Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana - Vol. II

Revolución y Contra-Revolución

en las tres Américas

Editorial Fernando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

 

 

Primera edición, abril de 1995

© Todos los derechos reservados.

 

 

 Bookmark and Share


NOTAS

● El Apéndice V de la presente obra ha sido realizado, bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, por una comisión inter-TFPs de Estudios Iberoamericanos.

● El Apéndice VI fue elaborado, también bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en 1993, por una comisión de Estudios de la TFP norteamericana.

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I del primer volumen.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la primera edición, abril de 1995. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


Los Estados Unidos de América:

En un Estado democrático, florecen con sorprendente

vigor tradiciones y anhelos aristocráticos

 

CAPÍTULO VII

Las élites después de la Guerra Civil

 

1. Las convulsiones sociales posteriores a la Guerra Civil

La victoria del Norte aceleró el proceso de industrialización y modeló decisivamente el perfil de la futura élite nacional. En el Sur, pese a la humillación de la derrota y sus penosas consecuencias, la deferencia con la antigua clase de los agricultores fue conservada. John DeForest, un agente del gobierno, notó que en la Carolina del Sur de la post-guerra “cada comunidad tenía su gran hombre, o su pequeño gran hombre, en torno al cual se reunían sus coterráneos cuando deseaban informarse, y cuyos monólogos escuchaban con un respeto que rayaba en la humildad” [1].

La derrota colocó a la aristocracia tradicional sudista en una posición política y económica secundaria en relación a las élites industriales del Norte. “La Guerra Civil —señala Miller— reforzó fuertemente el poder de la aristocracia del Norte y dio a su élite un grado de poder político a nivel nacional mayor que nunca” [2]. Dye y Zeigler agregan: “El Gobierno de Washington pasó a ser dominio exclusivo de los nuevos líderes industriales” [3].

Los nuevos ricos de la época proporcionaron espectáculos sin precedentes de ostentación y derroche. La proliferación de nuevas élites más en sintonía con una sociedad industrial provocó una reordenación dentro de la clase alta norteamericana. “Las aristocracias provinciales y familiares fueron desplazadas —reconoce Baltzell— por una plutocracia asociativa, exclusivista y competitiva, (...) que continúa hasta hoy” [4].

Se produjo, según el mismo autor, un entrecruzamiento confuso entre las élites nuevas y antiguas, y “como los millonarios se multiplicaron y fue necesario aceptarlos, como se perdía la pista para saber ‘quiénes’ eran las personas y reconocer ‘cuánto’ valían, el Registro Social se convirtió en el índice de la nueva clase alta de la América metropolitana” [5].

Max Lerner, sin embargo, ve en ello una sujeción de las antiguas élites regionales a los dictámenes de los nuevos grandes centros urbanos: “Anteriormente había ciudades que se ufanaban de sus ‘familias antiguas’ y de sus círculos íntimos fundados en la sangre y en la posición social; (...) esta ‘sociedad’ local fue siendo subordinada progresivamente a los grupos de poder y a los círculos mundanos de los grandes centros metropolitanos, donde se agrupan las celebridades y funciona el Registro Social, y donde algunos hombres toman decisiones que afectan a todo el país” [6].

2. La Revolución Industrial

La Revolución Industrial difundió una mentalidad laica y pragmática, volcada preponderantemente hacia el confort y el crecimiento material, poco interesada en los problemas ideológicos y religiosos.

Sus mentores y dirigentes exaltaron el progreso material, científico y tecnológico, rápido y pujante, obtenido a través de la mecanización de la producción. Pues creían que así se apartan los debates y las desavenencias ideológicas o religiosas, que según ellos eran las causas de las divisiones y conflictos sociales. El culto a la máquina, símbolo de ese progreso, y a la riqueza reemplazaría con creces los beneficios de la moral y de la religión [7].

En realidad, era una velada ateización que subvertía los fundamentos de la sociedad.

El mito del “self-made man”

Junto con la revolución industrial, tomó cuerpo el mito según el cual el modelo del self-made man era la causa de la proliferación de nuevos millonarios al permitir que se revelasen potencialidades humanas insospechadas. Este mito propagó la ilusión de que la gran mayoría de los hombres enriquecidos desde la segunda mitad del siglo XIX, eran de familias pobres e inmigrantes, de bajo nivel social, y habían alcanzado el nivel más alto de la escala social y económica con su exclusivo esfuerzo, gracias a las oportunidades que ofrecía una sociedad democrática e igualitaria.

Este espejismo ha sido refutado por investigaciones recientes. En la realidad se ha comprobado que este tipo de ascenso social fue raro y constituyó una excepción. “La gran mayoría —dice Ingham— de quienes ocupaban puestos ejecutivos en el siglo XIX y continuaron formando parte de una clase alta, rica y poderosa en el siglo XX, provenía de una buena situación familiar y cultural” [8].

Refiriéndose concretamente a los millonarios del hierro y del acero de Pittsburgh, Ingham afirma que “eran generalmente hijos de hombres de negocios procedentes de la clase media alta y de la clase alta y se diferenciaban poco de los de Filadelfia, o de los de los Estados Unidos en general” [9].

El sociólogo Robin Williams llega a una conclusión semejante: “Desde comienzos del siglo XIX los líderes del mundo de los negocios de los Estados Unidos procedían en su mayoría de familias económicamente bien situadas en una proporción que se mantuvo estable durante mucho tiempo, oscilando entre los tres quintos y los tres cuartos del total. Menos de un quinto de la élite de hombres de negocios provienen de las categorías de trabajadores, artesanos, pequeños empresarios, empleados administrativos o agricultores” [10].

Edward Pessen, haciendo referencia a otras investigaciones, afirma que “los grandes hombres de negocios de 1900 y de la década de 1870 (...) eran, en su gran mayoría, de alto nivel social y de familias extraordinariamente afortunadas. Al descubrir que ‘los hijos de inmigrantes o granjeros pobres no sumaban, en realidad, más del tres por ciento de los líderes de negocios de los Estados Unidos’ de 1900 cuyo origen había estudiado, William Miller llega a la irónica conclusión de que los niños pobres ‘que llegaron a ser líderes en los negocios han aparecido siempre más frecuentemente en los libros de historia de los Estados Unidos que en la propia historia americana’” [11].

Herbert Von Borch constata que así ha continuado siendo a lo largo del siglo XX: “La riqueza está cada vez más fundada en la herencia, y cada vez se hace más raro que alguien ascienda a la clase de los millonarios partiendo de los peldaños más bajos. Actualmente, los ‘self-made men constituyen tan sólo un nueve por ciento del grupo con rentas más altas; el veintitrés por ciento tiene su origen en la clase media, y el sesenta y ocho por ciento en la clase alta, cuya riqueza proviene de tiempos lejanos” [12].

3. La asimilación de los nuevos ricos

John Ingham registra la aparición de un abanico de instituciones, “desde agrupaciones de vecinos o personas de la misma religión —que ya contaban con antecedentes— hasta clubs educativos y sociales exclusivos, relativamente nuevos en el escenario de la clase alta”, con el objetivo de encuadrar y asimilar a los nuevos ricos. Y agrega: “Estas instituciones formales se juntaron a una institución informal más antigua —el matrimonio— para establecer un sistema complejo aunque razonablemente lógico, según el cual las nuevas élites eran ordenadas, rotuladas y clasificadas de acuerdo con su status. El sistema también estableció con nitidez los grados y estadios que la nueva élite debía escalar antes de ser admitida al área más íntima de la asimilación social, esto es, al matrimonio con las ‘mejores’ y más antiguas familias” [13].

La influencia social de las élites tradicionales también se perpetuó, gracias a las instituciones educativas por ellas fundadas: “A mediados del siglo XIX, la aristocracia colonial del Nordeste se había retirado de la participación directa en la vida política; pero pasó a dominar las instituciones educativas que orientaron socialmente a las posteriores generaciones de élites de diverso origen. Así continuó dejando su marca en las élites de la era industrial” [14].

Arriba: Vista aérea de la isla de Newport, en el Estado de Rhode Island, con sus bellas mansiones. En el centro, destaca el palacio Breakers.

Abajo: Salón de música de la Breakers House.

Digby Baltzell agrega que a lo largo del siglo XX “las selectas escuelas episcopalianas de Nueva Inglaterra y las universidades del Este, más de moda, comenzaron a educar a una clase alta que procedía de todo el país. Estas instituciones enseñaban a los hijos de los nuevos y de los antiguos ricos, fuesen de Boston, Baltimore, Filadelfia o San Francisco, los matices sutiles del estilo de vida de la clase alta” [15].

Los patrimonios familiares tradicionales fueron protegidos contra su dispersión por un sistema de trusts familiares. En ellos el patrimonio familiar fue conservado íntegro y se administra en beneficio del conjunto de sus miembros.

Esta realidad es descrita por George Marcus: “La familia, organizada burocráticamente en trusts, estaba ahora subordinada, como unidad social, a las instituciones creadas por ella para asumir sus funciones. Los trusts y las sociedades fiduciarias conservaron la organización de las familias, pero, en cuanto unidades, las relegaron a una posición secundaria, mientras liberaban a sus miembros para que asumieran profesiones y ocuparan posiciones de liderazgo en el nuevo complejo de las instituciones culturales y financieras” [16].

Este proceso estrictamente legal, utilizado por primera vez por la élite tradicional de Boston en la década de 1820, fue plenamente desarrollado a partir de la década de 1880. Se convirtió en un precioso instrumento para muchas familias de la clase alta tradicional al permitirles preservar su patrimonio en medio de las transformaciones de la era industrial, a través de las generaciones, hasta nuestros días.

Arriba: Salón de Banquetes de la Breakers House

Abajo: Comedor, Marble’s House.

Sin duda, los trusts familiares debilitaron en alguna medida la noción de riqueza individual entre las grandes fortunas del país. Pues, para efectos prácticos, la mayoría de las fortunas familiares pertenece al conjunto y no a individuos concretos. En cierto sentido, son propiedad colectiva de toda la familia [17].

La fundación filantrópica, ilimitada en su duración y dotada de considerables ventajas fiscales, proporcionó también una estructura institucional para la “legitimación moral” de las dinastías familiares y para innumerables modalidades de servicio público. “La fundación filantrópica, que apoyaba las profesiones liberales y la educación, se convirtió en el nicho organizado dentro del cual podían perpetuarse las familias” [18].

Los patrimonios asegurados por los trusts familiares y administrados por profesionales que los aplican en grandes empresas hablan hoy de una innegable continuidad en la clase alta. Esta continuidad, proporciona a las élites una influencia y un prestigio crecientes en el mundo actual, marcado paradójicamente por el signo de un igualitarismo democrático.


NOTAS

 [1] TINDALL, America: A Narrative History, p. 715.

 [2] MILLER, Jacksonian Aristocracy, p. 180.

 [3] DYE y ZEIGLER, The Irony of Democracy, p. 73.

 [4] Digby BALTZELL, Philadelphia Gentlemen: The Making of a National Upper Class, The Free Press, New York, p. 18.

 [5] Digby BALTZELL, Who’s Who in America and the Social Register, in Class, Status and Power, ed. Reinhard BENDIX y Seymour Martin LIPSET, The Free Press, New York, 1966, p. 274.

 [6] Max LERNER, America as a Civilization, Henry Holt & Co., New York, 1987, p. 482. Copyright@1957 por Max Lerner, renovado en 1985. Reproducido con autorización de Simon & Schuster, Inc.

 [7] Christopher LASCH, The True and Only Heaven: Progress and its Critics, W.W. Norton and Company, New York, 1991, p. 40.

 [8] John INGHAM, The Iron Barons: A Social Analysis of an American Urban élite, 1874-1965, Greenwood Press, Westport (Conn.), 1978, p. 222. Copyrigth@John N. Ingham. Grenwood Press es una marca del Grenwood Publisinhg Gruop Inc., Westport (Conn.). Reproducido con autorización.

 [9] INGHAM, The Iron Barons, p. 5.

 [10] WILLIAMS, American Society — A sociological Interpretation, p. 117, 123.

 [11] PESSEN, Riches, Class and Power Before the Civil War, p. 79.

 [12] Von BORCH, The Unfinished Society, p. 219.

 [13] INGHAM, The Iron Barons, pp. 84-85.

 [14] George MARCUS, Élite Communities and Institutional Orders, en Élites: Ethnographic Issues, University of New México Press, Albuquerque (New México), 1983, p. 43.

 [15] BALTZELL, Philadelphia Gentlemen, p. 10.

 [16] George F. MARCUS, Elites: Ethnographic Issues, School of American Research — University of New México Press (Albuquerque), 1983, p. 238.

 [17] Cfr. Michael Patrick ALLEN, The Founding Fortunes, Tally Books, 1987, p. 103.

 [18] MARCUS, Elites: Ethnographic Issues, p. 239.