Entonces, miserable, ¿por qué no te gusta? Él no dará la razón que yo voy a dar, pero sabe que esa es la razón: es porque en su alma él es hediondo, es feo.
Así que me parece que lo mejor sería proyectar una de las diapositivas, la mejor sería una de las diapositivas de esos rosetones laterales y veamos el equilibrio que hay, analicemos esta noción de equilibrio. O quizás de la fachada, que es más fácil de captar.
Aquí está la fachada. La fachada de una belleza perfecta, alegría de toda la tierra.
¿Cómo analizar esta fachada para hacernos una idea de su equilibrio?
Notemos tres partes distintas. Una parte es la que va desde los 3 portales de entrada y termina con esa enorme galería de estatuas que se encuentran allí. Estas estatuas dan la espalda a una terraza que voy a analizar dentro de un momento. Se puede ver la barandilla de la terraza allí y se puede ver, justo detrás, una imagen de Nuestra Señora, sosteniendo al Niño Jesús en sus brazos. Esta es ya la segunda parte del edificio.
En la segunda parte del edificio, que va desde la terraza hasta esa serie de columnas de la parte superior, que separa la terraza de las torres. Hay un gran rosetón central, todo de vidrieras. En el rosetón central hay una parte más central, delimitada por una obra de piedra que, vista aquí desde la diapositiva, parece más clara que el resto de la bellísima piedra de color ámbar de la que está hecha la catedral.
Luego hay un círculo aún más pequeño en el interior. Este círculo más pequeño toca la cabeza de Nuestra Señora. Y la idea que está implícita es que el rosetón es el resplandor de la cabeza de Nuestra Señora. Pero como cada rosetón es el centro de la catedral, la idea que se hace más confusa, pero realmente cierta, es que la catedral es un himno a Nuestra Señora.
¿Qué hace la Virgen allí? Tiene al Niño Jesús en sus brazos. Con la sonrisa más inefable de una Reina y Madre, mira al Niño Jesús. El alma se siente así transportada por el entusiasmo y el deseo de subir más alto. ¿Qué nota ella allí?
Hay una serie de columnas, la galeria calada. En la parte central es más claro que no hay nada detrás, es el vacío. Es una columnata que lleva a otra pequeña columnata paralela. El resto es vacío. Hay una torre al fondo, pero la torre está cerrada, es como si nada.
¿Qué hacen estas columnatas? Algo que parece sin sentido: soportan, —estas columnatas, tan frágiles, tan vacías, tan elegantes, tan armoniosas que parecen hermanas que se tocan las manos—, estas columnatas soportan el peso de dos torres. Pero nadie tiene la impresión de que la torre vaya a aplastar la columnata. Nadie dice: qué horror, ¿torres colosales como esa aplastando la columnata? No, no. Pensamos que es natural, pensamos que es un bonito contraste, tan bonito que si alguien que ha prestado más atención no nos lo muestra, puede que ni nos demos cuenta.
Por detrás, se ve la flecha de Notre Dame elevándose, justo en medio de las dos torres. La fotografía no da esa impresión, pero está justo en medio de las dos torres, fina. El resto es cielo.
Es cierto que las torres no se terminaron y que habrían tenido una parte más alta. Nadie puede imaginar lo que podría ser. Nadie se atreve a completar algo que, cuando lo miras, tienes la impresión de que no está completo. ¿Y dónde está el talento para completar algo tan admirable? Nadie se atreve. No se encontraron los planos que debían seguir los arquitectos, nadie se atrevió a tocarlo.
Ahora, considera estas diversas partes en relación unas con otras. ¿No dan la impresión de armonía? Bueno, ¿qué armonía?
Hay tres portales en la parte inferior. El del centro es un poco más grande, los de los lados son un poco más pequeños. Realmente no se puede decir si son más grandes o más pequeños. La diferencia es muy pequeña. Pero imaginen si los portales tuvieran la misma altura, sería aburrido.
En la parte superior esta galería tiene reyes, todos los reyes de Francia. La Revolución Francesa, siempre ella misma, cogió estas esculturas y las decapitó a todas, porque como los bandidos habían guillotinado al rey y a la reina, querían guillotinar a todos los reyes. Parece que eran reyes del Antiguo Testamento y reyes de Francia, ya no estoy seguro.
Hace poco, en un edificio cerca de Notre Dame, en los cimientos de un banco, querían hacer construcciones. Y encontraron estas cabezas que la Revolución Francesa había decapitado, depositadas en el subsuelo del banco. Pero no en el subsuelo, estaban enterradas bajo tierra. Y cuando fueron a investigar, resultó que era un hombre piadoso que vivía cerca y enterró esas cabezas allí, porque no estaba satisfecho con la decapitación.
Llegó un día en que manos justicieras sacaron todas esas cabezas de la tierra e intentaron colocarlas en los troncos de los reyes. Pero, por desgracia, decidieron que no quedaba bien, que no había forma de sujetarlas bien, lo que fuera. Tengo mis sospechas de que fueron actitudes malsanas. Estas cabezas, sin embargo, eran hermosas obras de escultura y se llevaron todas al Museo de Cluny, el museo de las cosas de la Edad Media.
La ojiva del portal es la nota del piso de abajo. El piso de arriba comienza con la columnata de los reyes y termina con la columnata arriba. Y en medio hay un rosetón y dos ojivas, una ojiva a cada lado. Cada ojiva está dividida en dos. Y en el punto donde se juntan las dos ojivas hay otro rosetón.
En otras palabras, lo redondo es la nota que más llama la atención en este piso. Y redondo es lo contrario de puntiagudo, dice cualquier tonto, y es verdad. Es lo contrario, pero fíjense en la armonía. La armonía, el sentido común y el equilibrio del alma en cosas tan diversas, tan bien reunidas.
Fíjense en lo ligera, casi de juguete, que es la estatua colosal de la Virgen, flanqueada por dos ángeles.
Subiéndose, otra vez las columnitas. Arriba, la enorme mole de la torre con sus dos grandes ojivas, donde las campanas tocan gravemente a las grandes horas del año litúrgico en Francia, y a veces a las grandes horas de la historia de Francia, que son las grandes horas de la historia del mundo.
Todas estas cosas diferentes se juntan de una manera tan tranquila, tan pacífica, pero tan interesante, que uno queda mirándolas indefinidamente y se llena de asombro. De veneración y ternura. Se ve este monumento y se siente ternura hacia él. Pero si ponemos delante a una persona frenética, a una persona que baila esas danzas modernas, a un hippie, a cualquier tipo de ese género, nace una batalla. Porque o bien el individuo, a fuerza de gustarle el monumento, pierde el frenesí, o bien el individuo rechaza la santa influencia del monumento y abandona el monumento. Es una guerra que comienza y termina con la victoria de uno de los dos.
Ahora bien, para las almas que están predispuestas a aceptar esta tranquilidad, a aceptar esta calma, a aceptar esta estabilidad, para estas almas esta catedral significa mucho.
Esto explica otras cosas muy diversas. Imaginemos que en este Auditorio de San Miguel, vaya a haber una ceremonia en la que los eremitas (***) van a desfilar, van a cantar, van a desfilar con sus alabardas, etc., etc. Nos gustaría. Pero a muchos no les gustaría.
¿Por qué no les gustaría? Porque son frenéticos. Y esto es ordenado, serio, directo, tranquilo. Al frenético no le gusta el orden, le gusta el frenesí. El resultado es que no pueden entender su belleza.
En cambio, al que empieza a gustarle, por muy novato que sea, empieza a amar el orden, empieza a amar el orden sublime de las cosas, que conduce al amor de Dios.
NOTAS
(*) Sede del Reino de María – Sede del entonces Consejo Nacional de la TFP en Brasil. Actualmente sede del Instituto Plinio Corrêa de Oliveira, en São Paulo. Esta sede está consagrada al Reino de María y se denomina, en el lenguaje corriente de la TFP, Sede del Reino de María. Con esto, los miembros y cooperadores de la organización desean expresar su ardiente deseo de la plena restauración de la civilización cristiana en nuestros tiempos, de acuerdo con la promesa de Nuestra Señora en las apariciones de Fátima: Al final, mi Inmaculado Corazón triunfará. El Reino de María —como explicaron varios santos ilustres, especialmente San Luis María Grignion de Montfort— es la plena vigencia de los principios del Evangelio en la sociedad humana, tanto espiritual como temporal.
(**) Revolución — La palabra “Revolución” es aquí empleadas en el sentido que se les da el Prof. Plinio en su libro “Revolución y Contra-Revolución”, cuya primera edición apareció publicada en el número 100 de la revista “Catolicismo”, en abril de 1959. En este estudio, el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira muestra que ciertas fuerzas y corrientes de pensamiento se conjugaron, a partir del siglo XV, para destruir a la Iglesia Católica, eliminar toda nota cristiana de la cultura y de la civilización occidental, y barrer así de la faz de la tierra los frutos de la Redención de Nuestro Señor Jesucristo. Fundamentalmente, estas fuerzas manipulan el orgullo y la sensualidad, pasiones desordenadas del hombre, empleando sofismas, maquinaciones políticas, presiones económicas, persecuciones sociales, etc., a fin de realizar su obra demoledora. Es lo que el autor llama Revolución. La lucha contra la Revolución es, pues, el denominador común de todas las campañas y otras actividades de las TFPs y entidade congéneres.
(***) Eremitas – En algunas sedes de la TFP se implantó —por deseo de los miembros o cooperantes que viven o trabajan en ellas— un sistema de silencio fuera de las horas de reunión y ocio, con el fin de conseguir un clima de recogimiento propicio para el trabajo o el estudio. Esta institución se inspiró en el famoso Eremo dell’Carcere, un lugar de recogimiento de San Francisco de Asís. Por extensión los moradores de esas sedes se llamaban Eremitas.