Plinio Corrêa de Oliveira

Nobleza

y élites tradicionales análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana

 

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Editorial Femando III, el Santo

Lagasca, 127 - 1º dcha.

28006 — Madrid

Tel. y Fax: 562 67 45

Primera edición, julio de 1993.

Segunda edición, octubre de 1993

© Todos los derechos reservados.


NOTAS

Algunas partes de los documentos citados han sido destacadas en negrita por el autor.

La abreviatura PNR seguida del número de año y página corresponde a la edición de las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana publicadas por la Tipografía Políglota Vaticana en Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santitá Pió XII cuyo texto íntegro se transcribe en Documentos I.

El presente trabajo ha sido obtenido por escanner a partir de la segunda edición impresa, de octubre de 1993. Se agradece la indicación de errores de revisión. 


Santa Isabel de Hungría, Duquesa de Turingia, lava y cura las heridas de los enfermos de tiña - Murillo, 1672, Hospital de la Santa Caridad, Sevilla

 

Capítulo VI

Cooperación relevante de la Nobleza y las élites tradicionales en la solución de la crisis contemporánea

Las enseñanzas de Pío XII

 

Tras haber sido estudiadas en el capítulo anterior la legitimidad y necesidad de la existencia de las élites tradicionales, se verá a continuación cómo éstas —según lo demuestra Pío XII— deben ejercer, con las cualidades y virtudes que les son propias, la función de guías de la sociedad, a la cual no tienen derecho a renunciar.

1. La virtud cristiana, esencia de la Nobleza

El noble de los días que corren debe ser, antes que nada, un hombre en el que brillen las cualidades de su alma. La virtud cristiana y el ideal cristiano forman parte de la propia esencia de la nobleza.

“Levantad vuestros ojos y posadlos firmemente en el ideal cristiano. Todas estas agitaciones, evoluciones o revoluciones lo dejan intacto; nada pueden contra aquello que es la más íntima esencia de la verdadera Nobleza, de aquella que aspira a la perfección cristiana como la expuso el Redentor en el sermón de la Montaña. Fidelidad incondicional a la doctrina católica, a Cristo y a su Iglesia; capacidad y deseo de ser también para los demás modelo y guía. (...) Dad al mundo, incluso al mundo de los creyentes y católicos practicantes, el espectáculo de una vida conyugal irreprensible, la edificación de un hogar auténticamente ejemplar.” [1]

A continuación Pío XII estimula a la Nobleza para que demuestre una santa intransigencia: “Oponed, en vuestras casas y en vuestros ambientes, un dique a toda infiltración de principios funestos, de condescendencias o tolerancias perniciosas que podrían contaminar u ofuscar la pureza del matrimonio o de la familia. He aquí, ciertamente una insigne y santa empresa, bien capaz de inflamar el celo de la Nobleza romana y cristiana de nuestros tiempos." [2]

a) Cualidades de alma del noble actual

Para vencer los gravísimos obstáculos que se oponen al perfecto cumplimiento de su deber, el miembro de la Nobleza o de las élites tradicionales debe ser hombre de valor. Es lo que de él espera el Vicario de Cristo:

“Por eso, lo que de vosotros esperamos es, antes que nada, una fortaleza de ánimo que ni las más duras pruebas consigan abatir; una fortaleza de ánimo que no solamente os convierta en perfectos soldados de Cristo para con vosotros mismos, sino también, por así decir, en animadores y sustentadores de quienes se sientan tentados de dudar o ceder.

“Lo que esperamos de vosotros, en segundo lugar, es una prontitud para la acción, que no se atemorice ni desanime en previsión de ninguno de los sacrificios hoy exigidos por el bien común; una prontitud y un fervor tales que, al haceros solícitos en el cumplimiento de todos vuestros deberes de católicos y ciudadanos, os preserven de caer en un ‘abstencionismo’ apático e inerte, que sería gravemente culpable en una época en la que están en juego los más vitales intereses de la religión y de la patria.

“Lo que esperamos, por fin, de vosotros es una generosa adhesión —no meramente superficial y formal, sino [nacida] en el fondo del corazón y puesta en práctica sin reservas— al precepto fundamental de la doctrina y de la vida cristiana, precepto de fraternidad y de justicia social, cuya observancia no podrá dejar de aseguraros a vosotros mismos la verdadera felicidad espiritual y temporal.

“¡Que puedan esta fortaleza de ánimo, este fervor y este espíritu fraternal guiar cada uno de vuestros pasos y desembaracen vuestro camino a lo largo del nuevo año, que tan incierto se anuncia, y que casi parece conduciros al interior de un obscuro túnel!" [3]

El Pontífice desarrolla aún más esos conceptos en su alocución de 1949: “De fortaleza de ánimo todos tienen necesidad, especialmente en nuestros días, para soportar con valor el sufrimiento, para superar victoriosamente las dificultades de la vida, para cumplir con constancia su propio deber. ¿Quién no tiene algo por lo que sufrir? ¿Quién no tiene algo de qué dolerse? ¿Quién no tiene algo por lo que luchar? Solamente quien se rinde o huye. Pero vosotros tenéis menos derecho que muchos otros a rendiros o huir. Hoy, los sufrimientos, las dificultades y las necesidades son, en general, comunes a todas las clases, a todas las condiciones, a todas las familias, a todas las personas. Y si algunos están exentos de ellos, si nadan en la opulencia y en los placeres, esto debería incitarles a cargar sobre sí las miserias y privaciones de los demás. ¿Quién podrá encontrar alegría y reposo, quién no sentirá más bien malestar y rubor por vivir en el ocio y en la frivolidad, en el lujo y en los placeres, en medio de una casi general tribulación?

Prontitud para la acción. Dentro de una gran solidaridad personal y social, cada uno debe estar dispuesto a trabajar, a inmolarse, a consagrarse al bien de todos. La diferencia está, no en el hecho de la obligación, sino en el modo de cumplirla. ¿Y no es acaso verdad que quienes disponen de más tiempo y de medios más abundantes deben ser más asiduos y solícitos en servir? Al hablar de medios, no tenemos Nos la intención de referirnos única o principalmente a la riqueza, sino a todas las dotes de inteligencia, cultura, educación, conocimientos, autoridad, las cuales no han sido concedidas a algunos privilegiados de la fortuna para su exclusivo provecho o para crear una irremediable desigualdad entre hermanos, sino para el bien de toda la comunidad social. En todo aquello que es para servicio del prójimo, de la sociedad, de la Iglesia de Dios, debéis ser siempre vosotros los primeros; en eso consiste vuestro verdadero puesto de honor; ahí está vuestra más noble precedencia.

Generosa adhesión a los preceptos de la doctrina y de la vida cristiana. Son éstos los mismos para todos, porque no hay dos verdades ni dos leyes: ricos y pobres, grandes y pequeños, elevados y humildes, están igualmente obligados por la Fe a someter su entendimiento a un mismo dogma, por la Obediencia, su voluntad a una misma moral; pero el justo juicio de Dios será mucho más severo con aquellos que han recibido más, que están en mejores condiciones de conocer la única doctrina y ponerla en práctica en la vida cotidiana, con aquellos que mediante su ejemplo y autoridad pueden más fácilmente guiar a los demás por las vías de la justicia y de la salvación, o bien perderlos por los funestos senderos de la incredulidad y del pecado." [4]

Estas últimas palabras muestran que el Pontífice no admite una Nobleza o una élite tradicional que no sean efectiva y abnegadamente apostólicas. La Nobleza que vive para el lucro y no para la Fe, sin ideales, aburguesada —en el sentido peyorativo a veces atribuido a esta palabra—, es un cadáver de Nobleza. [5]

b) La caballerosidad aristocrática, un vínculo de caridad

La posesión efectiva y duradera de estas virtudes y cualidades anímicas lleva naturalmente al noble a tener maneras caballerescas y superiormente distinguidas. ¿Puede un noble dotado de ellas constituir un elemento de división entre las clases sociales?

No. La caballerosidad aristocrática bien entendida, lejos de constituir un factor de división es, en realidad, un elemento de unión que impregna de amenidad la convivencia entre el noble y los miembros de otras clases sociales con las que tenga trato en razón de su profesión o de sus actividades.

Esta caballerosidad mantiene a las clases distintas entre sí “sin confusión ni desorden, [6] es decir, sin nivelaciones igualitarias, pero hace amistosas sus relaciones.

2. La Nobleza y las élites tradicionales en cuanto guías de la sociedad

Las cualidades anímicas y trato caballeresco que emanan de la virtud cristiana capacitan al noble para ejercer la misión de guía de la sociedad.

a) Guiar a la sociedad: una forma de apostolado

En efecto, la multitud necesita hoy en día guías idóneos: La multitud innumerable, anónima, es fácil de ser agitada desordenadamente; ella se abandona a ciegas, pasivamente, al torrente que la arrastra o al capricho de las corrientes que la dividen y extravían. Una vez transformada en juguete de las pasiones o de los intereses de sus agitadores, no menos que de sus propias ilusiones, no es capaz ya de poner el pie sobre la roca y afirmarse para formar un verdadero pueblo, es decir, un cuerpo vivo con los miembros y los órganos diferenciados según sus formas y funciones respectivas, pero concurriendo en conjunto a su actividad autónoma en orden y unidad. [7]

A la Nobleza y a las élites tradicionales les cabe desempeñar esta función de guías de la sociedad, realizando así un luminoso apostolado: “¿Una élite? Bien podéis serlo. Tenéis a vuestras espaldas todo un pasado de tradiciones seculares que representan valores fundamentales para la vida sana de un pueblo. Entre estas tradiciones, de las cuales os sentís justamente orgullosos, incluís en primer lugar la religiosidad, la Fe católica viva y operante. ¿Acaso no ha probado ya cruelmente la Historia que toda sociedad humana sin bases religiosas corre fatalmente hacia su disolución o termina en el terror? Émulos de vuestros antepasados, habéis, pues, de brillar ante el pueblo con la luz de vuestra vida espiritual, con el esplendor de vuestra incontestable fidelidad hacia Cristo y hacia la Iglesia.

“Entre esas tradiciones incluís también el honor intacto de una vida conyugal y familiar profundamente cristiana. De todos los países, al menos de los comprendidos en la civilización occidental, sube el grito de angustia del matrimonio y de la familia, tan desgarrador que no es posible dejar de escucharlo. También en esto poneos con vuestra conducta a la cabeza del movimiento de reforma y de restauración del hogar.

“Entre esas mismas tradiciones incluís además, la de ser para el pueblo, en todas las funciones de la vida pública a las cuales podréis ser llamados, ejemplos vivos de observancia inflexible del deber, hombres imparciales y desinteresados que, libres de toda desordenada ansia de ambición o de lucro, no aceptan un puesto sino para servir a la buena causa; hombres valientes que no se atemorizan ni por la pérdida del favor de quienes están arriba, ni por las amenazas de los de abajo.

“Entre las mismas tradiciones, colocáis, finalmente, la de una adhesión tranquila y constante a todo aquello que la experiencia y la Historia han confirmado y consagrado, la de un espíritu inaccesible a la agitación inquieta y a la ciega avidez de novedades que caracterizan nuestro tiempo, pero ampliamente abierto, a la vez, a todas las necesidades sociales. Firmemente convencidos de que sólo la doctrina de la Iglesia puede proporcionar un remedio eficaz a los males presentes, tomad a pecho el abrirle camino, sin reservas ni desconfianzas egoístas, con la palabra y con las obras, en particular constituyendo en la administración de vuestros bienes, empresas que sean verdaderos modelos, tanto desde el punto de vista económico como desde el social. Un verdadero hidalgo jamás presta su concurso a iniciativas que no puedan sustentarse y prosperar sino con perjuicio del bien común, con detrimento o con la ruina de personas de condición modesta; por el contrario, se enorgullece de estar al lado de los pequeños, de los débiles, del pueblo, de aquellos que ganan el pan con el sudor de su frente ejerciendo un oficio honesto. Así seréis vosotros verdaderamente una élite; así cumpliréis vuestro deber religioso y cristiano; así serviréis noblemente a Dios y a vuestro país.

“Tenéis a vuestras espaldas todo un pasado de tradiciones seculares que representan valores fundamentales para la vida sana de un pueblo. Entre estas tradiciones, de tas cuales os sentís justamente orgullosos, incluís en primer lugar la religiosidad, la Fe católica viva y operante. (...)

“Entre esas tradiciones incluís también el honor intacto de una vida conyugal y familiar profundamente cristiana. De todos los países, al menos de los comprendidos en la civilización occidental, sube el grito de angustia del matrimonio y de la familia, tan desgarrador que no es posible dejar de escucharlo. “También en esto poneos con vuestra conducta a la cabeza del movimiento de reforma y de restauración del hogar.”

(Pio XII, Alocución de 1946)

“Ojalá podáis, amados hijos e hijas, con vuestras grandes tradiciones, con la solicitud por vuestro progreso y por vuestra perfección personal, humana y cristiana, con vuestros cariñosos servicios, con la caridad y simplicidad de vuestras relaciones con todas las clases sociales, ayudar al pueblo a reafirmarse sobre la piedra fundamental, a buscar el reino de Dios y su justicia." [8]

b) Cómo debe ejercer la Nobleza su misión directiva

En el ejercicio de esa misión, la Nobleza deberá tener en cuenta que la pluralidad de funciones directivas es, naturalmente, muy amplia:

“En una sociedad adelantada como la nuestra, que deberá ser restaurada, reordenada, después del gran cataclismo, la función de dirigente es muy variada: dirigente es el hombre de Estado, de gobierno, el hombre político; dirigente es el obrero que, sin recurrir a la violencia, a las amenazas o a la-propaganda insidiosa, sino por su propia valía, ha sabido adquirir autoridad y crédito en su círculo; son dirigentes, cada uno en su campo, el ingeniero y el jurisconsulto, el diplomático y el economista, sin los cuales el mundo material, social, internacional, iría a la deriva; son dirigentes el profesor universitario, el orador, el escritor, que tienen por objetivo formar y guiar los espíritus; dirigente es el oficial que infunde en el ánimo de sus soldados el sentido del deber, del servicio, del sacrificio; dirigente es el médico en el ejercicio de su misión salutífera; dirigente es el sacerdote que indica a las almas el sendero de la luz y de la salvación, prestándoles los auxilios necesarios para caminar y avanzar con seguridad." [9]

La Nobleza y las élites tradicionales tienen la función de participar en esa dirección, no en un único sector, sino con espíritu tradicional y propio, y de manera intachable, en cualquier sector digno de ella:

“Ante esta encrucijada, ¿cuál es vuestro puesto, vuestra función, vuestro deber? Se presenta bajo un doble aspecto: función y deber personal, para cada uno de vosotros; función y deber de la clase a la que pertenecéis.

“El deber personal requiere que procuréis ser, con vuestra virtud, con vuestra aplicación, dirigentes en vuestras profesiones. Bien sabemos que, de hecho, la juventud contemporánea de vuestra noble clase, consciente del obscuro presente y del aún más incierto porvenir, está plenamente persuadida de que el trabajo no es sólo un deber social, sino también una garantía individual de vida. Y Nos entendemos la palabra profesión en el sentido más amplio y abarcativo, como lo indicamos ya el año pasado: profesiones técnicas o liberales, mas también actividad política, social, ocupaciones intelectuales, obras de todo tipo, administración cuidadosa, vigilante, laboriosa, de vuestros patrimonios, de vuestras tierras, según los métodos más modernos y experimentados de cultivo para el bien material, moral, social, espiritual, de los colonos o de las poblaciones que viven en ellas. En cada una de estas actividades debéis poner el mayor cuidado en alcanzar éxito como dirigentes, tanto por la confianza que en vosotros depositan quienes han permanecido fieles a las sanas y vivas tradiciones, como por la desconfianza de otros muchos, desconfianza ésta que debéis vencer, conquistando su estima y respeto a fuerza de ser en todo excelentes en el puesto que os encontréis, en la actividad que ejerzáis cualquiera que sea la naturaleza de dicho puesto y la forma de dicha actividad”. [10]

Más precisamente, el noble debe comunicar a todo aquello que hace las relevantes cualidades humanas que su tradición le proporciona:

“¿En qué debe consistir, pues, esta excelencia de vida y de acción y cuáles son sus características principales?

“Ante todo se manifiesta en la perfección de vuestra obra, sea ella técnica, científica, artística u otra similar. La obra de vuestras manos y de vuestro espíritu debe tener aquella impronta de refinamiento y de perfección que no se adquiere de un día para otro sino que refleja la finura del pensamiento, del sentimiento, del alma, de la conciencia heredada de vuestros mayores e incesantemente fomentada por el ideal cristiano.

“Se muestra igualmente en aquello que puede llamarse el humanismo, es decir la presencia, la intervención del hombre completo en todas las manifestaciones de su actividad, aun en las más especializadas, de tal modo que la especialización de su competencia no se convierta jamás en la hipertrofia [de una sola cualidad], ni vele ni atrofie nunca la cultura general, del mismo modo que en una frase musical la nota dominante no debe romper la armonía ni oprimir la melodía.

“Se manifiesta, además, en la dignidad del porte y la conducta, dignidad que no es, sin embargo, imperativa y que, lejos de resaltar las distancias, sólo las deja traslucir, si es necesario, para inspirar a los demás una más alta nobleza de alma, de espíritu y de corazón.

“Aparece, por fin, sobre todo, en el sentido de elevada moralidad, rectitud, honestidad, probidad, que debe informar toda palabra y toda acción. [11]

Mas todo el refinamiento aristocrático, tan digno de admiración en sí mismo, sería inútil y hasta nocivo si no tuviese por base un alto sentido moral:

“Una sociedad inmoral o amoral, que ya no siente en su conciencia ni manifiesta en sus actos la distinción entre el bien y el mal, que no se horroriza ya con el espectáculo de la corrupción, que la excusa, que se adapta a ella con indiferencia, que la acoge con favor, que la practica sin perturbación ni remordimiento, que la ostenta sin rubor, que en ella se degrada, que se mofa de la virtud, se halla a camino de su ruina. (...) Muy otra es la verdadera cortesía: ésta hace resplandecer en las relaciones sociales una humildad llena de grandeza, una caridad que desconoce todo egoísmo y toda búsqueda del propio interés. No ignoramos Nos con cuánta bondad, dulzura, dedicación, abnegación, muchos —y especialmente muchas— de entre vosotros, se han curvado sobre los infelices en estos tiempos de infinitas miserias y angustias, han sabido irradiar en torno a sí la luz de su caritativo amor de los modos más adelantados y eficaces. Y este es el otro aspecto de vuestra misión. [12]

“Humildad llena de grandeza”... ¡Qué admirable expresión!; tan opuesta al fútil estilo de la jet set como a la vulgaridad de maneras, de estilo de vida, de modo de ser, llamados “democráticos” o “modernos”, actualmente en uso.

c) Las élites de formación tradicional tienen una visión particularmente aguda del presente

Un noble dotado con un espíritu profundamente tradicional puede extraer de la experiencia del pasado que vive en él los medios para conocer, mejor que muchos otros, los problemas del presente. Lejos de ser una persona situada al margen de la realidad, es un auscultador sutil y profundo de la misma:

“Existen males en la sociedad como existen en los individuos. Gran acontecimiento fue en la historia de la medicina cuando un día el célebre Laënnec, hombre de genio y de Fe, inclinado ansiosamente sobre el pecho de los enfermos, armado con el estetoscopio por él inventado, los auscultó, distinguiendo e interpretando los más débiles soplos, los fenómenos acústicos menos perceptibles de sus pulmones y corazón. Penetrar en medio del pueblo y auscultar las aspiraciones y el malestar de nuestros contemporáneos, escuchar y discernir los latidos de sus corazones, buscar remedio a los males comunes, tocar delicadamente las llagas para curarlas y salvarlas de una eventual infección por falta de cuidados, evitando irritarlas con un contacto demasiado áspero, ¿no es acaso una función social de primer orden y de gran interés?

“Comprender, amar en la caridad de Cristo al pueblo de vuestro tiempo, dar prueba con los hechos de esta comprensión y este amor: he aquí el arte y manera de hacer aquel bien mayor que os compete realizar, no sólo, de un modo directo, a quienes están a vuestro alrededor, sino en una esfera casi ilimitada, desde el momento en que vuestra experiencia se convierte en un beneficio para todos. Y en esta materia, ¡qué magníficas lecciones dan tantos espíritus nobles, ardiente y valerosamente dedicados a suscitar y difundir un orden social cristiano!” [13]

Como se ve, el aristócrata auténtico y, por tanto, genuinamente tradicional, puede y debe, conservándose como tal, amar al pueblo con base en la Fe y ejercer sobre él una influencia verdaderamente cristiana.

d) El aristócrata verdaderamente tradicional es imagen de la Providencia de Dios

Pero, se podrá preguntar, ¿no se vulgariza la Nobleza al ingresar en los puestos de dirección de la vida actual? ¿No se convertirá su amor al pasado en un obstáculo al ejercicio de las actividades actuales? Con respecto a ello enseñó Pío XII:

“No menos ofensivo para vosotros, no menos dañoso para la sociedad, sería el infundado e injusto prejuicio que no duda en insinuar y hacer creer que el Patriciado y la Nobleza desmerecerían su propia honra y faltarían a la dignidad de su rango si practicaran funciones y oficios que los pusieran a la par de la actividad general. Es muy cierto que en los antiguos tiempos no se juzgaba ordinariamente digno de los nobles el ejercicio de otra profesión que no fuese la de las armas; pero aun entonces, apenas cesaba la defensa militar, no dudaban no pocos de ellos en dedicarse a obras intelectuales o a trabajos manuales. Así pues, no es ya raro encontrar en nuestro tiempo, cambiadas las condiciones políticas y sociales, nombres de familias nobles asociados a los progresos de la ciencia, de la agricultura, de la industria, de la administración pública, del gobierno; tanto más perspicaces observadores de lo presente y seguros y atrevidos precursores del futuro, cuanto más firmemente se encuentran asidos al pasado, dispuestos a sacar provecho de la experiencia de sus predecesores, prestos para librarse de ilusiones o errores que han sido ya causa de muchos pasos en falso o nocivos.

“Pues queréis ser guardianes de la verdadera tradición que honra a vuestras familias, os corresponde el deber y el honor de contribuir a la salvación de la convivencia humana, preservándola tanto de la esterilidad a que la condenarían los melancólicos y demasiado celosos contempladores del pasado, como de la catástrofe a que la conducirían los aventureros temerarios o los profetas alucinados por un falaz y engañoso porvenir. Durante vuestra actuación aparecerá sobre vosotros y en vosotros la figura de la Providencia divina, que con su fuerza y dulzura, dispone y dirige todas las cosas hacia su perfección (Sb. VIII, 1) mientras la locura del orgullo humano no se entrometa a torcer sus designios, siempre muy superiores, por lo demás, al mal, al acaso y a la fortuna. Con semejante actuación seréis también excelentes colaboradores de la Iglesia —Ciudad de Dios sobre la Tierra que prepara la Ciudad Eterna—, la cual, aun en medio de las agitaciones y de los conflictos, no cesa de promover el progreso espiritual de los pueblos.” [14]

e) Misión de la aristocracia junto a los pobres

En esa participación en la dirección de la sociedad se incluye el doble carácter educativo y caritativo de la acción de las élites tradicionales, el cual viene admirablemente descrito en los siguientes párrafos de Pío XII:

“Pero, como todo rico patrimonio, también éste lleva consigo estrictos deberes, tanto más estrictos cuanto más rico sea. Dos sobre todo:

“1) el deber de no desperdiciar semejantes tesoros, de transmitirlos intactos y, si es posible, acrecentados, a quienes vengan detrás de vosotros; y el de resistir, por lo tanto, a la tentación de no ver en ellos sino un medio de vida más fácil, más agradable, más exquisita, más refinada;

“2) el deber de no reservaros dichos bienes solamente para vosotros, sino hacerlos aprovechar con generosidad a cuantos hayan sido menos favorecidos por la Providencia.

“Conquistaron también vuestros mayores, amados hijos e hijas, la nobleza de la beneficencia y de la virtud, testimonio de la cual son los monumentos y mansiones, los hospicios, los refugios, los hospitales de Roma, en los que sus nombres y su recuerdo hablan de su próvida y vigilante bondad para con los desventurados y necesitados. Bien sabemos Nos que en el Patriciado y en la Nobleza romana no ha disminuido esta gloria y empuje hacia el bien, en la medida en que a cada uno se lo permiten sus facultades; pero en la tan penosa hora presente, en la que el cielo se ve turbado por intranquilas noches de vigilia, vuestro ánimo—mientras guarda noblemente una seriedad, preferiríamos decir, una austeridad de vida que excluye toda ligereza y todo placer frívolo, incompatibles para todo corazón bien nacido con el espectáculo de tantos sufrimientos— siente mucho más vivo aún el impulso de una caridad activa que os anima a aumentar y multiplicar los méritos ya antes adquiridos en el alivio de las miserias y de la pobreza humanas.” [15]

Fachada y una de las naves del Hospital de la Caridad de SeviIIa, fundado por el caballero noble sevillano, Don Miguel de Mañara, en el que se continúa asistiendo a los necesitados.

   

La reina Isabel II en el acto de besar la mano al pobre más antiguo del Hospital de la Caridad de Sevilla, ca. 1864 - Óleo sobre lienzo, Jósé Roldan

La reina Isabel II aparece en el interior del histórico hospital de la Caridad de Sevilla, en el momento de inclinarse para besar la mano de un enfermo. Entre los personajes que acompañan a la reina destacan los duques de Montpensier, el padre [Sto.] Antonio María Claret, su confesor, y el entonces arzobispo de Sevilla don Luis de la Lastra y Cuesta.

3. Los guías ausentes — El mal que hay en esa ausencia

a) Absentismo y omisión, pecados de las élites

No es tan rara, desgraciadamente, entre los componentes de la Nobleza y las élites tradicionales de nuestros días, la tendencia a aislarse de los acontecimientos. Imaginándose protegidos contra las vicisitudes por una situación patrimonial segura, absortos en la evocación de los días de antaño, un considerable número de ellos se alejan de la vida real, se cierran en sí mismos, y dejan transcurrir los días y los años en una vida despreocupada, apagada y sin objetivo terreno definido. Búsquense sus nombres en las lides de apostolado, en las actividades caritativas, en la diplomacia, en la vida universitaria, en la política, en las artes, en las armas, en la producción económica: será en vano; salvo excepciones más o menos raras según el tiempo y lugar, estarán ausentes. Hasta en la vida social, en la cual, sin embargo, sería de algún modo natural que brillara, su papel llega a veces a ser nulo. Puede ocurrir que en el ámbito de una nación, de una provincia, de una ciudad, todo ocurra como si ellos no existieran.

¿Por qué este absentismo? Por una conjugación de cualidades y defectos. Examínese de cerca la vida de estas élites: es en la mayoría de los casos digna, honesta e incluso modélica, pues se inspira en nobles recuerdos de un pasado profundamente cristiano. Sin embargo, este pasado les parece que ya no significa nada a no ser para ellas mismas. Se apegan, pues, a él con un ahínco minucioso y se apartan de la vida presente. No perciben que, si en el acervo de reminiscencias de las cuales viven hay cosas que ya no son aplicables a nuestros días, [16] emanan, sin embargo, de él valores, inspiraciones, tendencias, directrices que podrían influir favorablemente y a fondo en las “formas de vida bien diversas” del “nuevo capítulo” que se ha abierto. [17]

Este precioso conjunto de valores espirituales, morales, culturales y sociales —de gran importancia tanto en la esfera política como en la privada—, esta vida que nace del pasado y debe dirigir el futuro, es la tradición. Manteniendo la perpetuidad de este valor inestimable, la Nobleza y las élites análogas deben ejercer una acción de presencia profunda y de codirección en la sociedad para asegurar el bien común.

La Santa, Pontificia y Real Hermandad del Refugio, fundada en Madrid, en 1615, se ha dedicado siempre a todas las obras de caridad, y hasta el día de hoy cuenta entre sus hermanos a los mejores nombres de la nobleza española. En la foto, la puerta de entrada a la Real Casa, junto a su popular Iglesia de San Antonio de los Alemanes, en donde se concentran las actividades de la Hermandad.

b) La ausencia de los guías: una virtual complicidad

Se comprende así aún mejor la responsabilidad que hay en la omisión de las élites perpetuamente ausentes:

“Menos difícil resulta, en cambio, determinar cuál debe ser hoy vuestra conducta ante los diferentes modelos que se os ofrecen.

“El primero de esos modelos es inadmisible: es el del desertor, el de aquel [que] ha sido llamado con justicia el ‘emigrado al interior’; [18] es la abstención del hombre molesto o irritado que, por despecho o desaliento, no hace ningún uso de sus cualidades y energías, no toma parte en ninguna de las actividades de su país y de su tiempo, sino que, como el Pelida Aquiles, [19] se retira a su tienda, junto a las naves de rápida travesía, lejos de la batalla, mientras la suerte de su patria está en juego.

“La abstención resulta aún menos digna cuando es consecuencia de una indiferencia indolente y pasiva. Peor, efectivamente, que el mal humor, que el despecho o que el desaliento sería [manifestar] negligencia ante la inminencia de ruina de sus hermanos y de su mismo pueblo. En vano se intentaría disimularla bajo la máscara de la neutralidad; no es de ningún modo neutral; se quiera o no, es cómplice. Al dejarse arrastrar pasivamente, cada uno de los copos de nieve que reposan dulcemente en la ladera del monte y la adornan con su blancura, contribuyen a convertir una pequeña masa de nieve desprendida de la cumbre en una avalancha que causará desastres en el valle y derribará y enterrará tranquilos caseríos. Sólo los bloques firmes, incorporados a la piedra en que se apoyan, oponen a la avalancha una resistencia victoriosa y pueden detener o al menos frenar su devastadora trayectoria.

“Así [ocurre con] el hombre justo y firme en su buen propósito, del cual habla Horacio en una oda célebre (Carm, III, 3), que no se deja estremecer en su inquebrantable modo de pensar ni por la furia de sus conciudadanos, que dan órdenes delictivas, ni por la amenazadora cólera del tirano, sino que se mantendría impávido aunque el Universo cayera en pedazos sobre su cabeza: ‘si fractus iIIabatur orbis, impavidum ferient ruinae’. Pero si este hombre justo y fuerte es cristiano, no se contentará con permanecer en pie, impasible, en medio de las ruinas; se sentirá obligado a resistir y a impedir el cataclismo, o por lo menos a limitar el efecto de sus daños; y aun cuando no sea capaz de contener su fuerza destructora, allí estará él para reconstruir los edificios derribados y sembrar los campos devastados. Así ha de ser vuestra conducta, la cual consiste en que —sin que debáis renunciar a vuestros libres juicios y convicciones sobre las vicisitudes humanas— toméis tal como es el orden contingente de las cosas, y dirijáis su eficacia no tanto hacia el bien de una determinada clase, sino de la comunidad en su conjunto.” [20]

Como se ve, el Papa insiste con estas últimas palabras en el principio de que la existencia de una élite tradicional interesa a todo el cuerpo social, mientras cumpla con su deber.

4. Otra forma de rechazar su misión: dejarse corromper y deteriorar

La Nobleza y las élites tradicionales también pueden pecar contra su misión dejándose deteriorar por la impiedad y por la inmoralidad:

“La alta sociedad francesa del siglo XVIII fue uno de los muchos trágicos ejemplos de ello. Nunca hubo una sociedad más refinada, más elegante, más brillante, más fascinadora. Los más variados placeres del espíritu, una intensa cultura intelectual, un finísimo arte del placer, una excelente delicadeza de maneras y de lenguaje dominaban en aquella sociedad externamente tan cortés y amable, pero donde todo —libros, novelas, figuras, adornos, vestimentas, peinados— invitaba a una sensualidad que penetraba en las venas y en los corazones, donde la misma infidelidad conyugal casi ya no sorprendía ni escandalizaba. Así trabajaba dicha sociedad para su propia decadencia y corría hacia el abismo cavado con sus propias manos.” [21]

De este modo la Nobleza y las élites tradicionales ejercen una acción trágicamente destructora en relación con la sociedad, que debería ver en ellas un ejemplo e incentivo para la práctica de las virtudes y para el bien. A ellas les cabe, por tanto, ante esta acción destructora ejercida en el pasado y en el presente, un deber reparador en esta crisis contemporánea.

La Historia la hacen principalmente las élites. Por eso, si la acción de la Nobleza cristiana ha sido marcadamente bienhechora, su paganización ha sido uno de los puntos de partida de la catastrófica crisis contemporánea:

“Conviene recordar, sin embargo, que semejante camino hacia la incredulidad y la irreligión no tuvo su punto de partida abajo, sino en lo alto, es decir, en las clases dirigentes, en los grupos elevados, en la Nobleza, en los pensadores y en los filósofos. No pretendemos hablar aquí —notadlo bien— de toda la Nobleza, y menos aún de la romana, que se ha distinguido generosamente por su fidelidad a la Iglesia y a esta Sede Apostólica —y las elocuentes y filiales expresiones que poco ha hemos oído son de ello nueva y luminosa prueba—, sino de la Nobleza europea en general. ¿Acaso no se ha manifestado durante los últimos siglos en el occidente cristiano una evolución espiritual que, por así decir, ha venido derribando y minando —horizontal y verticalmente, a lo ancho y en profundidad— cada vez más la Fe, conduciéndonos a la ruina que hoy se manifiesta en multitudes de hombres sin religión u hostiles a ella, o al menos animados y extraviados por un íntimo y mal concebido escepticismo hacia lo sobrenatural y hacia el cristianismo?

“Vanguardia de esa evolución fue la llamada Reforma protestante, durante cuyas vicisitudes y guerras una gran parte de la Nobleza europea se separó de la Iglesia y se apoderó de sus bienes. Pero la incredulidad propiamente dicha se difundió en la época que precedió a la Revolución Francesa. Observan los historiadores que el ateísmo, disfrazado con la máscara del deísmo, se propagó entonces rápidamente en la alta sociedad de Francia y de otros lugares; creer en un Dios Creador y Redentor se había convertido, en aquel mundo entregado a todos los placeres de los sentidos, en algo casi ridículo e impropio de espíritus cultos y ávidos de novedades y de progreso.

“En la mayor parte de los ‘salones’ de las más grandes y distinguidas damas —donde se debatían los más arduos problemas de religión, de filosofía, de política—, los literatos y filósofos partidarios de doctrinas subversivas, eran considerados como el más bello y rebuscado adorno de aquellas reuniones mundanas. La impiedad estaba de moda entre la alta Nobleza, y los escritores que estaban de moda por sus ataques contra la religión hubieran sido menos audaces si no hubiesen contado con el aplauso y el estímulo de la sociedad más elegante. No es que la Nobleza y los filósofos, todos y de un modo directo, se propusieran la descristianización de las masas como ideal. Por el contrario, la religión debería reservarse para el pueblo sencillo, como medio de gobierno en manos del Estado. Ellos, sin embargo, se sentían y consideraban superiores a la Fe y a sus preceptos morales; política que enseguida se demostró funesta y de cortos alcances, aun para quien la considerare desde el punto de vista meramente psicológico.

“El pueblo, tan poderoso en lo bueno como terrible en lo malo, sabe sacar con rigurosa lógica las consecuencias prácticas de sus observaciones y de sus juicios, sean ciertos o erróneos. Tomad en vuestras manos la historia de la civilización durante los dos últimos siglos: ella os enseñará y demostrará los daños que han producido a la Fe y a las costumbres de los pueblos el mal ejemplo que viene de lo alto, la frivolidad religiosa de las clases elevadas, la abierta lucha intelectual contra la verdad revelada.” [22]

5. Para el bien común de la sociedad, opción preferencial por los nobles en el campo del apostolado

Mucho se habla hoy del apostolado en beneficio de las masas y, como justo corolario, de una acción preferencial a su favor. Es necesario, sin embargo, no ser unilateral en esta materia, y jamás perder de vista la alta importancia del apostolado ejercido sobre las élites —y, a través de ellas, sobre todo el cuerpo social—, así como de hacer correlativamente una opción apostólica preferencial en favor de los nobles, de tal modo que, con grandes ventajas para la concordia social, se complementen armónicamente una opción preferencial por los pobres y una opción preferencial por los nobles, así como por todas las élites análogas.

Así se expresa Pío XII: “Ahora bien, ¿qué debe deducirse de estas enseñanzas de la Historia? Que hoy en día la salvación ha de iniciarse donde la perversión tuvo su origen. En sí no es difícil mantener en el pueblo la religión y las sanas costumbres, cuando las clases altas van delante con su buen ejemplo y crean condiciones públicas que no hagan desmedidamente gravosa la formación de la vida cristiana, antes bien la conviertan en imitable y dulce. ¿No es acaso también vuestra ésta función, amados hijos e hijas que por la nobleza de vuestras familias, y por los cargos que frecuentemente ocupáis, pertenecéis a las clases dirigentes? La gran misión que a vosotros, y con vosotros a no pocos otros, os está señalada —esto es, la de comenzar reformando o perfeccionando vuestra vida privada, en vosotros mismos y en vuestra casa, y la de empeñaros después, cada uno en su puesto y por su parte, en lograr que surja un orden cristiano en la vida pública— no admite dilación ni retraso; misión ésta nobilísima y rica en promesas, en un momento en que, como reacción contra el materialismo devastador y degradante, viene revelándose en las masas una nueva sed de valores espirituales y, contra la incredulidad, una fortísima apertura de los ánimos hacia lo religioso, manifestaciones que hacen esperar que se haya sobrepasado y superado ya el punto más bajo de la decadencia espiritual. A vosotros, pues, os corresponde el honor de colaborar, no menos que con las obras, con la luz y el atractivo de un buen ejemplo que se eleve sobre toda mediocridad para que aquellas iniciativas y aquellas aspiraciones de bienestar religioso y social sean conducidas a su feliz cumplimiento.” [23]

El apostolado específico de la Nobleza y de las élites tradicionales continúa, pues, siendo uno de los más importantes.


NOTAS

[1] PNR 1952, p. 458.

[2] Ibídem.

[3] PNR 1948, pp. 423-424.

[4] PNR 1949, pp. 346-347.

[5] Véase en ese sentido la homilía de San Carlos Borromeo citada en Documentos IV, 8.

[6] PNR 1945, p. 277.

[7] PNR 1946, p. 340; cfr. Capítulo III.

[8] PNR 1946, pp. 341-342.

[9] PNR 1945, pp. 274-275.

[10] PNR 1945, pp. 275-276.

[11] PNR 1945, p. 276.

[12] PNR 1945, pp. 276-277.

[13] PNR 1944, pp. 180-181.

[14] PNR 1944, pp. 181-182.

[15] PNR 1941, pp. 364-365.

[16] “Se ha pasado una página de la Historia, se ha terminado un capítulo, se ha colocado el punto que indica el final de un pasado social y económico”, advirtió Pío XII (PNR 1952, p. 457).

[17] PNR 1952, p. 457.

[18] “Emigrado al interior”: el Pontífice usa las propias palabras francesas “émigré a l’interieur”. Con ellas se designaba en los años 30 del pasado siglo, en el argot político de aquella nación, a los nobles que, a titulo de protesta por la ascensión del hasta entonces Duque de Orleáns al Trono como “Rey de los franceses”, considerada por ellos revolucionaria y usurpatoria, dejaron de residir en París, trasladándose a sus respectivos castillos en el interior del país.

La expresión “émigré a l’interieur” acentúa el contraste entre la actitud de esos aristócratas que “emigraron” sin dejar el territorio nacional y aquellos sus antecesores de 1789, que prefirieron concentrarse fuera del país para preparar desde allí una ofensiva contra la Revolución Francesa.

[19] Según la narración de Homero en La Ilíada, Aquiles, el más célebre de los héroes de la guerra de Troya, habiéndose encolerizado con Agamenón, que mandaba el ejército griego, se retiró a su tienda y con ello casi provocó la pérdida de la guerra.

[20] PNR 1947.pp. 368-369.

[21] PNR 1945, pp. 276-277.

[22] PNR 1943, pp. 358-360.

[23] PNR 1943, pp. 360-361.