Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana - Vol. II

Revolución y Contra-Revolución

en las tres Américas

Editorial Fernando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

 

 

Primera edición, abril de 1995

© Todos los derechos reservados.

 

 

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NOTAS

● El Apéndice V de la presente obra ha sido realizado, bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, por una comisión inter-TFPs de Estudios Iberoamericanos.

● El Apéndice VI fue elaborado, también bajo la dirección del profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en 1993, por una comisión de Estudios de la TFP norteamericana.

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I del primer volumen.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la primera edición, abril de 1995. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


Los Estados Unidos de América:

En un Estado democrático, florecen con sorprendente

vigor tradiciones y anhelos aristocráticos

 

CAPÍTULO I

La jerarquía social en los Estados Unidos

 

1. La imagen unilateral de los Estados Unidos

La influencia del mito americanista

A lo largo del siglo XIX e inicios del XX, la historiografía norteamericana interpretó de diversos modos lo que se podría llamar el mito americanista. Con esta expresión se designa cierta forma liberal e igualitaria de presentar el espíritu estadounidense, nacida más bien de prejuicios ideológicos de la Ilustración y del Racionalismo que de una visión objetiva de la realidad norteamericana.

Según su versión más radical, los Estados Unidos serían una nación redentora [2], con la “misión providencial” de expandir la democracia, liberando al mundo de las opresiones remanentes de la austera y jerárquica civilización europea originada en la Edad Media y conduciéndolo a una nueva era.

Una afirmación fanática de este mito fue pronunciada en 1897 por el senador Albert Beveridge: “Dios no ha preparado durante mil años a los pueblos de habla inglesa y teutónica para que permanezcan en una vana e inactiva auto-contemplación y auto-admiración. No. El nos ha convertido en los principales organizadores del mundo, para establecer el orden donde reinaba el caos; nos ha dado un espíritu progresista para aplastar las fuerzas reaccionarias en toda la Tierra; nos ha dado habilidad para gobernar para que podamos administrar el gobierno de los pueblos salvajes y seniles. Si no fuese por esta fuerza de los anglosajones, el mundo volvería a la barbarie y a las tinieblas; y de toda nuestra raza, Él ha señalado al pueblo norteamericano como Su nación elegida para realizar, por fin, la redención del mundo” [3].

La impresionante extensión territorial de los Estados Unidos y la acumulación de riquezas que hizo de ellos la mayor potencia temporal de la Historia parecía destinada a financiar esta “misión providencial”. Obviamente, tal “misión” no tenía sentido si la democracia no floreciese dentro de los propios EEUU.

Fue así como muchos historiadores y sociólogos estadounidenses bajo la influencia del mito americanista exaltaron casi exclusivamente los aspectos liberales, democráticos e igualitarios de su país. Sacrificaron con frecuencia el rigor científico en aras de un espíritu apologético y prácticamente ignoraron o silenciaron la existencia de élites y de instituciones aristocráticas o con aspectos aristocráticos.

Esta interpretación unilateral de la realidad norteamericana no sólo se difundió en los Estados Unidos, sino en todos los países de Europa y de América Latina, donde facilitó la aceptación del democratismo revolucionario nacido de la Revolución Francesa de 1789. Las repercusiones religiosas de este mito fueron condenadas por León XIII en la carta apostólica Testem benevolentiae, de 1899 [4].

Alexis de Tocqueville: una de las fuentes de esta visión unilateral.

Parte de esta mistificación proviene de la exégesis izquierdista de la obra de Alexis de Tocqueville (1805-1859). Este aristócrata francés visitó los Estados Unidos entre 1831 y 1832. En 1835 publicó Democracia en América, que se convirtió en un libro clásico para analizar la sociedad norteamericana.

Afirma el historiador Edward Pessen, destacado profesor de Historia en el Baruch College de la Universidad de la Ciudad de Nueva York, que esta obra es el análisis más influyente y duradero sobre la democracia americana de la época y continúa gozando de amplia aceptación [5].

El vizconde de Tocqueville estaba persuadido de que los días de la aristocracia habían terminado. Lamentaba la marcha hacia la igualdad pero la veía como históricamente inevitable y consideraba inútil resistirse a ella. Sostenía, incluso, que “tratar de oponerse a la democracia sería (...) resistirse a los deseos de Dios” [6].

Tocqueville aplicó su inteligencia y observación para tratar de “regular o disminuir la velocidad” de la marcha hacia el igualitarismo total. Después de recorrer los EEUU, volvió a Francia decidido a mostrar el ejemplo de una sociedad moderna que había triunfado sin violar el principio de la igualdad. Su obra Democracia en América fue presentada en Europa —aún en plena convulsión pro y contra la ideología de la Revolución Francesa— como una fascinante visión de un país próspero y totalmente democrático, en el cual la familia, la aristocracia y los valores hereditarios habían sido casi extinguidos sin sucumbir en el despotismo ni en la ley del más fuerte.

“El elemento aristocrático —decía Tocqueville— ha sido siempre débil (...), aunque no ha sido totalmente destruido. (...) El principio democrático, en cambio, ha ganado tanto dinamismo (...) que se ha convertido no sólo en dominante, sino también en omnipotente. Ni la familia, ni la autoridad pueden ser percibidos; con mucha frecuencia, ni siquiera pueden distinguirse influencias individuales duraderas” [7].

El aristócrata francés, Vizconde Alexis de Tocqueville (a la izquierda), visitó los Estados Unidos en 1831. Tres años después, publicó el libro Democracia en América, que se convirtió en uno de los principales difusores del mito americanista. Tocqueville estaba persuadido de que los días de la aristocracia habían terminado. Lamentaba la marcha hacia la igualdad pero la veía como históricamente inevitable. Su visión unilateral y profundamente igualitaria respecto a los Estados Unidos —difundida en el mundo entero— ha sido completamente demolida por la investigación moderna.

Las ciencias sociológica, histórica y psicológica demuestran hoy que pretender el ideal de una sociedad sin clases es algo tan irreal como imposible. Y que “existen abundantes pruebas de que las clases sociales y sus líneas delimitadoras existen y siempre han existido en los Estados Unidos”, con profusión de distinciones sociales conscientemente cultivadas. Más todavía, un creciente número de historiadores reconoce hoy que la vida de las élites americanas está en la misma esencia de la Historia de los Estados Unidos.

 

A la derecha, el Stock Exchange de Nueva York, en 1882. Abajo, la famosa Broadway, en 1875.

Según esta visión utópica, los Estados Unidos eran una sociedad dominada por las masas: había pocas personas verdaderamente ricas, pero también los verdaderamente pobres eran pocos; casi todos los ricos se habían hecho a sí mismos desde un origen humilde, y su fortuna no duraría más de tres generaciones; era una sociedad fluida y dinámica, en la que ricos y pobres ascendían y descendían rápida y constantemente; las diferencias sociales eran insignificantes; la palabra siervo era tabú; los prisioneros daban la mano a sus carceleros; los obreros se vestían como burgueses; los políticos, incluso los de familias patricias, ostentaban un origen humilde; y la general vulgaridad de maneras atestiguaba el predominio de las clases inferiores [8].

Tocqueville creyó descubrir que “la general igualdad de condición entre su gente (...) que otorga una peculiar dirección a la opinión pública y un peculiar contenido a las leyes (...) es el hecho fundamental del cual parecen derivarse todos los demás” [9].

Sin embargo, el aristócrata francés fue víctima del mito americanista. Pues, como señala Edward Pessen, esta visión unilateral “ha sido demolida completamente por la investigación moderna” [10], como pasaremos a exponer.

2. La escuela elitista

La decadencia del mito.

El mito americanista obnubiló pura y simplemente a los sociólogos e historiadores estadounidenses sobre la existencia de élites. Vanee Packard estigmatizó esta actitud mezquina diciendo que para ellos “las clases sociales no deberían existir. Pues, Karl Marx había transformado el vocablo ‘clase’ en una mala palabra. En consecuencia, dichos sociólogos hasta hace pocos años sabían más sobre las clases sociales de Nueva Guinea que sobre las de Estados Unidos” [11]. Y Philip Burch, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Rutgers, recalcó que “el tema ha sido olvidado durante mucho tiempo, tal vez porque el propio concepto [de élites] contradice la idiosincrasia de una nación democrática” [12].

En efecto, se impuso una censura implícita al tema de las élites, el cual sería fruto de soñadores indignos de crédito. “Proponer que la sociedad norteamericana está aproximadamente tan basada en una jerarquía de clases como la sociedad británica —observan los sociólogos Peter Cookson y Caroline Persell— lo colocaba a uno casi fuera de la respetabilidad social” [13].

A mediados de los años treinta, un creciente número de estudios sociológicos, históricos y psicológicos comenzó a demostrar que subsistían élites definidas y consistentes, y que su historia es la esencia de la Historia del país. Nació así una escuela revisionista que recibió el nombre de elitista por el énfasis dado al papel histórico de las élites.

La aparición de esta escuela se relacionó con el “renacimiento conservador” del post II Guerra Mundial. Este “renacimiento” tenía por objetivo reavivar las ideas conservadoras y tradicionales frente a la quiebra de las doctrinas izquierdistas dominantes. Su efecto fue un movimiento conservador que continúa hasta hoy.

La escuela elitista demuestra que la escuela pluralista igualitaria está equivocada por derivar de presupuestos cuya falsedad ha sido probada por la ciencia sociológica, histórica y psicológica. El eminente especialista en élites C. Wright Mills llega a concluir que la descripción corriente de la sociedad democrática “es un conjunto de imágenes salidas de un cuento de hadas [14].

Deducen lo mismo Michael Burton, profesor de Sociología en el Loyola College de Baltimore, y John Higley, profesor de Gobierno y Sociología en la Universidad de Texas (Austin), analizando la bancarrota de las demás escuelas sociológicas, entre las cuales, la marxista, la pluralista y la de Max Weber. Afirman que las principales tesis de la escuela elitista sobre “la inevitabilidad y variabilidad de las élites, así como sobre la interdependencia entre las élites y las no élites, están en consonancia con muchos sociólogos políticos contemporáneos. La sociología política ha sufrido una notable pero implícita convergencia en dirección a la teoría elitista”. Además registran las centenas de escritos dedicados al asunto en las últimas décadas: “En 1976, el autorizado compendio de Putnam recogió seiscientas cincuenta obras en inglés. Desde entonces han sido publicadas casi trescientas más. El ‘Social Science Index’ registra cerca de doscientos cincuenta artículos sobre élites entre los años 1976 y 1984 [15].

Esta escuela relativamente reciente no se ha desarrollado en su plenitud. Por ejemplo, la investigación sobre la influencia de las élites en cuanto modelo moral de la sociedad aún está por ser profundizada. Ella enfoca principalmente los aspectos políticos y económicos de las élites, diferenciándose del autor de este libro que funda su análisis de la jerarquía social en principios religiosos, morales y de orden natural.

Es lícito y provechoso aplicar las enseñanzas de Pío XII sobre el uso de criterios de análisis religiosos en un tema habitualmente considerado no religioso. Puesto, además, el gran número de católicos del mundo y la influencia del pensamiento del Pontífice sobre ellos, la comprensión de estas enseñanzas es de interés público incluso para los no católicos.

Hechas estas salvedades, debe decirse que es innegable la validez objetiva de las constataciones de esta escuela, pues desmienten muchos prejuicios y presentan una imagen más fidedigna de la realidad social e histórica de los Estados Unidos: la de una nación aristocrática en muchos sentidos que vive en el seno de un Estado democrático.

Ideas maestras de la escuela elitista.

Dye y Zeigler refutan el mito de que las élites sean “necesariamente conspiraciones destinadas a oprimir o explotar a las masas”. Por el contrario, afirman: “son las élites —y no las masas— las que aportan valores a la sociedad” y “las que gobiernan los Estados Unidos”. El elitismo, según Dye y Zeigler, “pretende que los hombros de las élites, y no los de las masas, cargan la responsabilidad del bienestar público” [16].

Por su parte, Burton y Higley sintetizan las nociones esenciales de la misma escuela en tres afirmaciones principales:

1) las élites son inevitables en todas las sociedades;

2) las élites, y no las masas, constituyen generalmente el factor que decide los rumbos del cuerpo social;

3) el movimiento del cuerpo social está determinado por una necesaria interdependencia entre élites y no élites [17].

Las élites, la estratificación y las desigualdades sociales son indispensables en una sociedad orgánica.

Muchos sociólogos norteamericanos destacan que la jerarquía social ha existido siempre y en todas partes, y, a pesar del mito americanista, los Estados Unidos no son una excepción a esta regla.

El sociólogo Pierre van den Berghe ridiculiza “a los amables optimistas que firmaron la Declaración de Independencia de los Estados Unidos”, por haber creído “evidentísimo que todos los hombres han sido creados iguales; pues esto va contra cualquier evidencia. Que todos deban ser tratados como si fueran iguales es una idea exótica y reciente, nacida en la cultura occidental hace un poco más de doscientos años”. Y concluye: “El igualitarismo es malo para la sociología y resulta empíricamente un absurdo. (...) Todas las sociedades humanas están estratificadas. (...) El orden jerárquico es evidente en la familia, la menor y más universal forma de organización social humana” [18].

La misma idea es repetida por Robert Nisbet: “Dondequiera que dos o más personas se asocian, tiene que haber alguna forma de jerarquía” [19]; mientras que el profesor Robin Williams, de la Universidad de Cornell, sostiene: “Todas las sociedades cuentan con algún sistema de clasificación de sus miembros o de los grupos que las constituyen, dentro de algún tipo de escala de superioridad e inferioridad” [20].

Analizando con más detalle la estratificación de la sociedad, Seymour Martin Lipset y Reinhard Bendix observan que “en toda sociedad compleja existe una división del trabajo y una jerarquía de prestigio. Las posiciones de liderazgo y responsabilidad social están generalmente situadas en la parte más alta” [21].

La extensa lista de los estudiosos que reiteran principios semejantes da una idea de la inconsistencia del mito igualitario. Suzanne Keller, profesora de Sociología en la Universidad de Nueva York, sostiene que “la existencia y persistencia de minorías influyentes es una de las características constantes de la vida social organizada. (...) La comunidad siempre separa a algunos de sus miembros como muy importantes, muy poderosos o muy destacados” [22].

Nisbet recalca que “nunca ha existido una sociedad sin desigualdades, y es muy probable que nunca pueda existir” [23]; concordando con Dye y Zeigler, quienes escriben: “Las desigualdades entre los hombres son inevitables (...) Los hombres no nacen con las mismas capacidades, ni pueden adquirirlas mediante la educación. (...)Aún cuando las desigualdades de riqueza fueran eliminadas, las diferencias permanecerían” [24]. El sociólogo Joseph Fichter agrega que “el deseo de una democracia completa, de una igualdad perfecta, carece de validez científica. (...) Pretender el ideal de una sociedad sin clases es algo tan irreal como imposible” [25].

Condensando, por fin, las conclusiones de los sociólogos italianos Gaetano Mosca, Vilfredo Pareto y del alemán Robert Michels, otros conocidos estudiosos, Burton y Higley, ratifican que: “Las élites son inevitables (...) incluso en una sociedad abiertamente democrática e igualitaria” [26]. Van den Berghe remata: “La desigualdad existe innegablemente en todas las sociedades humanas (...) Nos guste o no, poco se puede hacer para evitarlo” [27].

Por todo esto, concluyen Dye y Zeigler: “El elitismo es una característica necesaria de todas las sociedades” [28].

3. Las élites en los Estados Unidos

También la sociedad norteamericana produjo jerarquías.

La sociedad norteamericana es, como todas las demás, una sociedad jerarquizada. Y no podía ser de otra manera.

William Domhoff, profesor de psicología en la Universidad de California en Santa Cruz, afirma que “los especialistas también han acabado con el mito de una sociedad sin ciases (...) La estructura social [norteamericana] se compone de varias capas que se entrecruzan sucesivamente hasta alcanzar la cumbre” [29].

W. Lloyd Warner explica que para los norteamericanos “no es posible elegir entre el actual sistema jerarquizado y otro de igualdad perfecta, sino entre el tipo de jerarquía actual y otro diferente” [30].

Para muchos que observan superficialmente la sociedad norteamericana, ésta les parece igualitaria, al menos a primera vista. Herbert von Borch deshace este espejismo mostrando que “por debajo de esa superficie se desvenda una fascinante miscelánea de distinciones sociales conscientemente cultivadas, que implican la existencia de (...) fuerzas de estratificación más profundas” [31].

The Christmas Coach, por J. L. G. Ferris en el Independence Hall de Philadelphia.

La presencia de clases sociales jerarquizadas parece contradecir la innegable singularidad de la historia norteamericana. Pero Edward Pessen se encarga de demostrar que “existen abundantes pruebas de que las clases sociales y sus líneas delimitadoras, así como las diferencias de posición, existen y siempre han existido aquí, como en cualquier otro lugar del mundo contemporáneo” [32].

Y esta distinción de clases se refiere no sólo a las personas y familias de gran fortuna sino a toda la sociedad norteamericana, como lo explica C. Wright Mills: “En todas las pequeñas ciudades de los Estados Unidos hay un grupo de familias, colocadas por encima de las clases medias, que se destacan del conjunto de la población, compuesta por funcionarios y asalariados.(...) Íntimamente relacionados entre sí, tienen la clara noción de que pertenecen a las principales familias. (...) Así ha sido siempre y así continúa siendo la vida en las pequeñas ciudades de los Estados Unidos” [33]. Este testimonio no es nada sospechoso. Pues Mills, que algunos consideran como un precursor de la Nueva Izquierda de los años 60, estudia las élites en los EEUU no para defenderlas, sino para atacarlas. No es el único teorizador de la escuela elitista que toma esa orientación.

Nos encontramos, por tanto, ante una sociedad no menos jerarquizada que la europea si bien que no existan los títulos de nobleza. Por ejemplo, dicha diferenciación social es más evidente en Nueva Inglaterra, núcleo originario de la colonización inglesa y centro, hoy, de algunas de las más antiguas tradiciones norteamericanas.

El análisis de esa importante región, según Lloyd Warner, “demuestra la presencia de un sistema bien definido de clases sociales. En la cúspide se encuentra una aristocracia de cuna y riqueza (...) [las ‘familias antiguas’] pueden trazar su linaje a través de diversas generaciones que han participado de un estilo de vida característico de la clase alta. (...) Las familias nuevas (...) aspiran a alcanzar el status de familia antigua, si no para los actuales miembros, al menos para sus hijos” [34].

A falta de títulos nobiliarios, las familias más antiguas de las varias ciudades y estados son designadas con otras expresiones. Encontramos, por ejemplo, los Proper San Franciscans, los Genteel Charlestonians, las First Families of Virginia, los California Dons (expresión que designa a las familias descendientes de la antigua aristocracia española), los Boston Brahmins, los Proper Philadelphians, los Knickerbockers o los Metropolitan 400 de Nueva York, etc. Muchas de estas familias aún conservan sus ancestrales mansiones. En 1981, la Preservation League de New York incluyó treinta y siete grandes haciendas del Valle del Hudson entre las más “significativas propiedades” de los Estados Unidos. Veintidós de ellas continuaban en las manos de las familias originarias [35]. En Natchez, Missisippi, uno de los centros de alta vida social en el Sur, se da el mismo fenómeno. Robert de Blieux, ex conservador de los lugares históricos de la ciudad, afirma: “La mayoría de las valiosas mansiones de Natchez han permanecido en las manos de las mismas familias durante varias generaciones. Son éstas las ‘familias de antiguo linaje de Natchez’” [36].

Por ello, los mencionados sociólogos concluyen que no se comprende la sociedad norteamericana si no se considera su carácter jerárquico. Warner, por ejemplo realza que “es imposible estudiar con inteligencia y acuidad los problemas básicos de la sociedad norteamericana contemporánea y de la vida psíquica de sus miembros sin tomar en plena consideración las diversas jerarquías que sitúan a los ciudadanos, su comportamiento y los objetos de su cultura en posiciones sociales más altas o más bajas. Estas jerarquías sociales penetran en todos los aspectos de la vida social de este país” [37].

La historia de los Estados Unidos es la historia de sus élites dirigentes.

Después de reconocer la existencia de élites en todas las sociedades, incluso en la norteamericana, los sociólogos de la escuela elitista extraen otra conclusión lógica: las élites, y no las masas, dan el tono a la vida nacional. Cualquier transformación en las élites repercute en todo el cuerpo social del país. Por eso, para Kenneth Prewitt de la Universidad de Chicago y Alan Stone de la Universidad Rutgers, “la historia de la política es la historia de las élites. El carácter de una sociedad —sea justa o injusta, dinámica o estancada, pacifista o militarista— es determinado por el carácter de su élite. Los objetivos de la sociedad son establecidos por las élites y alcanzados bajo su dirección” [38].

No se le escapará al lector atento una cierta simplificación de lenguaje en estos autores. En efecto, ninguna de las clases que componen cualquier sociedad carece habitual y necesariamente de influencia, por pequeña que sea. En cualquier momento una clase poco influyente puede ejercer, incluso por omisión, una acción co-directiva en los destinos de la nación. Esta realidad la encontramos implícita o explícita en el pensamiento de incontables autores, desde el más remoto pasado. Por ejemplo, en la célebre analogía entre la sociedad y el organismo humano atribuida a Menenio Agripa [39].

Sin embargo, cuando la influencia de una clase social se hace sobremanera preponderante es lícito afirmar que es exclusiva.

Con las premisas de su escuela, dichos sociólogos estudian la historia norteamericana desde el prisma de las élites y de su predominio social. Prewitt y Stone declaran que aunque “la historia norteamericana es presentada (...) como si la participación de las masas (...) hubiera tenido el más alto significado político. (...) muchos especialistas (...) han llegado a conclusiones bastante diferentes. (...) Ya hay suficientes estudios para (...) convencer al lector de que la participación popular en la toma de decisiones políticas ha sido habitualmente de poca importancia” [40].

Las conclusiones son invariablemente las mismas: los Estados Unidos no son guiados por las masas sino por las élites.

El papel directivo de las élites en los Estados Unidos no se restringe al campo político y económico sino que se extiende principalmente al dominio social y cultural. Explicando la tradición de generoso mecenazgo de la clase alta, Charlotte Curtis afirma que las clases ricas “al donar millones de dólares para la fundación y manutención de galerías de arte, museos, óperas, orquestas sinfónicas, hospitales, investigación médica, parques, instituciones educativas y una amplia variedad de obras de caridad, hacen que una causa sea más popular que otra, afectando como ningún otro grupo ni persona puede hacerlo las prioridades en materia de cultura, salud y educación a nivel regional y nacional” [41].

William Domhoff agrega: “Las señoras de la clase alta lideran la moda, patrocinan la cultura, dirigen las obras de beneficencia y mantienen actividades sociales que conservan a la clase alta en su función. (...) Y ayudan a mantener la estabilidad del sistema social como un todo” [42].

El papel directivo de las élites es a veces imponderable. Considérese su influencia sobre los gustos del público en general. Como hace notar Charlotte Curtis: “ellas van educando el gusto en su región [43].

4. La paradoja norteamericana

La coexistencia de la mitología demócrata—igualitaria y de la realidad jerárquica creó una dicotomía entre ideología y estilo de vida. Este dilema es una constante de la vida de las élites sociales norteamericanas, como señala Lloyd Warner: “Su ideología oficial es siempre fuertemente democrática e igualitaria, pero su comportamiento y sus valores tienden a destacarlas como superiores y diferentes de las clases que están por debajo de ellas” [44].

Joseph Fichter también verifica que “existe visiblemente entre nosotros la curiosa combinación de una sociedad realmente estratificada con una repugnancia general a admitir la presencia de una jerarquización” [45].

Esta contradicción impide la natural expansión de las élites. Ellas se sienten arrinconadas, sin los instrumentos necesarios para beneficiar a la sociedad como podrían. Es decir, como un árbol de cuyo tronco no nacen ramas. En efecto, Louis Auchincloss observa que “la real existencia de un mundo brillante les parece a muchos la perpetuación de una archiherejía en el propio relicario de la democracia, un ruido vulgar que rompe el tranquilo silencio del sueño norteamericano” [46].

Sin duda, el fenómeno de las élites, como todo lo que está bajo el dominio del hombre, es susceptible de exageraciones y excesos. Pero no se puede cometer otro exceso por miedo de caer en el opuesto. Y es fácil, en este caso, pasar de un extremo a otro. El temor apriorístico e inquisitorial de que las élites exageren su papel puede atrofiarlas fácilmente, con trágicas consecuencias para todo el cuerpo social.

Después de la independencia, la ideología oficial, fuertemente democrática e igualitaria, esparció una repugnancia hacia toda jerarquización.

Sin embargo, nunca dejó de existir en Norteamérica una sociedad realmente estratificada y unas élites —con una influencia decisiva en la vida del país— cuyo comportamiento y valores “tienden a destacarlas como superiores y diferentes de las clases que están por debajo de ellas”.

El Presidente Washington con el primer Gabinete de los Estados Unidos. De izquierda a derecha, Henry Knox, Thomas Jefferson, Edmund Randolph, Alexander Hamilton, y George Washington. Abajo, recepción en la casa de Washington, con motivo de sus bodas de plata. Óleo de J. L. G. Ferris.

Pues, un fruto de las élites es la producción de un tipo humano superior. Pero los miembros de las élites norteamericanas ocultan esta superioridad para no ser agredidos por los prejuicios democráticos igualitarios. Así por ejemplo, ciertos dirigentes de empresa que manejan celosamente un poder colosal se empeñan igualmente en ostentar los hábitos de las clases más bajas.

La paradoja americana —como será demostrado en los capítulos V, VI y VII— nació y creció junto con la propia República. Los llamados Padres Fundadores de EEUU elaboraron una estructura legal e institucional que excluía los derechos adquiridos de la aristocracia. “Los Estados Unidos —dice la Constitución— no otorgarán Títulos de Nobleza; y nadie que ocupe un cargo público de responsabilidad y confianza aceptará, sin el consentimiento del Congreso, ningún tipo de regalo, emolumento, cargo o Título concedido por cualquier Rey, Príncipe o Estado extranjero” [47]. En las primeras décadas de la República fueron demolidos otros soportes legales necesarios para la aristocracia hereditaria, como el mayorazgo y la primogenitura.

No obstante ello, los sentimientos aristocráticos persistieron a lo largo de la historia del país. Privados de sus tradicionales patrones de jerarquización social, e inspirados por el vigor orgánico de su sociedad, los norteamericanos no dejaron de buscar modelos.

Así pues, los Estados Unidos exhiben en la orla del tercer milenio la singularidad de una sociedad con una élite dirigente que cultiva empeñadamente las distinciones de posición, y, al mismo tiempo, está convencida abstractamente de que las élites no deben existir. Pessen hace notar esta “paradójica escena, dentro de la cual la mayoría de las personas parece ignorar completamente el significado e incluso la propia existencia de las diferencias entre clases, que juegan, de hecho, un papel tan central en la vida americana” [48].

 


NOTAS

[2] Cfr. Ernest Lee TUVESON, Redeemer Nation: The Idea ofAmerica's Millennial Role, University of Chicago Press, Chicago, 1968; Conrad CHERRY, God's New Israel, Prentice-Hall, Englewood Cliffs (N.J.), 1971; y A. Frederick MERK, Manifest Destiny and Mission in American History, Alfred A. Knopf, New York, 1963.

[3] apud TUVESON, Redeemer Nation, p. vii.

[4] Thomas McAVOY, The Americanist Heresy in Román Catholicism, 1895-1900, Univ. of Notre Dame Press, Notre Dame (Ind.), 1963.

[5] Cfr. Edward PESSEN, Riches, Class and Power Before the Civil War, D. C. Heath & Company, Lexington (Mass.), 1973, p. 1.

[6] Alexis de TOCQUEVILLE, Democracy in America, Vintage Books, New York, 1990, vol. 1, p. 7. Reproducido con licencia del editor.

[7] TOCQUEVILLE, Democracy in America, vol. 1, pp. 52-53.

[8] Cfr. PESSEN, Riches, Class and Power Before the Civil War, pp. 2-3.

[9] TOCQUEVILLE, Democracy in America, vol. l, p. 3.

[10] Edward PESSEN, Status and Social Class in America, en Luther S. LUEDTKE (Ed.) Making America: The Society and Culture of the United States, U. S. Information Agency, Washington (D.C.), [1987] 1988, p. 276.

[11] Vance PACKARD, The Status Seekers, David McKay, New York, 1959, p. 6.

[12] Philip BURCH, Elites in American History, Holmes & Meier, New York, 1980, vol. III, pp. 3-4.

[13] Peter W. COOKSON, Jr. y Caroline Hodges PERSELL, Preparing for Power: America's Élite Boarding Schools, Basic Books, New York, 1985, p. 16.

[14] C. Wright MILLS, The Power Élite, Oxford University Press, New York, 1956, p. 300.

[15] Michael G. BURTON y John HIGLEY, Invitation to Élite Theory: The Basic Contentions Reconsidered en G. William DOMHOFF y Thomas R. DYE (Eds.), Power Élites and Organizations, Sage Publications, Newbury Park (Cal.), 1987, pp. 235-237.

[16] Thomas R. DYE y L. Harmon ZEIGLER, The Irony of Democracy, Duxbury Press, Belmont (Calif), 1972, 2ª ed., pp. 3, 7, 343. @Copyright 1972 Wadsworth Inc. Reproducido con permiso del editor.

[17] Cfr. BURTON y HIGLEY, Invitation to Elite Theory, p. 220.

[18] Pierre L. van den BERGHE, Man in Society: A Biosocial View, Elsevier, New York, 1978, pp, 137-138.

[19] Robert NISBET, Twilight of Authority, Oxford Univ. Press, New York, 1975, p. 238.

[20] Robin M. WILLIAMS Jr., American Society: A Sociological Interpretation, Alfred A. Knopf, New York, 1960, p. 88.

[21] Seymour Martin LIPSET y Reinhard BENDIX, Social Mobility in Industrial Society, Univ. of California Press, Berkeley y Los Angeles (Ca.), 1967, p. 1.

[22] Suzanne KELLER, Beyond the Ruling Class: Strategic Elites in Modern Society, Random House, New York, 1963, p. 3.

[23] Robert A. NISBET, The Social Bond: An Introduction to the Study of Society, Alfred A. Knopf, New York, 1970, p. 53. Copyrigth@ 1970 Alfred A. Knopf Inc. Reproducido con autorización del editor.

[24] DYE y ZEIGLER, The Irony of Democracy, pp. 363, 364.

[25] Joseph FICHTER, Sociology, University of Chicago Press, Chicago, 1957, p. 49.

[26] Michael G. BURTON y John HIGLEY, Invitation to Elite Theory. The Basic Contentions Reconsidered, pp. 220-221.

[27] Van den BERGHE, Man in Society. A Biosocial View, p. 169.

[28] DYE y ZEIGLER, The Irony of Democracy, p. 363.

[29] G. William DOMHOFF, The Higher Circles, Vintage Books, New York, 1971, p. 73-74. Copyrigth@ 1970 G. William DOMHOFF. Reproducido con autorización de Random House, Inc.

[30] W. Lloyd WARNER, American Life: Dream and Reality, Univ. of Chicago Press, Chicago, ed. revisada 1962, pp. 127, 129.

[31] Herbert von BORCH, The Unfinished Society, Charter Books, Indianapolis, 1963, pp. 228-229. Copyright@ 1962 R. Piper y Co., Verlag (Alemania).

[32] PESSEN, Status and Social Class in America, p. 270.

[33] MILLS, The Power Elite, p. 30.

[34] Lloyd WARNER, Social Class in America: A Manual of Procedure for the Measurement of Social Status, Science Research Associates, Chicago, 1949; Harper Trochbooks, New York, 1960, pp. 11-13.

[35] Cfr. Christopher NORWOOD, The Last Aristocrats en The New York Times Magazine, 16/11/1981, p. 40.

[36] Apud Casey BUKRO, Deep South Ambiance is Alive, Well in Natchez, en The Sacramento Bee, Natchez, 1/3/1992.

[37] WARNER, American Life: Dream and Reality, p. 68.

[38] Kenneth PREWITT y Alan STONE, The Ruling Elites: Elite Theory, Power and American Democracy, Harper & Row Publishers, New York, 1973, p. 4.

[39] Cónsul romano en 503 a.C. Venció a los sabinos y los samnitas. Fue gran orador. Para apaciguar un conflicto surgido entre el Senado y la plebe elaboró el apólogo Los miembros y el estómago, en el cual mostraba que, así como la rebelión de unos órganos contra otros llevaría al cuerpo a la muerte, lo mismo ocurriría con la sociedad si no prevaleciera la armonía entre las clases sociales. El conflicto se extinguió con la creación de los tribunos de la plebe en el Senado.

[40] PREWITT y STONE, The Ruling Elites, p. 31.

[41] Charlotte CURTIS, The Rich and Other Atrocities, Harper & Row, New York, 1973, p. X.

[42] DOMHOFF, The Higher Circles, pp. 33, 56.

[43] CURTÍS, The Rich and Other Atrocities, p. X.

[44] WARNER, American Life, Dream and Reality, p. 116.

[45] FICHTER, Sociology, p. 75.

[46] Louis AUCHINCLOSS, Introducción a Dixon WECTER, The Saga of American Society: A Record of Social Aspiration 1607-1937, Charles Scribner's Sons, New York, [1939] 1970, p. xiv.

[47] Constitución de los Estados Unidos de América, art. 1, secc. 9.

[48] PESSEN, Status and Social Class in America, p 279.