TRADICION FAMILIA PROPIEDAD

¿Por qué?

 

 

 

 

 

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TRADICION FAMILIA PROPIEDAD

UN IDEAL, UN LEMA, UNA GESTA:


La Cruzada del siglo XX

 

Se designa en este libro con el nombre genérico de TFPs al conjunto de Sociedades de Defensa de la Tradición, Familia y Propiedad constituidas bajo esa denominación, así como a las entidades que, aunque con otros nombres, se dedican a la defensa de la trilogía Tradición, Familia y Propiedad, y a los Bureaux TFP existentes en varias capitales.

Autónomas y cohermanas, las TFPs son el mayor movimiento cívico-cultural anticomunista de inspiración católica del mundo.

Cuando en la reseña de cada país usamos la sigla TFP, estamos aludiendo a la respectiva entidad local.

Comisión de Estudios de las TFPs orientada por
CARLOS FEDERICO IBARGUREN
MARTIN JORGE VIANO

Proyecto gráfico y arte final
Luis GUILLERMO ARROYAVE
JOSE RICARDO B. LUZITANO
FELIPE BARANDIARAN PORTA

Impresión
ARTPRESS — INDUSTRIA GRAFICA E EDITORA
Rua Javaés 681 São Paulo Brasil

Este volumen se terminó de imprimir el día 2 de febrero de 1990, día de la festividad de la Purificación de la Santísima Virgen y Nuestra Señora del Buen Suceso, en la ciudad de São Paulo, Brasil

 

La TFP brasileña desfila por el centro de São Paulo con sus estandartes y pancartas en una de las campañas de la entidad contra la Reforma Agraria socialista y confiscatoria (1987). Tradición, Familia y Propiedad, tres valores básicos de la civilización cristiana a cuya defensa se consagran las TFPs en sus respectivos países

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 Tradición, Familia y Propiedad
no es un lema cualquiera.
Es el lema anticomunista por excelencia,
que atrae las simpatias de todos aquellos que
aman la civilización cristiana,
y provoca aversión, cuando no odio,
en todos aquellos que se han dejado infectar
por el virus del comunismo

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DE UN CAMPO IDEOLOGICO enteramente opuesto al de las TFPs, proviene el siguiente testimonio interesante y fuera de toda sospe­cha: "En varios países de América Latina hay un grupo integrista [sic] que se titula 'Tradición, Familia y Propiedad'. Su existencia y su ac­tuación son muy inquietantes, pero lo que más me llama la atención es el nombre. Observadores superficiales podrían sorprenderse con la trilogia: ‘Tradición — Família — Propiedad’ como si se tratase de una amalgama artifi­cial. En realidad, la unión de estos tres términos no es debida a la casualidad, ni fue una elección arbitraria lo que los reunió para designar a un movimiento de extrema derecha [sic] particularmente poderoso. De la manera como son entendidas la mayoría de las vetes, la tradición, la familia y la propiedad constituyen de hecho, tres alienaciones [sic] fundamentales del hombre, las cuales coexisten una con otra, y perpetuamente se sustentan por medio de un tejido extremamente complejo de relaciones e interdependencias de orden económi­co, psicológico, jurídico (...) Sería bastante fácil mostrar por ejemplo, cómo el acceso a la propiedad privada fue posible sólo en unión con el desarrollo del particularismo familiar, y cómo su manutención sólo puede ser garantizada gra­cias a un sistema que mantenga la célula familiar en su individualismo. Podría mostrarse aún de que modo una cierta tradición, hecha de hábitos solidificados en instituciones de todo orden, pueda ser el instrumento adecuado de ese inmo­vilismo, etc. 'Tradición, Familia, Propiedad' constituye un bloque coherente que se acepta o se rechaza, pero cuyos elementos no es posible separar" (Max Delespesse, Jésus et la triple contestation - Tradition, Famille, Propriété, Fleurus/Novalis, Paris/Otawa, 1972, pp. 7-8).

Es de hacer notar que el autor de ese testimonio absorbió como buen progre­sista la jerga y las ideas marxistas, por lo que no extraña que califique a la tradi­ción, la familia y la propiedad como las "tres alienaciones fundamentales del hombre", a las TFPs como movimientos integristas y de extrema derecha, y acuse a la familia de estar corroída por el individualismo y a la tradición de ser fuente de inmovilismo.

No obstante, es necesario reconocer que el autor ha sabido ver el vínculo ina­movible que une los tres conceptos y la importancia del papel que desempeñan esos tres valores como pilares del orden actual.

Para derribar este orden e instaurar en su lugar una sociedad colectivista —co­mo lo quieren los comunistas y sus simpatizantes de todos los matices— es ne­cesario destruir esos tres pilares fundamentales de nuestra civilización.

Tradición, Família y Propiedad no es, por tanto, un lema cualquiera. Es el le­ma anticomunista por excelencia, que atrae las simpatías de todos aquellos que aman la civilización cristiana, y provoca aversión, cuando no odio, en todos aque­llos que, en mayor o menor grado, se han dejado infectar por el virus del comu­nismo. 

Cabe perfectamente en este libro, dedi­cado a presentar la acción de las TFPs, una explicación de la trilogía que da el nombre a estas Sociedades. Diversos artí­culos del Profesor Plinio Corrêa de Oli­veira, servirán de base para ella.

 

 

La Inglaterra actual, con su Reina y su Cámara de los Lores, resume para muchos de nuestros contemporáneos la idea de Tradición. Pero la Tradición –como enseña Pío XII– no es el simple apego a un pasado ya desaparecido

 

1. La tradición

Cuando se habla de tradición, muchos piensan inmediatamente en la Inglaterra actual, con su Reina, su Cámara de los Lores, sus Rolls-Royce, los sombreros hongos, la distinción y la flema británicas. Como telón de fondo, la palabra evoca reminicencias de tiempos remotos que, vistas en su conjunto, causan en los espíritus reacciones contradictorias.   

Para imnumerables personas, la tradición así entendida es algo que cambia de colorido a lo largo de los días en función de las impresiones sucesivas que el estilo de la exis­tencia de nuestro tiem­po les va causando. Hay momentos en que la agitación de las megalópolis modernas les fascina y les entu­siasman las organiza­ciones colosales, las planificaciones ciclópeas y las técnicas de hoy, que van transformando la science fiction en realidad. En esos momentos, la tradición parece a muchos de nuestros con­temporáneos un triste atraso. Ante el ven­daval que va derribando todas las jerar­quías y arrastrando todas las vestimentas, la sienten como un yugo y una asfixia.

En las ocasiones en que, por el contra­rio, la vulgaridad triunfante de un mun­do cada vez más igualitario, los ritmos es­trepitosos, frenéticos y complicados de la existencia actual, la inestabilidad ame­nazadora de todas las instituciones, de to­dos los derechos y de todas las situaciones causan neurosis, angustias y extenua­ciones a millones de nuestros semejantes, la tradición se les presenta como un re­manso de elevación de alma, sentido co­mún, buena educación, buen orden y, en suma, de sabio arte de vivir.

¿En qué consiste, pues, la tradición? 

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Tradición es sinónimo de progreso.

Progreso condensado

que se transmite de una generación a otra

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Tradición viene del latín tradere, que significa transmitir. Se llama tradición —verdadera tradición— al conjunto de realizaciones que una generación leva a cabo —en el sentido de su propia eleva­ción espiritual, religiosa, moral, cultural y material— y comunica a la siguiente.

En ese sentido, tradición es sinónimo de progreso. Progreso condensado que se transmite de una generación a otra.

Un luminoso trecho de Pío XII sinteti­za estas consideracio­nes: "La tradición es una cosa muy distin­ta del simple apego a un pasado ya desapare­cido; es todo lo con­trario a una reacción que desconfia de to­do sano progreso. Su misma palabra, etimo­lógicamente, es sinóni­ma del caminar y del avanzar. Sinonimia, no identidad. Y, en verdad, mientras el progreso indica tan sólo el hecho del camino hacia adelante, paso a paso, buscando con la mirada un in          cierto porvenir, la  tradición significa tambi­én un camino hacia adelante, pero un ca­mino continuo que se desarrolla a1 mismo tiempo tranquilo y activo, según las le­yes de la vida, huyendo de la angustiosa alternativa: "Si jeunesse savait, si vieillesse pouvait!"; semejante a aquel Señor de Turena, de quien se dijo: "Il a eu dans sa jeunesse toute la prudence d'un âge avancé, et dans un âge avancé toute la viguer de la jeunesse" (Fléchier, Oraison funèbre, 1676). Gracias a la tradición, la juventud, iluminada y guiada por la expe­riencia de los ancianos, avanza con un paso más seguro, la vejez transmite y en­trega confiada el arado a manos más vigorosas que prosiguen el surco comenzado. Como indica con su nombre, la Tradición es el don que pasa de generación en gene­ración, la antorcha que el corredor pone, a cada relevo, en manos de otro corredor, confiándosela de suerte que la carrera no se detenga ni disminuya. Tradición y progreso se completan mutuamente con tanta armonía que, así como la tradición sin el progreso se contraría a sí misma, así el progreso sin la tradición sería una empresa temeraria, un salto en el vacío." (Alocución del 19 de enero de 1944, Dis­cursos y Radiomensajes de Su Santidad Pío XII, Ed. Acción Católica Española, 1953, T. V, pp. 185-186).

Naturalmente, la tradición también pue­de entenderse en un sentido peyorativo. Esto sucede cuando, toma­das por la modorra, las ge­neraciones siguientes no re­alizan nuevos perfecciona­mientos, contentándose con los valores que recibie­ron del pasado. Como lo que no se renueva, muere, cuando se dan estas situacio­nes de esclerosis, los propios valores del pasado van desfalleciendo y fenecen.

No es esto lo que suce­de con la verdadera tradi­ción.

La verdadera tradición niega que el pasado deba permanecer inmóvil, o que todo lo que hay en el pre­sente deba ser aceptado, sin más, pues no está a favor del pasado por solo ser pa­sado, ni a favor del presen­te por solo ser presente.

La verdadera tradición presupone, por el contrario, que todo orden de cosas auténtico y vivo lleva en sí un impulso continuo rumbo al mejora­miento y a la perfección; y que, por esta razón, el verdadero progreso no consis­te en destruir, sino en sumar; no es rom­per, sino continuar hacia lo alto.

En resumen, la tradición es la suma del pasado con un presente afín, haciendo del día de hoy, no la negación del de ayer, sino su continuación armónica.

En términos más concretos, la tradición cristiana es un valor incomparable que debe regular los días actuales, impidiendo, por ejemplo, que la igualdad sea en­tendida como destrucción de las élites y apoteosis de la vulgaridad; evitando que la libertad sirva de pretexto a la deprava­ción y al caos; actuando para que el dina­mismo no se transforme en delirio, para que la técnica no esclavice al hombre, en una palabra, la tradición busca impe­dir que el progreso se haga inhumano, in­soportable, odioso.

Por tanto, la tradición no quiere extin­guir el progreso, sino salvarlo de desva­ríos tan inmensos que lo transformen en barbarie organizada, contra la cual mu­chos levantan otra barbarie también descabellada y furibunda, la del estructu­ralismo, filosofia que, a su vez, abre la marcha hacia otras barbaries aún más des­mandadas (1).

 

 

Las famílias cristianas son portadoras de valores Morales, naturales y sobrenaturales, que las convierten en riquísimas fuentes de continuidad entre generaciones a lo largo de los siglos

 

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Donde florece pujante la vida de familia,

quedan impregnadas de tradición

las costumbres públicas y privadas,

la cultura y la civilización

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2. Tradición y família

La tradición sólo encuentra su plena explicación a la luz de la noción de familia. Si no hubiese familia, no habría tradición. Y en todos los lugares en que flo­rece pujante la vida de fa­milia, quedan impregnadas de tradición las costumbres públicas y privadas, la cultu­ra y la civilización.

Incluso en instituciones como una orden religiosa, una universidad, una empre­sa privada, un gobierno, una administración, etcétera, las tradiciones solo se establecen y perpetúan cuando en ellas se forman, por así decir, familias de almas que, siempre renován­dose, mantienen sin embar­go un norte de progreso rumbo a un fin elevado.

Una vez más es en Pío XII que encontramos preciosos textos elucidativos. Tratando de los factores de orden natural, moral y sobrenatural por los cuales la familia es una riquísima fuente de continuidad entre las generaciones a lo largo de los siglos, el Pontífice afirma: "De esta grande y misteriosa cosa que es la herencia —es decir, el paso dentro de una estirpe, perpetuándose de generación en generación, de un rico conjunto de bienes materiales y espirituales, la continuidad de un mismo tipo físico y moral conservándose de padre a hijo, la tradi­ción que a través de los siglos une a los miembros de una misma familia— ; de esta herencia, decimos, ciertamente se puede vislumbrar la verdadera naturale­za mediante teorias materialistas. Pero se­mejante realidad de tamaña importancia puede y debe considerasse también en la plenitud de su verdad humana y sobre­natural.

"No se negará ciertamente la existencia de un substrato material en la transmisión de los caracteres hereditarios; para sorpren­derle de ellos sería preciso olvidar la ínti­ma unión de nuestra alma con nuestro cuerpo, y la gran proporción en que aun nuestras mismas actividades más espiritua­les dependen de nuestro temperamento físico. Por ello la moral cristiana nunca deja de recordar a los padres las graves responsabilidades que en semejante materia les corresponden.

"Pero lo que más vale es la herencia es­piritual, transmitida no tanto por medio de esos misteriosos la­zos de la generación material, cuanto por la acción permanente del privilegiado am­biente que constituye la familia; por la lenta y profunda formación de las almas en la at­mósfera de un hogar rico en altas tradiciones intelectuales, mora­les y, sobre todo, cris­tianas; por la mutua influencia entre los que moran en una misma casa, influencia cuyos benéficos efec­tos se proyectan mucho más allá de los años de la niñez y de la juventud, hasta el final de una larga vida, en aquellas al­mas elegidas que saben fundir en sí mismas los tesoros de una preciosa herencia con la cooperación de sus propias cuali­dades y experiencias.

"Tal es el patrimonio, más estimable que todo otro, que, iluminado por una fe firme, vivificado por una fuerte y fiel práctica de la vida cristiana en todas sus exigencias, elevará, afinará y enriquece­rá las almas de vuestros hijos." (Alocu­ción del 5 de enero de 1941, op. cit., 1946, T. II, p. 380).

 

 La herencia es una institución en la cual se abrazan la tradición, la familia y la propiedad. Entre las múltiplas formas de herencia la del dinero no es la más preciosa

 

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Si la familia genera por sí la tradición y la jerarquia social,

es obvio que los comunistas deben,

para abolirlas,

depauperarla, debilitarla y reducirla a harapos

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Pero, se podrá preguntar, ¿no se opo­ne esa concepción a la democracia? Pío XII parece haber previsto la objeción al decir: "Según el testimonio de la Historia, allí donde vive una verdadera democracia la vida del pueblo se halla como impreg­nada de las más sanas tradiciones, que es ilícito derribar. Los representantes de esas tradiciones son, ante todo, las clases dirigentes, o sea los grupos de hombres y mujeres o asociaciones que, como suele decirse, dan el tono a un pueblo, a una ciudad, a una región o a un país. De ahí que en todos los pueblos civilizados exis­tan instituciones eminentemente aristocrá­ticas en el sentido más elevado de la pala­bra, como son algunas academias de vas­to y bien merecido renombre." (Alocu­ción del 16 de enero de 1946, "Ecclesia", Madrid, N° 237, 26-1-1946).

Pero, se podrá decir también, ¿no conduce dicha concepción de tradición y de familia a una sociedad escalonada en clases diferentes? Sí, efectivamente. Una vez más es Pío XII quien lo afirma: "Inevitables son las desigualdades sociales, aun las que van ligadas al nacimiento: la naturaleza benigna y la bendición de Dios a la humanidad iluminan y protegen las cunas, las besan, pero no las igualan. Mirad aun las sociedades más inexorablemente niveladas. Nunca se ha podido lograr que el hijo de un gran jefe, de un gran conductor de masas, continuase por completo en el mismo estado que un oscuro ciudadano perdido entre el pueblo.  Pero si desigualdades tan inevitables pueden aparecer paganamente como una consecuencia inflexible del conflicto de las fuerzas sociales y del poder adquirido por los unos sobre los otros, por las leyes ciegas que al parecer rigen la actividad humana y que regulan tanto el triunfo de los unos como el sacrificio de los otros; ante una mente instruída y educada cristianamente no pueden considerarse sino como una disposición querida por Dios con la misma finalidad que las desigualdades en el interior de la familia, y destinadas por lo tanto a unir más aún a los hombres entre sí en su viaje de la vida presente hacia la patria del cielo, ayudándose los unos a los otros, a la manera que el padre ayu­da a la madre y a los hijos.

"Si esta concepción paterna de la supe­rioridad social excitó a veces, por el cho­que de las pasiones humanas, los ánimos hacia desviaciones entre las personas de rango más elevado y las de condición más humilde, la historia de la humanidad decaída no se maravilla de ello. Semejan­tes desviaciones no pueden disminuir ni oscurecer la verdad fundamental de que para el cristiano las desigualdades sociales se funden en una gran familia humana." (Alocución del 5 de enero de 1942, Discursos y Radiomensajes, 1948, T. III, pp. 371-372).

Si la familia genera por sí la tradición y la jerarquía social, es menester, pues, para abolirlas, depauperar, debilitar y re­ducir a harapos a la familia. Es lo que conscientemente procuran hacer los co­munistas, a fin de implantar el igualitarismo más radical, principio supremo de su filosofia (2).

 

 

Acumular un patrimonio para transmitirlo a los hijos como herencia es un deseo natural de los padres. Negar la legitimidad de ese deseo es afirmar que el padre está para su hijo como para un extraño; es destruir la familia 

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La herencia fija muchas veces en una misma estirpe,

sea ella noble o plebeya,

ciertos trazos fisonómicos y psicológicos

que constituyen un eslabón entre las generaciones

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3. Tradición, familia y propiedad

Cierto literato francés contó la siguiente fábula. Había una vez un joven dilacera­do por una situación afectiva crítica. Que­ría con toda el alma a su esposa y tributaba afecto y venera­ción profundos a su propia madre. Aho­ra bien, las relaciones entre nuera y suegra eran tensas y por celos, la joven encantadora, pero mala, había concebi­do un odio infundado contra la anciana y respetada matrona. En cierto momen­to, la joven colocó al marido en una al­ternativa terrible: o iba a casa de su ma­dre, la mataba y le traía el corazón de la víctima, o ella abandonaría el hogar. Después de mil dudas, el joven cedió. Mató a aquella que le había dado la vi­da, le arrancó el corazón del pecho, lo envolvió en un paño y se dirigió de vuel­ta a casa. En el camino, el joven tropezó y cayó. Oyó entonces una voz que, par­tiendo del corazón materno, le pregun­tó llena de desvelo y cariño: ¿Te has he­cho daño, hijo mío?

Con esta conmovedora narración, el autor quiso destacar lo que el amor ma­terno tiene de más sublime y tocante: su completo desinterés, su encera gratui­dad, su ilimitada capacidad de perdonar. Sin este amor, no hay paternidad o ma­ternidad digna de este nombre. Quien niega este amor en su excelsa gratuidad niega, por lo tanto, la familia. Es este amor el que lleva a los padres a querer a sus propios hijos más que a los otros —de acuerdo con la ley de Dios— y a desear para ellos con afán una educación mejor, una mayor instrucción, una vida más estable, una verdadera ascensión en todas las escalas de valores, inclusi­ve los de índole social.

Para esto, los padres trabajan, luchan y ahorran. Su instinto, su razón, los dictámenes de la propia Fe los llevan a ello. Acumular un patrimo­nio para transmitirlo a los hijos como heren­cia es un deseo natu­ral de los padres. Ne­gar la legitimidad de ese deseo es afirmar que el padre está pa­ra su hijo como para un extraño, es destruir la familia. Sí, la heren­cia es una institución en la cual la familia y la propiedad se abra­zan. 

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Y no sólo la familia y la propiedad, sino también la tradición.

En efecto, entre las múltiples formas de herencia, no es la más preciosa la del dinero. La herencia —como se observa habitualmente— fija muchas veces en una misma estirpe, sea ella noble o plebeya, ciertos trazos fiso­nómicos y psicológicos que constituyen un eslabón entre las generaciones, testi­monio de que de algún modo los antepa­sados sobreviven y continúan en sus descendientes.

Corresponde a la familia, consciente de sus peculiaridades, destilar a lo largo de las generaciones el estilo de educa­ción y de vida domestica, así como de actuación privada y pública, en que la riqueza originaria de sus características alcance su más justa y autentica expre­sión. Este progreso, realizado en el trans­curso de los decenios y de los siglos, es la tradición. O una fami­lia elabora su propia tradición como una escuela de ser, de ac­tuar, de progresar y de servir, —para el bien de sus propios miembros, como tam­bién de la Patria, de la Cristiandad y de la Iglesia— o corre el ries­go de generar no po­cas veces individuos inadaptados, sin defi­nición de su propio yo y sin ninguna posi­bilidad de un encaje estable y lógico en cualquier grupo social.

¿De qué vale recibir de los padres un rico patrimonio, si de ellos no se recibe —por lo menos en estado ger­minativo cuando se trata de familias nue­vas— una tradición, es decir, un patrimo­nio moral y cultural? Tradición, claro está, que no es un pasado estancado, sino la vida que la semilla re­cibe del fruto que la contiene. O sea, una capacidad de a su vez germinar, de producir algo nuevo que no sea lo con­trario de lo antiguo, sino su armónico desarrollo y enriquecimiento. Así vista, la tradición se amalgama armónicamen­te con la familia y la propiedad, en la formación de la herencia y de la conti­nuidad familiar. Este principio es de sen­tido común, y por eso vemos casos en que incluso los países más democráticos lo acogen. 

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"Tradición, familia, propiedad

constituye un bloque coherente

que se acepta o se rechaza,

pero cuyos elementos no es posible separar"

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Hasta la gratitud tiene algo de hereditario y nos lleva a hacer por los descendientes de nuestros bienhechores, aún después de fallecidos, lo que ellos nos pedirían que hiciésemos. A esa ley están sujetos no so­lo los individuos sino también los Estados.

Un ejemplo basta para ilustrar esa afirma­ción. Durante la gue­rra civil española, los comunistas se apode­raron del Duque de Veragua, último des­cendiente de Cristo­bal Colón, e iban a fu­silarlo. Todas las nacio­nes de América se unieron para pedir clemencia, porque no podían ver con indife­rencia que se extin­guiera la descendencia del heroico descubri­dor.

*       *      *

Estas son las conse­cuencias lógicas de la existencia de la familia y los reflejos de la misma sobre la tradi­ción y sobre la propie­dad (3). Ya lo ha dicho al principio de este cuadro de forma lapi­daria el citado autor francés: «”Tradición, familia, propiedad” constituye un bloque coherente que se acepta o se rechaza, pero cuyos elementos no es posible separar».


Notas

I. Cfr. Plinio Corrêa de Oliveira, TFP: Tradición, in "Fo­lha de S. Paulo" del 12 de marzo de 1969.

2. Cfr. Plinio Corrêa de Oliveira, Familia, in "Folha de S. Paulo" del 24 de abril de 1969.

3. Cfr. Plinio Corrêa de Oliveira, Tradición, Família, Pro­piedad, in "Folha de S. Paulo" del 18 de diciembre de 1968.

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