Estas fotografías de los famosos
vitrales de la catedral gótica de Chartres, en Francia,
contienen una magnífica enseñanza.
El espíritu de la Iglesia es el espíritu de Dios:
sabe unir lo práctico a lo bello. De tal manera que, al
ver una obra de arte, se nota que en ella se utiliza lo
práctico casi sin pensar en él, y se admira lo bello
como si sólo él existiese. El objetivo de lo práctico es
servir al cuerpo del hombre sin incomodar al alma; la
finalidad de lo bello es encantar al alma y elevarla
hasta Dios.
El vitral, además de bello es funcional, pues a
través suyo penetra la luz en el edificio. La variedad
de estos vitrales es inimaginable. En uno de ellos se
ven algunos reyes santos. En otro a la Santísima Virgen
que resplandece con el Niño Jesús. ¡Pero qué encajes!
¡Qué joyas hechas de vidrio! ¡Qué esplendor!
Cada fragmento de un vitral de estos constituye una
piedra preciosa. Función práctica: iluminación. Función
espiritual: presentar la belleza; pero con la belleza la
verdad: la suma verdad, la Revelación divina que Nuestro
Señor Jesucristo y el Espíritu Santo trajeron a la
tierra.
¡Qué variedad de formas, de colores, qué esplendor de
luces! Todo es tan rico, que no vale la pena detallarlo.
Incluso porque, si es verdad que cada fragmento del
vitral es bello, el conjunto es tan hermoso, que el alma
no tiene muchos deseos de entrar en pormenores.
El libro del Génesis narra que Dios, tras crear el
universo, descansó considerando su obra, y dijo que cada
cosa era buena, pero que el conjunto era óptimo. A
respecto de los vitrales de Chartres se podría decir,
parafraseando al Creador, que cada parte es buena y
bella, pero que el conjunto es bellísimo. Se tienen
deseos de mirar solo hacia el conjunto.
Magnífica analogía entre la belleza de la creación
divina y la obra de arte humana, a la que Dante calificó
como “nieta de Dios”.
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