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Epilogo
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Aflora naturalmente al espíritu del lector, llegados al fin de esta crónica, una pregunta: ¿cuál es, visto en su conjunto el balance de esta verdadera gesta Dei per contrarrevolucionarios de proyección universal, que es la epopeya de las TFPs? Una apreciación objetiva implica preguntar no sólo cuáles son los resultados concretos de estas décadas de lucha, en función de las finalidades que se persiguen, sino también que posibilidades reales existen de alcanzar la meta que se tiene en vista; o sea, de influenciar decisivamente en un sentido contrarrevolucionario los rumbos del mundo contemporáneo, al aproximarmos al Tercer Milenio de la era cristiana. Los elementos para una respuesta aparecen de modo sorprendentemente revelador, si se examinan con atención los cambios de actitud que se han ido operando en nuestros días en el espíritu de Occidente frente al fenómeno revolucionario. * * * Para medir todo el alcance de esos cambios, remontémonos a una época todavia no muy lejana, que nos sirve de adecuado término de comparación. Hace exactamente cien años, en 1889, Francia celebraba el 1° centenario de la Revolución que había echado por tierra sus seculares instituciones cristianas e implantado un orden de cosas igualitario, laico y liberal. Los festejos tuvieron lugar en un clima de optimismo desbordante, del cual fueron elocuentes ejemplos la Exposición Universal realizada en París y la inauguración de la Torre Eiffel. Una impresión de fondo, que se propagaba con la fuerza persuasiva de lo que aparenta ser evidente e irreversible, dominaba a las multitudes participantes en esos festejos. Era la idea de que el orden de cosas surgido de la Revolución Francesa estaba directamente asociado al progreso técnico y científico, que prometía continuar indefinidamente. Esa impresión se presentaba con la seducción casi profética de un presentimiento triunfal: el régimen republicano liberal y la ciencia conjugadas llevarían a superar todas las crisis y realizarían la felicidad definitiva sobre la tierra. Fue característico, en ese sentido, el célebre banquete de los quince mil alcaides, quienes después de concentrarse en el Hôtel de Ville (Municipalidad) de París —símbolo de su poder político— desfilaron por la avenida de los Campos Elíseos y por fin celebraron su multitudinario banquete en el Palacio de la Industria, símbolo del nuevo poder de la técnica y del capital. Era el abrazo de la democracia con el progreso... Ese mito revolucionario parecía entonces tan sólido y fuerte como la estatua de la Libertad donada pocos años antes por Francia a la ciudad de Nueva York, y se elevaba tan alto y dominador como la Torre Eiffel sobre el panorama de París. Seducidas por él, figuras representativas del antiguo orden de cosas —reyes, príncipes y nobles— quisieron también participar de las conmemoraciones y de la euforia general. El Rey Jorge de Grecia; el Duque de Bragança, heredero del trono de Portugal; el Príncipe Balduino, heredero de la corona belga; los grandes Duques Jorge y Alexis Michailovitch, de la dinastía imperial rusa, inauguraron el cortejo real y principesco de visitantes a la Exposición. Los hombres-símbolo del mundo que la Revolución estaba destruyendo rendían pleitesía al mito de 1789. ¿De dónde procedía el poder de seducción de ese mito? En aquella época, Europa era políticamente la señora del mundo. Poseía vastos imperios ultramarinos: el inglés, el alemán, el francés, el portugués, el español, ¡hasta las pequeñas Bélgica y Holanda —que juntas caben holgadamente dentro de Panamá— eran grandes potencias coloniales! Al otro lado del Atlántico emergían, pujantes, los Estados Unidos como fuerza mundial supercapitalista y superindustrializada. Inventos prodigiosos determinaban rápidas transformaciones en el plano de la vida cotidiana: la electricidad, el teléfono, la bicicleta, los primeros y rudimentarios motores de explosión. La medicina avanzaba vertiginosamente en virtud de descubrimientos como la radiografia y vacunas que curaban enfermedades hasta entonces incurables, como la hidrofobia. Así, al mismo tiempo que la ciencia prometía revelar todos los secretos de la naturaleza y redimir al hombre de todas sus contingencias, la revolución política prometía liberarlo del yugo de todas las sujeciones. * * * En lo que concierne a la revolución industrial, esta profecía pareció cumplirse. Los progresos materiales se multiplicaron de forma sorprendente en estos cien años transcurridos. Vinieron el automóvil, el avión, el satélite artificial, el vuelo espacial; la telegrafia sin hilos, la radio, el fonógrafo, la TV, el computador; los antibióticos, la radio-cirugía atómica, el laser. Pero, el resultado que esa fantástica acumulación de conocimientos había hecho esperar, es decir, el advenimiento de un mundo sin crisis que debería resultar de la aplicación concomitante de los principios de la Revolución Francesa y de la ciencia, no llegó. Por el contrario, vino la crisis: una crisis profunda, universal, que casi nadie preveía, que se volvió dominante y que parece cada vez más insoluble. Hasta tal punto que, llegado 1989, la atmósfera que cercó las conmemoraciones del bicentenario de la Revolución Francesa fue completamente diferente de la que reinaba hace cien años. * * * En una estirpe familiar, cuando las nuevas generaciones que entran al escenario de la vida comienzan a brillar, es natural que las atenciones se concentren preponderantemente sobre ellas, más que sobre sus antepasados. Así también, la Revolución Francesa debería naturalmente haberse ido eclipsando de la memoria colectiva; y en el mundo nuevo que ella engendró, subsistiría apenas como una recordación sublimada, como un antepasado de cuyo linaje todos se ufanan. En relación a esta expectativa, las conmemoraciones del bicentenario de la Revolución Francesa fueron un verdadero fiasco. Durante los festejos, la revolución de 1789 estuvo presente en el espíritu público, no con la ufanía de quien ostenta sus glorias, sino con la discreción avergonzada de quien sabe que derramó sangre y destrozó muebles y preciosos objetos de arte en su propia casa. Se diría que la Marianne pletórica y forzuda que con alegría casi histérica rompe cadenas en la fachada del arco de Triunfo, se transformó en una vieja arrugada y cubierta de llagas que a toda costa trata de esconder. Y en sus precarios vendajes está escrita una palabra mágica: consenso... Lentamente, en efecto, el mito de la Revolución Francesa, condensado en la célebre trilogía Libertad, Igualdad, Fraternidad se va desgastando a los ojos del gran público. Esto se debe en parte a que muchas de las imposturas que sustentaban ese mito fueron siendo inexorablemente demolidas por los estudiosos. "Cada año —señaló al respecto un comentarista de "Le Figaro"— algunos historiadores franceses, norteamericanos o ingleses publicaban un nuevo libro e iban echando una nueva palada de tierra sobre la revolución, ese cadáver" (1). Otro colaborador de ese periódico, adepto de la Revolución, al comprobar la misma tendencia desmitificadora, llegó a pronosticar: "Si esto continúa, el aniversario de 1789 será la apología de los Vandeanos" (2) *. * Vandeanos: habitantes de la región de la Vendée (centro-oeste de Francia), que se insurgieron en masa contra la Revolución en defensa de la Religión y la Realeza (1793). En el terreno simbólico esta dilución no es menos expresiva. "El gorro frigio, la escarapela y los colores fuertes son el símbolo de la Revolución Francesa" observa Jean-Sébastien Stehli, de "L'Express", y destaca el agudo contraste entre ese símbolo y las "tres palomas anémicas en azul-blanco-rojo bien descolorido" que fueron escogidas como emblema del bicentenario (3). De los ambientes eruditos, la desmitificación de la Revolución Francesa pasó al pueblo, como señala el periodista español Miguel Bayón: "En un principio la polémica sobre la significación hoy de la Revolución Francesa pareció afectar sólo a los historiadores, pero luego se fue viendo que la memoria política de los franceses dista mucho de haber asimilado (...) lo que sucedió a partir de 1789. El punto de fricción sería el Terror de 1793" (4). No es sólo el Terror: es también la concepción igualitaria y libertaria de la Revolución Francesa, cada vez más puesta en tela de juicio. El primer presidente de la Mission organizadora de los festejos, Michel Baroin, decidió no resaltar los dos primeros términos de la divisa revolucionaria —Libertad e Igualdad— para evitar polémicas: "Es necesario asestar el proyector sobre la tercera palabra de la divisa de la República: Fraternidad" (5). El actual presidente de la Mission, Jean-Nöel Jeanneney, decidió vaciar de todo contenido ideológico las celebraciones: "El bicentenario adoptó en sus conmemoraciones la alegría y el humor. Reir y sonreir, he ahí la manera de celebrar los 200 años de la Revolución..." (6). Fraternidad y risas, y no más ideas: es el consenso contemporáneo. Los espíritus fuertes, ateos y positivistas, que en el siglo pasado auguraban el triunfo universal del racionalismo, jamás hubieran pensado que la diosa razón engendraría un hijo sin cerebro, el dios consenso... Si bien lo que sucedió durante la Revolución Francesa está escrito en el Libro de la Vida a la espera de ser juzgado por Dios, las versiones idílicas que sus panegiristas daban de ese nefasto acontecimiento histórico están definitivamente enterradas. El historiador François Furet lo señala de manera lapidaria: "iLa Revolución acabó! Ahora, Francia puede pensar cada vez menos en ese pasado como un modelo incomparable..." (7). ¿Quién habría imaginado hace cien años este melancólico desenlace de la Revolución Francesa? ¿Quién habría osado prever que su hija bienamada, la Revolución comunista, seguiría un camino análogo después de dominar la mitad del orbe? ¿Quién podría prever que en el país símbolo de esta última Revolución, Rusia, después de setenta años ininterrumpidos de régimen soviético se verían en Moscú manifestaciones populares enarbolando fotografías del último Zar y pidiendo la restauración de la monarquia? Es muy significativo observar, en ese sentido, cómo él nuevo amo del Kremlin, Gorbachov, intenta disfrazar la marcha actual del comunismo rumbo a su objetivo último —la supresión del Estado, substituido por una miríada de corpúsculos colectivistas autogestionarios— bajo las engañosas apariencias de un retroceso y de una apertura hacia Occidente (8). Es decir, también el comunismo se reveló definitivamente incapaz de persuadir. Si esto es así, ¿qué resta, entonces, de la Revolución anticristiana? Como poderío material, muchísimo. Como poderío publicitario, también. Pero su capacidad de persuasión está agotada. Y así, la carta suprema que puede jugar es producir una degradación revolucionaria inducida de las mentalidades, la llamada revolución cultural (9). A través de ésta, sin discusión, de modo consensual, se pretenderá llevar a los hombres a emprender un éxodo hacia fuera de toda vida civilizada, hacia la barbarie neotribal revolucionaria soñada por Engels. * * * Si las cosas sucedieron de manera muy diferente de lo que los revolucionarios de hace cien años esperaban, también ocurrieron de forma muy diversa de lo que preveían quienes en aquella época —y no eran pocos— pensaban como las TFPs. Los contrarrevolucionarios de entonces tampoco podían imaginar que en el bicentenario de la Revolución Francesa no sólo subsistirían con insospechada vitalidad apetencias contrarrevolucionarias en la opinión pública, sino que éstas habrían dado lugar a un movimiento como las TFPs —con la plenitud del espíritu católico que las TFPs ostentan— y que está en plena expansión en 22 naciones, incluso del Extremo Oriente. Un movimiento tan genuina y ufanamente contrarrevolucionario, que un profesor izquierdista norteamericano de la Universidad de Yale, no sabiendo como clasificarlo, lo situó a la derecha de Carlomagno... Esto muestra cómo están errados los deterministas ingenuos para quienes la historia seguirá siempre un curso igual y predeterminado. Y cómo de hecho son posibles los grandes virajes hacia el bien, si hay hombres de Fe dispuestos a producirlos. * * * ¿Cómo transcurrirá el tricentenario de la Revolución Francesa? ¿Cómo será el tercer milenio de la era cristiana, en el cual nos aprestamos a ingresar? Aunque el futuro es, por definición, una gran incógnita, las TFPs lo encaran con aquella confianza que Santo Tomás define como "una esperanza fortalecida por una sólida convicción" (10), animadas por la misma certeza que desde el principio las orienta: "Caminamos hacia la civilización católica que podrá nacer de los escombros del mundo de hoy, como de los escombros del mundo romano nació la civilización medieval. Caminamos hacia la conquista de este ideal, con el coraje, la perseverancia, la resolución de enfrentar y vencer todos los obstáculos, con que los Cruzados marcharon sobre Jerusalén. Porque si nuestros mayores supieron morir para reconquistar el Sepulcro de Cristo, ¿Cómo no querremos nosotros —hijos de la Iglesia como ellos— luchar y morir para restaurar algo que vale infinitamente más que el preciosímo Sepulcro del Salvador, es decir, su reinado sobre las almas y las sociedades, que El creó y salvó para que lo amasen eternamente?" (11).
Notas 1. Georges Suffért, "Le Figaro Magazine", París, 11-10-1986. 2. M. Mexandeau, in Louis Pawels, "Le Figaro Magazine", 11-10-1986. 3. "L'Express", París 3-6-1988. 4. "Cambio 16", Madrid, 24-7-1989. 5. "Le Nouvel Observateur", Paris, 30-1-1987. 6. "Catolicismo", N° 462, junio 1989. 7. François Furet, Dictionnaire critique de la Révolution française, Flammarion, París, 1989, p. 15. 8. Cfr. Plinio Corrêa de Oliveira, ¿Está muerto el comunismo? ¿Y el anticomunismo también?, "Catolicismo'', N° 466, octubre de 1989. 9. Cfr. España, anestesiada sin percibirlo, amordazada sin quererlo, extraviada sin saberlo, TFP-Covadonga. Madrid, 1988, caps. 6 y 15. 10. Sto. Tomás, IIa. IIae, q. 129, art. 6, ad. 3. 11 . Plinio Corrêa de Oliveira, La Cruzada del Siglo XX, "Catolicismo", año 1, N° 1, enero de 1951, pp. 1 y 6. |