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Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana - Vol. II

Revolución y Contra-Revolución

en las tres Américas

Editorial Fernando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

 

 

Primera edición, abril de 1995

© Todos los derechos reservados.

 

 

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NOTAS

● El Apéndice V de la presente obra ha sido realizado, bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, por una comisión inter-TFPs de Estudios Iberoamericanos.

● El Apéndice VI fue elaborado, también bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en 1993, por una comisión de Estudios de la TFP norteamericana.

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I del primer volumen.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la primera edición, abril de 1995. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


CAPÍTULO II - 1ª parte

Siglos XVII y XVIII: renovación y gradual definición de caracteres

 Al entrar en el segundo siglo de su existencia, dos territorios emergen como los polos de la civilización española en América, y conservarán ese carácter durante todo el período virreinal: Nueva España y Perú. Focos civilizadores menores se hallan en formación en otras regiones del vasto Continente: Guatemala, Chile, Nueva Granada, Quito, Río de la Plata, Venezuela. Rudimentarias pero auténticas aristocracias locales germinan tanto en las capitales como en villas distantes, algunas de las cuales —como Puebla de los Ángeles en México, Popayán en Nueva Granada, Chuquisaca (actual Sucre) en el Altoperú— alcanzarán gran esplendor.

A — América española: gran diversidad, sólida unidad, profunda catolicidad

Ya entonces la fisonomía de esas unidades políticas en formación —tanto del pueblo como de sus élites— va comenzando a presentar rasgos propios, nacidos de peculiaridades locales. Las enormes distancias que separan esos centros de poder favorecen que sus diferencias se vayan acentuando progresivamente, hasta ocasionar el surgimiento de una gran variedad de tipos humanos regionales, tanto urbanos como rurales, los cuales constituyen el origen remoto de las diferencias de mentalidad y modos de ser hoy existentes entre las naciones hispanoamericanas (y también entre comarcas dentro de un mismo país, como ocurre prototípicamente en Colombia entre regiones como Antioquia, Cundinamarca, el Cauca, Santander, la Costa atlántica, el nudo andino del Sur, etc.).

Dichas diferencias son, además, naturalmente acentuadas por circunstancias ambientales e históricas. Así, por ejemplo, mientras que en el sur de Chile se forma, al calor de la guerra de Arauco, una aristocracia militar integrada por viejas familias de hidalgos y soldados —los cuales “soportaron, diseminados en sus terrateniencias, el rigor y la adversidad de la conquista, los asaltos de los indios, los incendios, las matanzas y los robos” [1]—, en el pacificado y ameno Perú se forma una sociedad culta y brillante, en la cual hasta las clases más modestas de la población emulan pintorescamente el esplendor de las clases señoriales [2].

Sin embargo, por más fuerte y señalada que aparezca esa diferenciación de tipos locales, la misma resulta contrarrestada, en toda Hispanoamérica, por la presencia de un triple factor unificador, de valor inapreciable: la unidad de cultura, de lengua y de religión; fenómeno éste tanto más excepcional, cuanto que abarca, hasta cierto punto, también la misma América portuguesa [3].

La cohesión profunda que deriva de esa unidad es tan patente que cualquier viajero puede fácilmente sentir hasta qué punto, por encima de su gran diversidad, Iberoamérica es fundamentalmente una: un mismo bloque sociológico, cultural y religioso, de Lima a Rio de Janeiro, de Quito a Ouro Preto, de la Baja California a la Tierra del Fuego.

1. Religión Católica, el gran factor unificador del “Continente de la Esperanza''

En esa notable homogeneidad, evidentemente la mayor fuerza vinculante radica en el factor religioso. Con ocasión de las conmemoraciones del V Centenario del Descubrimiento las TFPs iberoamericanas pusieron en debido realce ese privilegio de América Latina: su carácter masivamente católico, que la hace aparecer a los ojos del mundo como el Continente de la esperanza, al decir de Pío XII [4].

En lo concerniente a Hispanoamérica, su unidad religiosa se debe, en primer lugar, a la feliz conjunción del celo apostólico de la Santa Sede con la preocupación misionera de los Reyes.

Además, si las posesiones americanas de España se mantuvieron libres del azote de herejías, ello se debió en buena medida a la política de poblamiento sostenida por los monarcas, que exigían de sus súbditos venidos a Indias, aparte de buenos antecedentes, la limpieza de sangre, es decir “no tener ascendencia de moro ni renegado, ni judío” [5], ni haber sido penitenciados por la Inquisición, tanto el postulante como sus ascendientes.

A ello debe agregarse que en América española no se produjeron invasiones militares de monta por motivos religiosos, como las desencadenadas en ese mismo siglo XVII por los musulmanes contra Europa central [6].

En el pacificado y ameno Perú se forma una sociedad culta y brillante, en la cual hasta las clases más modestas de la población emulan pintorescamente el esplendor de las clases señoriales. Arriba, Señora Principal con su esclava. Sobre estas líneas, India e Indio Principal en traje de gala. (Museo de América)

2. El bien común espiritual y la fisonomía católica de la nobleza hispanoamericana

Todo ello tuvo importantes consecuencias en el desarrollo y en la fisonomía de la élite hispanoamericana. Mientras que la dedicación al bien de la Cristiandad y del Estado —razón de ser de la clase noble— había impulsado a sus antepasados a promover una secular guerra de reconquista contra los moros, en las élites de América esa dedicación cambia substancialmente de aspecto. No encontraron aquí musulmanes que repeler y expulsar, sino aborígenes por someter, convertir y civilizar.

Hubo, por cierto, enfrentamientos militares con tribus recalcitrantes en su paganismo, pero en su mayoría tuvieron escasa duración. Así, sin que dichas élites abandonasen el uso de las armas (como lo prueban la intermitente guerra de Arauco, las luchas contra sublevaciones indígenas como las de Tupac Catari en el Altoperú o los Calchaquíes en el Noroeste argentino, las resistencias contra las continuas incursiones de piratas y bucaneros, etc.), su prioridad en aquel período fundacional pasa a ser, secundando a los reyes, el apoyo a la acción misionera de la Iglesia.

El resultado será, como lo recuerda Pío XII, verdaderamente prodigioso: “el hecho colosal de que, un siglo después del descubrimiento, América era virtualmente católica” [7].

Para medir lo que este logro representa, compáreselo con Europa, que poseyendo un territorio diez veces menor que el de Iberoamérica, tardó diez veces más —mil años, en números redondos— en ser evangelizada. Esto da una noción clara de esa proeza sin igual en la Historia, cuyo portentoso significado fue puesto en realce por Juan Pablo II al afirmar: “Mientras que la mayoría de los pueblos vino a conocer a Jesucristo y al Evangelio después de siglos de su historia, las naciones del continente latinoamericano... nacieron cristianas” [8].

Las nuevas élites hispanoamericanas cooperaron de modo admirable para este estupendo resultado. Su acción en el campo espiritual fue favorecida por una circunstancia histórica singularmente propicia, el extraordinario movimiento de renovación católica conocido como Contrarreforma, cuyo episodio culminante fue la celebración del Concilio de Trento (1545-1563).

Los efectos regeneradores de la Contrarreforma —en cuya primera línea se sitúan santos españoles como San Ignacio de Loyola, San Francisco de Borja, Santa Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz y tantos otros— no tardaron en hacerse sentir en América. Y así, muchos de los desvíos de alma que el espíritu renacentista había introducido sobre todo en las clases altas —por ejemplo el hedonismo o la jactanciosa autosuficiencia humanista— son combatidos y rectificados por un clero empeñado en establecer en América una auténtica Cristiandad.

En ese clero sobresale el noble obispo, inquisidor y reformador, Santo Toribio de Mogrovejo, junto a una pléyade de heroicos prelados misioneros como Fray Agustín de la Coruña en Popayán, o el infatigable Monseñor Hernando Arias de Ugarte en Santa Fe de Bogotá (quien recorrió a pie o a lomo de mula toda su diócesis —que comprendía Venezuela— en un periplo de casi cuatro mil kilómetros); los cuales no sólo se consagran a la expansión del Reino de Cristo entre los aborígenes, sino también a la reforma de costumbres en las cristiandades ya establecidas. Ejemplo característico de ello fue el apostolado realizado por San Francisco Solano con la población de Lima, después de haber catequizado durante más de quince años a los indios del Altoperú, Paraguay y el Noroeste argentino.

Y aunque el espíritu de la Revolución naciente haya sido cohibido, pero no erradicado [9], el resultado de esta prodigiosa acción misionera sobre las clases dirigentes hispanoamericanas es que en ellas se imprimió una profunda marca de catolicidad.

Pertenecieron a la aristocracia o élites congéneres hispanoamericanas glorias de la Iglesia como Santa Rosa de Lima, del noble linaje Flores de Oliva; Santa Mariana de Jesús Paredes y Flores, la Azucena de Quito, de piadosa e ilustre familia; San Roque González de Santacruz, hijo de primeros pobladores del Paraguay; la bienaventurada Ana de los Ángeles Monteagudo y Ponce de León, dominica arequipeña de hidalga estirpe; la fundadora de las Madres Marianitas, Mercedes de Jesús Molina y Ayala, de ilustres cepas ecuatorianas, beatificada en 1905; o los recién canonizados San Miguel Febres Cordero, maestro de la juventud y defensor de los derechos de la Iglesia en el Ecuador, y Santa Teresa de Los Andes (en el mundo Juanita Fernández Solar), nacida en el seno una típica familia de élite santiaguina de la Belle Époque, descendiente de hidalgos y primeros pobladores del Reino de Chile.

Al lado de ellos sobresalen, a lo largo de cinco siglos de historia americana, ejemplares figuras del laicado como la sierva de Dios María Antonia de Paz y Figueroa en el Río de la Plata; el “virrey penitente” de Nueva Granada, Don José Solís Folch de Cardona, Duque de Montellano y Mariscal de los Reales Ejércitos, (quien permaneció después de su virreinato en Bogotá como hermano lego franciscano, muriendo en olor de santidad); el presidente-mártir del Ecuador Don Gabriel García Moreno; la venerable sierva de Dios chilena Dorotea de Chopitea y Villota; el joven héroe cristero mexicano Luis Segura Vilchis, quien ofrendó su vida para intentar salvar la del famoso Padre Pro, y tantos otros que cabría mencionar.

No se alude, por brevedad, a la constelación de nobles que ilustraron el Episcopado y el Clero hispanoamericanos. De éstos, no pocos testimoniaron su fe al precio del martirio [10].

B — Trayectoria de la élite rural y urbana en Hispanoamérica: configuración de una “aristocracia de tono menor”

Algunos decenios después de instaurado el sistema de los virreinatos, se había delineado la política del Consejo de Indias con relación al género de aristocracia que deseaba ver instalada en Hispanoamérica: tal política consistirá, afirma Guillermo Lohmann, en “establecer una aristocracia de tono menor nutrida por letrados, nobles segundones e hijosdalgo enriquecidos, que alrededor de los virreyes y autoridades significaran un traslado del plano social de España” [11].

Aristocracia de tono menor significaba, concretamente, que la Corona pretendía impedir que la nobleza en Indias se expandiese fuera del control de la Metrópoli y pudiese destilar estirpes de gran poder e influencia locales: “La lectura avisada de las nóminas de los que pasaban a Indias —agrega el mismo autor— lleva a la convicción de que lo que se fomentaba con vivo empeño era trasladar esquejes de los mejores linajes españoles, reteniendo cerca del Monarca a las cabezas de éstos para prevenir cualquier exceso” o, más bien, lo que la Corte consideraba como tal [12]. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el único señorío jurisdiccional perpetuo hispanoamericano, el Marquesado del Valle, cuya historia “se caracteriza por la continua limitación que sufre por parte de las autoridades reales” [13]. Si ello naturalmente obstaculizó que la nobleza local desarrollase plenamente sus potencialidades, no impidió que la alta sociedad indiana, compuesta de esta nobleza de “tono menor” y diversas élites análogas [14] llegase en algunas capitales a desarrollar con esplendor verdaderos atributos aristocráticos.

3. De la encomienda a la gran hacienda: se define el señorío rural hispanoamericano

Durante los siglos XVI y XVII la Corona, reservándose la facultad de conceder propiedades territoriales en América, tenía por norma no otorgar grandes latifundios, para evitar en lo posible, como sostiene Richard Konetzke, que se constituyese “una casta... de propietarios latifundistas que adquiriese el prestigio suficiente para constituir una nobleza territorial” [15].

Esos designios no bastaron por sí solos para detener el curso normal de las cosas: pues “la propiedad territorial se agrandaba después por ventas, herencias, y muchas usurpaciones de tierras” baldías, practicadas con la esperanza de ulterior legitimación; y en efecto, desde 1631 la Corona “hubo de contemporizar con las transgresiones” [16].

Detalle de un cuadro que representa a los distintos habitantes de Nueva España, bajo el amparo de la Virgen de Guadalupe, por Luis Mena. Museo de América, Madrid.

Los resultados de la obra asimilativa de España en América fueron tan excelentes, que pasados cuatro siglos el Papa Pío XII podrá exaltar “el intento en gran parte logrado, de aquellos grandes misioneros, secundados por el espíritu universal y católico de la legislación de sus monarcas, de fundir en un solo pueblo, mediante la catequesis, la escuela y los colegios de Letras Humanas, el elemento indígena con las clases cultas venidas de Europa o nacidas ya en tierra americana”.

Así, pues, aun cuando la pertenencia a la clase de los grandes propietarios de por sí no les confería nobleza, “no podemos dejar de reconocer —afirma Lira Montt— que les colocaba en el umbral del estado Noble” [17].

Ello sirvió de estímulo a la creación de una clase definidamente señorial de terratenientes, tal y como se ejemplifica en el volumen I de esta obra, acerca de la constitución orgánica de élites correlativas a la nobleza [18].

Inicialmente pertenecieron a dicha categoría los conquistadores y primeros pobladores que habían recibido encomiendas; pero como casi todos ellos vivían en las ciudades y obtenían su renta del tributo indígena, no tuvieron necesidad de iniciar la explotación sistemática de sus tierras, y por eso no pueden ser considerados hacendados en sentido estricto, sino más bien sus precursores.

Desde el siglo XVII, sin embargo, la extinción de muchas mercedes de encomiendas (que eran concedidas en general por dos generaciones) y la decadencia de otras determina un cambio en la fisonomía de la élite rural americana, que se acentuará más aún en el siglo siguiente. Los antiguos encomenderos, pertenecientes en su mayoría a la clase de los beneméritos de Indias, privados de sus mercedes —o, cuando las conseguían conservar, de la mitad de las rentas que éstas producían, pues desde 1703 la Corona pasó a destinar esa mitad a las arcas reales—, y enfrentando además la drástica reducción tanto de la población indígena como del monto de los tributos que recibían, “buscaron la forma de escapar al naufragio, haciéndose hacendados o uniéndose en matrimonio con las familias de los nuevos ricos de la época”: comerciantes, mineros y obrajeros (dueños de telares) [19].

Los más pudientes compran las tierras declaradas baldías —los llamados realengos, por ejemplo de antiguas encomiendas— que la Corona, endémicamente carente de fondos, remata periódicamente al mejor postor. Otros, con pocos recursos pero con mucho empuje, van ocupando y organizando la explotación de tierras baldías, esperando que la Corona les reconozca posteriormente el derecho de usucapión. Este reconocimiento llega en la Real Cédula del 15 de octubre de 1754 [20].

La transición de la encomienda para la hacienda se procesó con naturalidad y sin traumas, pues los indígenas trabajadores de las encomiendas ya percibían salarios, y naturalmente continuaron percibiéndolos en el nuevo sistema. Además, gran número de otros indios y mestizos se empleaban voluntariamente en las haciendas como trabajadores ocasionales o asalariados permanentes, con contrato celebrado por escritura pública. Otros, a su vez, pasaron a labrar la tierra del hacendado a cambio de una parte de la cosecha, de modo semejante a las modernas aparcerías. Y muchos antiguos indios encomendados, buscando protección para ellos y sus familias, se radicaron en las haciendas, donde recibían casa y tierra para labranza, a cambio de servicios prestados al propietario. El sistema recibe diferentes nombres —por ejemplo acasillamiento en las zonas de pastoreo ovino de Nuevo Méjico, agregado o allegado en Nueva Granada y el Río de la Plata, concierto en la sierra del Perú, inquilinaje en Chile— y naturalmente comportó variaciones regionales. Hacia fines del siglo XVIII, “el inquilinaje está plenamente consolidado” en Chile, indicando cuánto se prefería este sistema parafeudal a otras formas contractuales [21].

Una variante de este régimen fue el llamado yanaconzgo. Era un servicio prestado por indígenas que se rehusaban a trabajar en las mitas (turnos de trabajo obligatorio en las minas), refugiándose en las haciendas y colocándose bajo la protección del respectivo propietario, quien los empleaba como aparceros o inquilinos. En ambos casos debían también, junto con sus familias, prestar algunos servicios domésticos en casa del patrón. Éste, a su vez, en contrapartida “se obliga a defender al yanacona ante terceros o ante el aparato estatal, con un marcado carácter paternalista”. En esa doble peculiaridad, “el trabajo servil y la protección paternal” [22], aparece la notable semejanza entre el régimen de propiedad rural en Hispanoamérica y el feudalismo, tan resaltada por los estudiosos del tema.

4. Señorío “feudalizante” y patriarcal del hacendado

De este modo se va formando la gran hacienda hispanoamericana, con nombres diferentes según la región y el tipo de explotación —estancia en Chile, Altoperú y Río de la Plata (denominación que inicialmente designaba los solares rurales en toda Hispanoamérica); fundo posteriormente en Chile; finca en regiones como el Alto Perú y Antioquía; hato para las ganaderías de Nueva Granada y rancho para las de Nueva España; plantación para las fincas de cultivo extensivo de productos como algodón, café, cacao, tabaco y otros; ingenio para las grandes explotaciones azucareras, etc.— pero con una característica común a todas: el prestigio y virtual señorío que confieren a su propietario, debido a sus fuertes connotaciones patriarcales y feudales. Aunque dichos hacendados no llegaran a constituir una clase aristocrática en el sentido propio del término, la evolución de las élites análogas hispanoamericanas alcanza, con el sistema de las haciendas, su apogeo histórico.

Habitualmente la hacienda se compone de “un conjunto de viviendas alrededor de una plaza, en la que se destaca la casa-hacienda o del mayorazgo, flanqueada por las viviendas de parientes o de allegados, y cuyo número constituye motivo adicional de orgullo y prestigio familiar”, anota el historiador Virgilio Roel [23]. Forma parte de ese conjunto la capilla, dedicada al Santo patrono del linaje familiar. El cultivo es siempre diversificado: además del producto principal, que genera la renta de la propiedad, se busca producir todo lo necesario para el sustento de propietarios y personal. Hay además toda una serie de instalaciones, como máquinas de refinar, en las haciendas azucareras; obrajes (telares), en las dedicadas a la cría de lanares en gran escala; saladeros y fábricas de sebo, en las grandes ganaderías; y en áreas mineras, por ejemplo en las de la región andina, hubo también haciendas vinculadas a minas, que producían lo necesario para el sustento de su personal [24].

La hacienda tiende, pues, a bastarse a sí misma; y esta autosuficiencia se extiende, a su modo, a la vida social y religiosa de sus moradores, quienes recrean así, centrada en la figura patriarcal del propietario, la sociedad heril de los tiempos feudales [25].

Por eso observa un estudioso del asunto que, aunque el sistema feudal ya no estuviese vigente, aquella élite rural “mostraba actitudes feudales. El estilo de vida de esta capa superior era feudalizante” [26]. Dicho carácter se expresaba de múltiples formas, tales como la autoconcesión del título de “señores” de sus dominios por parte de algunos grandes terratenientes, pese a no existir señorío jurisdiccional en América. La costumbre se propagó por todo el Imperio. Por ejemplo en México, la antigua encomienda de Tecamachalco, otorgada al Conquistador Alonso Valiente y vinculada al mayorazgo del Valle de Orizaba que éste había fundado, se mantuvo en poder de sus sucesores “como si hubiera sido un señorío hereditario”, y con frecuencia la familia “usó entre sus títulos el de Señores de Tecamachalco” [27]. En el Río de la Plata la familia Brizuela y Doria, detentora del mayorazgo de San Sebastián, continuó usando hasta entrado el siglo XX el título de “Señores de San Sebastián de Sañogasta” [28], mientras que el estanciero de origen peruano Francisco Antonio de Candioti y Cevallos, dueño de inmensas extensiones a ambas márgenes del Paraná, era conocido como “el príncipe de los gauchos” [29].

Esos visos de feudalidad se hacen más evidentes al considerar su aspecto militar. En los dos extremos del inmenso imperio hispanoamericano —al Norte, el arco de más de 2000 km que cubre desde Texas hasta la Alta California; al Sur, las pampas rioplatenses y la cuenca del Bío-Bío en Chile— los grandes hacendados debían mantener, tal como los señores de las marcas fronterizas en los tiempos feudales, hombres de armas propios, para enfrentar ya sea las “incursiones de las fieras tribus de apaches y comanches” [30] en Nueva España, como los terribles malones de tribus araucanas —puelches, tehuelches, ranqueles, mapuches— en el Río de la Plata y en Chile. Por otro lado, en las regiones ya pacificadas los miembros de la élite detentan el mando de milicias locales, rurales o urbanas, frecuentemente mantenidas a sus propias expensas.

La conjunción de esos trazos militares con el relacionamiento particular entre el propietario y sus gentes, es lo que más propiamente puede ser considerado “feudalizan-te”. El autor uruguayo Luis Morquio Blanco evoca ese singular nexo al describir uno de los establecimientos rurales más antiguos de su país, la Estancia de Narbona. Dicha propiedad, situada próxima a la costa de la Banda Oriental del Plata, entre Carmelo y Nueva Palmira, fue fundada por el pionero aragonés Don Juan de Narbona (a quien se debe también la construcción del convento de La Recoleta de Buenos Aires) entre 1732 y 1738. Es la época de la cultura del cuero y de las grandes vaquerías, cuando los señores territoriales rioplatenses arman verdaderos ejércitos particulares con un triple propósito: abatir los inmensos rebaños de ganado cimarrón que se crían en las grandes extensiones baldías, para aprovecharles el cuero; arrear esos rebaños —frecuentemente de decenas de miles de cabezas— a tierras más seguras, haciéndolos incluso atravesar ríos considerables como el Uruguay o el Paraná; y al mismo tiempo defenderse de las incursiones que los portugueses reforzados por indios tupíes realizan desde Brasil con el mismo propósito.

El estanciero debe dirigir tanto la faena ganadera como las operaciones militares, caracterizando de ese modo la tendencia que se manifiesta en esa época hacia el surgimiento de “un nuevo tipo de feudalismo”, así descrito por el referido autor: “a partir del accionero [31] que iba tras los ganados al frente de sus changadores... y más tarde del estanciero radicado definitivamente en la tierra, se va elaborando un vínculo social y laboral de interdependencia a la vez que de protección, que emula la faz hidalga del señor feudal” [32].

Aflora así un tardío vestigio del señorío rural y militar de los nobles medievales, que se volverá más expresivo todavía en la primera mitad del siglo XIX.

De ahí que cuando el régimen colonial esté plenamente consolidado, hacia el siglo XVIII, la propiedad territorial adquiera renovada importancia social: “Aunque el comercio fuera más rentable, la fuente real de privilegio social y político a nivel local se sustentaba, en últimas, en la calidad terrateniente” [33].

5. Evolución de los municipios hacia una aristocracia urbana

Paralelamente a esa evolución de la élite rural, en las ciudades hispanoamericanas los cabildos toman una fisonomía cada vez más definidamente aristocrática.

El alcance de esta transformación para el conjunto de la sociedad queda claro si se considera que la colonización de Hispanoamérica es “esencialmente urbana, según resaltó la historiografía ya desde hace mucho tiempo”, pues en su período inicial todos los españoles residen en las ciudades (legalmente no existía población blanca en el campo) [34].

En la mayor parte de los casos —con una sola excepción de monta, el sur de Chile— la élite colonial es ciudadana. Así ocurre, por ejemplo, en México: “Sostenida por el comercio y por el campo, la familia vivía una vida urbana” [35]. También los grandes propietarios rurales del Perú, además de las espaciosas casas-hacienda que comenzaron a levantar en sus heredades, solían poseer “residencia solariega en la ciudad más próxima y, si es posible, en la propia capital del virreinato” [36]. Y lo mismo ocurre en el interior de la Argentina, en el Valle Central chileno, en la Capitanía General de Guatemala, en la meseta neogranadina (Cundinamarca y Boyacá), etc. De manera que, en el Nuevo Mundo, poblar equivale a urbanizar [37]: la civitas hispanoamericana domina la vida socio-cultural de la colonia, y al crecer su importancia crece también la de su institución rectora, el cabildo.

En cuanto foros representativos de la llamada aristocracia criolla, los cabildos no solamente reúnen el poder de decisión político y económico sobre todas las cuestiones que atañen a la vida pública —tanto espiritual como temporal— de las ciudades y zonas rurales subordinadas, sino que sus cargos se revisten de honras y privilegios nobiliarios, y constituyen así una manifestación pública de preeminencia social. El cuño aristocrático de esas funciones se ve reforzado, además, en muchas ciudades, por dos características esencialmente ennoblecedoras que la costumbre les incorporó: la perpetuidad y la hereditariedad. A ello se suma el hecho de que “una Real cédula obligaba a elegir a los regidores entre los vecinos de la ciudad, criollos en su mayoría, nobles o de buen linaje, beneméritos y ricos, de conocida virtud y buena fama” [38], con lo cual el cargo de cabildante o regidor queda prácticamente “reservado a la Nobleza de Indias [39].

Análoga evolución sufre el llamado Cabildo Abierto, que consistió inicialmente en una convocación general al pueblo de la ciudad —algo así como una asamblea plenaria de vecinos— para resolver situaciones excepcionales; por ejemplo, el que colocó a Pedro de Valdivia en el gobierno de Chile. Con el tiempo dicha institución tiende a volverse cada vez más una reunión de la élite municipal, una “corporación cerrada de notables” [40].

En la cúspide de la jerarquía municipal, esa tendencia aristocratizante suele manifestarse de manera más acusada. Por ejemplo, los alcaldes de Lima eran elegidos entre miembros del “cuerpo de Regidores Perpetuos” (hereditarios), y de la clase de “los vecinos nobles de fuera del Ayuntamiento”. Tal llegó a ser la importancia de aquel Concejo, que en España la etiqueta prescribía que el procurador del Cabildo limeño fuese recibido por el Rey con honras de embajador [41].

La ciudad de Santiago de Cali ofrece un curioso ejemplo estadístico de cómo el cargo de alcalde era considerado una especie de propiedad común de las familias patricias locales: en los 224 años transcurridos entre 1566 y 1790 hubo en aquella ciudad 306 alcaldes, los cuales “no ostentan sino 42 apellidos distintos y entre ellos figuran nada menos que 30 miembros de la familia Caicedo” [42].

*   *   *

La Corona, sin embargo, no dejó de intervenir para contrarrestar el creciente poder de esos cuerpos municipales. Y con la creación, en el siglo XVIII, primero de los cargos de corregidor y alcalde mayor como representantes del poder central, con autoridad para refrendar o vetar decisiones de los regidores, y más tarde (en tiempos de Carlos III) del todopoderoso intendente o jefe administrativo regional, el poder efectivo de los cabildos hispanoamericanos —político, administrativo, económico— declina paulatinamente [43].

6. Incorporación de nuevos elementos: la nobleza mercantil y minera

También desde finales del siglo XVII, y preponderantemente en el siglo XVIII, a medida que se puebla América se modifica el aspecto de sus clases nobles, con la incorporación creciente de nuevos elementos de muy diversa extracción: los hay desde la alta nobleza (que no había participado de la Conquista) hasta los de nobleza togada y letrados, pasando por los de burguesía mercantil con categoría de hidalgos.

Entre éstos últimos preponderan los vasco-navarros, cuya actividad económica da nuevo impulso a centros de población que hasta entonces prosperaban muy lentamente, como la región central de Chile, el distrito de Antioquia en Nueva Granada, el Río de la Plata, algunas regiones del Perú y Venezuela, etc. [44].

A diferencia de la generalidad de los nobles de la Península, los de América ejercieron actividades comerciales sin considerarlas un desmedro para su dignidad. “Aun muchos aristócratas llevando títulos de Castilla se dedicaban con entusiasmo al comercio mayorista. Sus emprendedoras actividades comprendían el sector agrícola comercializado, lo mismo que la minería, origen a veces de la fortuna que los había llevado a su ascenso nobiliario” [45].

La reorganización de los cuerpos de milicias cubrió toda Hispanoamérica. A sus oficiales se exigía buen nacimiento y cualidades personales, y se les otorgaban importantes prerrogativas. El jefe de milicias fue equiparado en derechos y honores al oficial del ejército regular. Defensa de Cartagena de Indias por Gordillo, Museo de la Marina, Madrid.

Tal postura encuentra su justificación en el principio de que la actividad comercial, cuando ejercida lícitamente en concordancia con altos intereses nacionales —y la consolidación de la hegemonía española en ultramar lo fue por excelencia— se identifica entonces con el bien público; y si además se reviste de un cuño precursor, creador y perfeccionador de la nacionalidad, su ejercicio puede convertirse en razón de nobleza. Fue este principio, por ejemplo, el que en la Edad Media llevó a que los hombres honrados de las ciudades aragonesas fuesen hechos caballeros, o a que la burguesía mercantil de Venecia se transformase en una auténtica aristocracia, de rango comparable al de sus similares del continente europeo [46].

Guillermo Lohman Villena señala al respecto que en Hispanoamérica “el ejercicio del comercio no se desdeñaba ni se reputó reñido con la calidad nobiliaria (...) En este sentido, la jurisprudencia sentada por el Consejo de las Ordenes (nobiliarias) ya había ampliado el criterio, un tanto restringido..., en beneficio de los comerciantes andaluces y vascongados, cuyas actividades no se tuvieron por desdorosas ni reñidas con el uso de los distintivos nobiliarios”. Y agrega: “En el Nuevo Mundo fue el comercio el único medio rápido y seguro de granjear riquezas. Por ello, los poderosos mercaderes pronto formaron una verdadera aristocracia, que no tardó en vincularse con la de sangre” [47]

Es así como en la ciudad de México, desde el siglo XVI el cabildo se había convertido en “una especie de universidad de mercaderes, mejor aún, de hijos de mercaderes”, aunque anualmente sus regidores continuaron a escoger —nota señaladamente aristocrática— como alcalde ordinario a un miembro de los linajes más antiguos, oriundos de la Conquista [48].

Un siglo después, “hacia la segunda mitad del siglo XVII, la práctica del comercio continúa entre los nobles mexicanos, en tanto que los mercaderes prosiguen más y más aseñoreados”. El historiador José Durand transcribe las observaciones críticas del Virrey Mancera sobre “cómo se entretejen y entrelazan” las estirpes de conquistadores con las de comerciantes, junto con la irónica conclusión del alto personaje: “en estas provincias, por la mayor parte, el caballero es mercader y el mercader es caballero” [49].

El principio general que llevó a ennoblecer comerciantes animó también el otorgamiento de títulos a mineros desde el siglo XVIII. Las Ordenanzas de Minería promulgadas en 1783 por Carlos III conceden a quienes ejercen “profesión científica de minería” en México el privilegio de nobleza. Y dos años más tarde dicho privilegio se extiende al Virreinato del Perú y a la Capitanía General de Chile. No pocas veces los beneficiarios ya pertenecían al estado noble [50].

7. Milicianos en el estamento nobiliario

Las milicias ciudadanas y rurales habían existido durante todo el período virreinal de modo desorganizado e inestable. La defensa de las posesiones ultramarinas fue inicialmente obligación de los encomenderos, quienes debían mantener hombres de armas y caballos y tuvieron destacada actuación en repeler ataques de piratas, revueltas indígenas, motines, etc. Desde el siglo XVII, para subsanar el debilitamiento militar producido por la decadencia de las encomiendas, fue siendo instituido a nivel regional el alistamiento progresivo de milicias [51].

Con excepción de Chile, donde hubo importantes acantonamientos militares debido a la guerra de Arauco, en la España de ultramar las milicias tuvieron una importancia considerablemente mayor que el Ejército regular.

Desde 1762 el alistamiento de los vecinos aptos para llevar armas pasó a tener carácter obligatorio en toda Hispanoamérica. Al año siguiente el Virrey del Perú, Manuel de Amat, alarmado por las noticias del devastador saqueo inglés a la desguarnecida La Habana y siguiendo instrucciones de la Corte, decide crear cuerpos de milicias regulares. Su convocación galvaniza a todos los habitantes: “la nobleza criolla, los comerciantes y los hacendados hicieron suyo el movimiento general y acudieron a la llamada del virrey”, y el pueblo los acompañó con entusiasmo. A las personas notables se les ordenó fundar, mantener y comandar compañías y cuerpos de milicias y “hacer alarde y revista” en todo el territorio peruano. Así, al lado de los notables de Lima, “los patricios de las ciudades serranas, los hacendados, mineros, azogueros y comerciantes del interior, completaron el mando de estas unidades iniciales. El amo era el coronel, los hijos los capitanes, los capataces los sargentos, y los peones y campesinos comuneros la tropa” [52]. En Lima se formó una compañía de nobles —“tan lucida y completa de mozos hidalgos que pudiera lucir entre las mejores de Europa”, se ufanaba el virrey— y otra de “principales comerciantes”, primera de nueve compañías que integraban el “batallón del comercio”. Se creó también en Lima un regimiento de caballería llamado “regimiento de la nobleza”, y se constituyeron varias milicias de caballería en el interior (valles de Lurigancho, de Bella Vista, de Carabaillo y otros) [53].

La reorganización de los cuerpos de milicias cubrió toda Hispanoamérica. A sus oficiales se exigía buen nacimiento y cualidades personales, y se les otorgaban importantes prerrogativas. El jefe de milicias fue equiparado en derechos y honores al oficial del ejército regular. “La obtención de estos privilegios y el consiguiente aumento de prestigio social —puesto de manifiesto en el abigarrado esplendor de los uniformes— inducían a terratenientes, comerciantes y otras personas acaudaladas a disputarse las plazas de oficial en las milicias” [54].

Aunque en el Perú la temida invasión de la Pérfida Albión y sus aliados portugueses nunca ocurrió, las milicias locales tuvieron el papel primacial en sofocar la feroz rebelión de Túpac Amaru. Pero después su importancia efectiva se reduce, hasta tal punto que en 1803 el Virrey Marqués de Avilés reclama que los miembros de la milicia sólo ingresan a ésta para vestir uniforme y aspirar a otros honores, sin cumplir los deberes propios.

Si hubo fallos de ese género, sin embargo, no ocurrieron uniformemente en toda Hispanoamérica. Durante las invasiones inglesas a Buenos Aires de 1806 y 1807, los oficiales de milicias de esa ciudad y de Montevideo —en su mayoría pertenecientes a las familias patricias— se destacaron por insignes actos de valor, que les merecieron el cálido elogio del virrey y recompensas reales.

De cualquier manera, el status social de oficial de milicias guardaba no pocas analogías con el de los coroneles de la Guardia Nacional de Brasil [55], por la honra y el prestigio que confería.

8. Cuerpos militares y colegios para la nobleza hispanoamericana

Además, la creciente importancia de las clases patricias de América —así como la conciencia, súbitamente despertada por las primeras convulsiones de la Revolución Francesa, de que era necesario asegurar en los vástagos de aquellas clases la lealtad a la Monarquía— llevó al Rey Carlos IV a crear en 1792 el Real Colegio de Nobles Americanos, destinado a dar a los jóvenes de la élite, con edad entre doce y dieciocho años, “una educación civil y literaria que los habilite a servir útilmente en la Iglesia, la Magistratura, la Milicia y los empleos políticos”, dice la Real Cédula respectiva.

Eran admitidos como Colegiales indistintamente nobles criollos, mestizos e indígenas: “los hijos y descendientes de puros españoles nobles, nacidos en las Indias, y los de Ministros Togados, Intendentes y Oficiales Militares de aquellos dominios, sin excluir los hijos de caciques e indios nobles, ni los de mestizos nobles, esto es, de indio noble y española, o de español noble e india noble” [56].

La misma Real Cédula dispone que “se les darán lecciones de urbanidad y de aquel noble trato que conviene apersonas que un día han de ocupar los primeros puestos y dignidades en el Estado Eclesiástico, Militar y Civil”, y establece que el traje de los Colegiales será un uniforme “igual en la forma al que usare la Nobleza en la Corte y su Majestad señalare; sólo los teólogos usarán el vestido de abate” [57]. Para el ingreso era necesario acreditar nobleza hasta los abuelos, tanto paternos cuanto maternos, del interesado.

Al año siguiente se crea un cuerpo militar para la nobleza hispanoamericana, la Compañía de Caballeros Americanos de Reales Guardias de Corps. Sus miembros debían tener entre 17 y 24 años de edad y ser “nobles o hijosdalgo, señaladamente por línea paterna”. La probanza de cualidades de los postulantes representaba un complejo y exigente trámite, según lo indican expedientes de la época [58].


NOTAS

[1] Fernando CAMPOS HARRIET, Los defensores del Rey, Andrés Bello, Santiago, 2ª ed., 1976, p. 19.

[2] Se llegó incluso al extremo de que las Reales Audiencias tuviesen que promulgar ordenanzas prohibiendo a indios e indias comunes vestirse como hidalgos españoles, por el excesivo lujo con que lo hacían, y porque "viéndose galanos los indios no querían trabajar", señalaba una relación peruana de la época; a negras y mulatas se les prohibió adornarse con mantos, perlas y joyas de oro, o vestir paños finos... (Cfr. Constantino BAYLE S.I., op. cit., pp. 248-255 y José DURAND, op. cit., vol. II, p. 44).

[3] Las diferencias lingüísticas entre el español y el portugués no afectan sensiblemente esta unidad, habida cuenta del común origen de ambos idiomas y su notoria similitud en sus expresiones americanas.

[4] Cfr. Cristiandad auténtica o revolución comuno-tribalista: la gran alternativa de nuestro tiempo, Alejandro Ezcurra Naón, Ed. Fernando III el Santo, Madrid 1993 [Véase el prefacio a este libro escrito por el Prof. Plinio pinchando aquí].

[5] Vicenta M. MÁRQUEZ DE LA PLATA y Luis VALERO DE BERNABÉ, op. cit., p. 165.

[6] Las tres grandes invasiones inglesas al Continente ocurridas en los siglos XVIII y XIX —la emprendida por la poderosa escuadra del almirante Vernon contra Cartagena de Indias (1741), y por los ejércitos de Beresford y Whitelocke contra Buenos Aires y Montevideo (1806 y 1807), todas ellas heroicamente repelidas por las poblaciones locales, así como la ocupación británica de una porción costera de América Central (Belize) en 1798— no invalidan lo antedicho. Pues su motivación fue fundamentalmente político-militar y mercantil, y no guardaban relación inmediata con la expansión de la anémica secta anglicana. Lo mismo puede decirse de la ocupación de algunas islas antillanas y la Guayana (que al ser tomada por Inglaterra, era una zona marginal de Suramérica).

[7] Radiomensaje del 12-10-1948, apud Juan TERRADAS SOLER C.P.C.R., op. cit., p. 185.

Desde los días de Fernando e Isabel, los Papas atestiguaron la preocupación apostólica de los reyes de España. Así lo ha hecho también, reiteradamente, el Pontífice reinante, Juan Pablo II, desde su primer viaje a América (1981). En una de sus más recientes alocuciones sobre el asunto, al recibir las credenciales del nuevo embajador español ante la Santa Sede, en noviembre de 1992, el Pontífice recuerda cómo España legó a los indígenas, “además del precioso don de la fe, inestimables tesoros de cultura y arte, cuyas huellas siguen aún vivas en los pueblos de América”, y cómo asimismo “puso en vigor un conjunto de leyes con las que la Corona trató de responder al sincero deseo de la Reina Doña Isabel de Castilla de que sus hijos los indios, como ella los llamaba, fueran reconocidos y tratados como... hijos de Dios y hombres libres, en paridad con los demás ciudadanos de sus Reinos”. Reitera además el “reconocimiento de esta Sede Apostólica por la obra evangelizadora que España realizó en América desde 1492”, cuyo fruto ha sido “lo que con razón pudiera llamarse mestizaje espiritual, por la íntima compenetración deformas culturales indígenas con los contenidos de la fe cristiana” (“L'Osservatore Romano”, 4-12-1992, p. 10).

[8] JUAN PABLO II, Religiosidade brasileira — Homilia em São Salvador da Bahía (Brasil), 7-7-1980, in Pronunciamentos do Papa no Brasil, Editora Vozes, Petrópolis, 1980, p. 194.

[9] Cfr. Plinio CORREA DE OLIVEIRA, Revolución y Contra-Revolución, Parte I, Capítulo III, 5 § A.

[10] Fue el caso, en el siglo XVII, del hidalgo rioplatense Pedro Ortiz de Zarate, de estirpe de conquistadores, quien a la edad de 21 años ya era alcalde de su ciudad natal, San Salvador de Jujuy. Poco después enviuda y decide entonces abrazar el estado eclesiástico, ordenándose a los 27 años. Después de ser párroco en la misma Jujuy, organiza a su costa una expedición misionera al Chaco, muriendo martirizado por los indios chiriguanos.

En los siglos XIX y XX, en el contexto de campanas anticatólicas de corte liberal-socialista, eclesiásticos de distinguido origen son particular objeto de persecución, como el Arzobispo de Bogotá monseñor Manuel José de Mosquera, de ilustre familia de Popayán. Entre los que sufren martirio a manos de revolucionarios se cuenta el prelado ecuatoriano Monseñor José Ignacio Checa y Barba, Arzobispo de Quito, asesinado mientras celebraba misa, con vino envenenado.

[11] Guillermo LOHMANN VILLENA, op. cit., p. XIII.

[12] Ibídem.

[13] Silvio ZAVALA,op. cit., p. 104.

[14] Cfr. Nobleza y élites... Cap. V, 1; Cap. VII, 9, c y e; Ap. I, Introducción

[15] Richard KONETZKE, La formación..., p. 335.

[16] Ibídem.

[17] Luis LIRA MONTT, El Fuero Nobiliario..., p. 73.

[18] Cfr. Nobleza y élites... Cap. VII, 3, § a y c; 4, a

[19] Virgilio ROEL, op. cit., p. 316. Ver también Germán COLMENARES, La economía y la sociedad coloniales, 1550-1800, in Nueva historia de Colombia — Colombia indígena, conquista y colonia, Editorial Planeta, Bogotá, 1980, vol. I, p, 148.

[20] Virgilio ROEL, op. cit., pp. 275, 316-317.

[21] Jaime EYZAGUIRRE, op. cit., p. 57.

[22] Virgilio ROEL, op. cit., pp. 270-271.

[23] Ídem, p. 317.

[24] Cfr. Ibídem. Ver también María SÁENZ QUESADA, Los estancieros, Editorial de Belgrano, Buenos Aires, 5ª ed., 1985, pp. 92-96.

[25] Cfr. Nobleza y élites tradicionales análogas Vol. I Cap. VII, § 3, a. La importancia de las grandes haciendas como núcleos socio-económicos autónomos se denota en la población notablemente variada y compleja que residía en las mismas. Las de México, por ejemplo, aparte del propietario y su familia albergaban a “administradores, un capellán, cajeros y tenderos, molineros, destiladores, sombrereros y sastres; artesanos que en otras sociedades hubieran hecho parte de la pequeña burguesía de un pueblo”, además de una numerosa mano de obra propia, compuesta de “renteros, labradores, jornaleros y peones” y sus familias (Doris M. LADD, op. cit., p. 101).

La historiadora chilena Isabel Cruz de Amenábar se refiere en estos términos a esa sociedad parafeudal, tal como se constituyó en las haciendas de su país: “La creciente importancia del campo como lugar de asentamiento humano y fuente de riqueza que se inicia en Chile a principios del [siglo] XVII se manifiesta en la construcción de casas de haciendas desde comienzos de esa centuria. Las casas patronales, como se ha llamado al conjunto de viviendas y edificios que dan habitación al antiguo encomendero, su familia, a trabajadores, esclavos y peones, constituyeron verdaderas unidades autosuficientes que centralizaban la vida agrícola y el trabajo de la tierra” (Arte y sociedad en Chile —1550-1650, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago, 1986, p. 162).

Ilustrativa de ese carácter “heril” es la descripción que del mismo hace un historiador luterano, Hans-Jürgen Prien: “Cuantos vivían en la hacienda pertenecían, durante la época colonial y todavía mucho después, a la familia ampliada del hacendado, y quedaban vinculados a la gran familia patriarcal mediante el sistema de base eclesiástica del pseudoparentesco, con ayuda del compadrazgo. Gracias a este compadrazgo el jefe de la familia patriarcal se convirtió en el padrino de todos los niños nacidos en su propiedad; con ello adquiría casi tantos derechos como un tutor” (La historia del cristianismo en América Latina, Ediciones Sígueme, Salamanca (España), 1985, p. 79).

[26] J. L. Phelan, The Kingdom of Quito in the Seventeenth Century — Bureaucratic politics in the Spanish empire, Madison, Londres, 1967, apud Hans-Jürgen PRIEN, op. cit., p. 86.

[27] Doris LADD, op. cit., p. 112.

[28] Cfr. Eduardo A. COGHLAN, op. cit., pp. 190-191.

[29] María SÁENZ QUESADA, op. cit., p. 73.

[30] C. H. HARING, Las instituciones coloniales de Hispanoamérica (Siglos XVI a XVIII), Instituto de Cultura Puertorriqueña, San Juan, 1969,p. 16.

[31] Accionero: Vecino a quien un cabildo rioplatense otorgaba el derecho de vaquear (abatir) reses salvajes a su propia costa en tierras baldías, como compensación por pérdidas de animales escapados de sus tierras e incorporados a manadas cimarronas. Las vaquerías de monta eran emprendidas por los ganaderos más acaudalados, pues “sólo personas con capitales cuantiosos podían disponer del dinero para el pago de salarios, provisión de caballos y carretas necesarias para largas expediciones''' (Cfr. María SÁENZ QUESADA, op. cit., pp. 30, 32-33).

[32] Luis MORQUIO BLANCO, La estancia de Don Juan de Narbona, Montevideo, 1990, p. 52.

[33] Germán COLMENARES, op. cit., p. 149.

[34] Richard KONETZKE, América Latina…, pp. 128 y 131.

[35] Doris M. LADD, op. cit., p. 102.

[36] Virgilio ROEL, op. cit., p. 317.

[37] Cfr. Horst PIETSCHMANN, La evangelización y la política de poblamiento y urbanización en Hispanoamérica, in Historia de la evangelización de AméricaSimposio internacional, 11-14 de mayo de 1992—Actas, Pontificia Comisión para América Latina, Ciudad del Vaticano, 1992, pp. 500-501.

[38] Julio de ATIENZA Y NAVAJAS, Títulos Nobiliarios Hispano-Americanos, M. Aguilar editor, Madrid, 1947, p. 14.

[39] Vicenta M. MÁRQUEZ DE LA PLATA y Luis VALERO DE BERNABÉ, op. cit., p. 164 (destaque en el original). Elocuente ilustración de este hecho es una curiosa Certificación de ser el empleo de alcalde ordinario distintivo de los nobles de Santiago de Chile (1794), incluida en el expediente probatorio de hidalguía del oficial de Guardias de Corps D. Francisco Javier de Errázuriz y Aldunate, natural de esa ciudad y residente en Madrid (Cfr. Luis LIRA MONTT, La creación de la Compañía Americana de Reales Guardias de Corps, in “Estudios en honor de Alamiro de Avila Martel”, Anales de la Universidad de Chile, Santiago, 1989, p. 345.

[40] Richard KONETZKE, América Latina..., p. 131. El Cabildo Abierto convocado en Buenos Aires el 22 de mayo de 1810 para evaluar los sucesos de la Península, ofrece un ejemplo característico de esta sociedad en transición, compuesta por élites aristocráticas, élites análogas y ciudadanos honrados o “homens bons” (Cfr. supra, I, C, 1.; Apéndice I, Introducción y B. § 4, b), en proceso de gestación de una clase aristocrática, en su descendencia más o menos remota.

Para una población cercana a las 40 mil almas, se cursó invitación solamente a 450 vecinos (sinónimo, como se vio, de notables), de los cuales asistieron 251. Entre éstos se contaban, además del Obispo y otros 26 eclesiásticos, 59 oficiales militares, 58 comerciantes (la mayoría de ellos hidalgos), así como funcionarios reales, miembros de la Real Audiencia, alcaldes de barrio, alcaldes de la Santa Hermandad (comandantes de milicias de gendarmería rural), abogados, licenciados, escribanos, médicos y “simples vecinos”. Buena parte de los asistentes eran hidalgos españoles y de Indias, y entre ellos descuellan 16 descendientes de conquistadores del Perú y del Río de la Plata; lo cual da una exacta radiografía de cómo estaba constituida la élite social de entonces (Roberto H. MARFANY, El cabildo de mayo, in “Genealogía”, Revista del Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas, Buenos Aires, 1961, pp. XLII ss.).

[41] José de la RIVA-AGÜERO Y OSMA, op. cit., t. VI, p. 340.

[42] Guillermo MORÓN, op. cit., t. IV, p. 141.

[43] (Cfr. infra § 8.)

[44] Cfr. José ANDRÉS-GALLEGO y otros, Navarra y América, Editorial MAPFRE, Madrid, 1992, pp. 279-281. Ver también Jaime EYZAGUIRRE, op. cit., pp. 71 ss.

[45] Magnus MÖRNER, Estratificación social..., in Guillermo MORÓN, op. cit., t. IV, p. 112-113.

[46] Cfr. Nobleza y élites... Cap. I, § 2; Cap. V, § 1; Cap. VII, § 9, b y d.

[47] Guillermo LOHMANN VILLENA, op. cit., p. LVII. Refiere también el historiador peruano José de la Riva-Agüero y Osma: “En América no se consideraba la carrera del comercio de la misma manera que en España (...) Los comerciantes en alta escala formaban en Lima una especie de aristocracia, muy apreciable por la de la sangre, con la cual frecuentemente entroncaban” (Op. cit., t. VII, p. 22).

Agrega que en el siglo XVII “comerciaban en Lima todos, así ilustres caballeros como humildes menestrales, sin perjudicar el tráfico a los primeros en su calidad, honores y exenciones de clase, con tal que lo hicieran por factores o empleados, y no asistiendo materialmente a escritorios o almacenes”. Por ello, concluye, el patriciado limeño podía asemejarse “a los de Venecia y Génova, Valencia y Barcelona, y aún a los de la materna Sevilla, como lo declaran aquellos conocidos versos: Que es octava maravilla / Ver caballero en Sevilla / Sin punta de Mercader” (Ídem, t. VI., pp. 388-389).

[48] José F. de la PEÑA, op. cit., pp. 149-151.

[49] José DURAND, op. cit., vol II, p. 68.

[50] La concesión de esos títulos no se restringía a los explotadores de metales preciosos: “No sólo los mineros de plata y oro, sino hasta los de azogue (mercurio, utilizado en la depuración de oro y plata), juntaron riquezas que los llevaron a condados y marquesados; por ejemplo, los Tamayo y Mendoza, mineros de Huancavelica [Perú], quienes obtuvieron el título de Marqueses de Villa-Hermosa de San José y que luego entroncaron con las casas de los Vizcondes de San Donás y los Condes de Monteblanco” (José DURAND, op. cit., vol. II, p. 72).

[51] Cfr. Richard KONETZKE, Estado y sociedad en las Indias, in “Estudios Americanos”, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, Sevilla, nº 8, enero, 1951, pp. 38-39.

[52] Juan MARCHENA FERNANDEZ, Ejército y milicias en el mundo colonial americano. Editorial MAPFRE, Madrid, 1992, pp. 194-195.

[53] Cfr. Jean DESCOLA, La vida cotidiana en el Perú en tiempos de los españoles — 1710-1820, Librería Hachette, Buenos Aires, 1962, pp. 194-195).

[54] Richard KONETZKE, América Latina…, p. 150.

[56] Luis LIRA MONTT, Pruebas de nobleza prescritas para ingresar en el Real Colegio de Nobles de Granada, in “Gacetilla del Estado de Hidalgos”, Madrid, nº 81, febrero, 1968, p. 29.

[57] Ibídem.

[58] Luis LIRA MONTT, Probanzas nobiliarias exigidas para la admisión en la Compañía de Caballeros Americanos de Reales Guardias de Corps, in “Hidalguía”, Madrid, nº 149, mayo-agosto, 1978, pp. 338 y 341.