Las
desigualdades de cuna son deseadas por Dios,
siendo legítimos tanto el paternalismo ejercido
por la nobleza en relación a otras clases,
cuanto su función de mantenedora de las
costumbres
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Sede de la Real Maestranza de Caballería de
Sevilla, famosa institución de la nobleza
española |
La hostilidad contra las élites tradicionales se
basa en el prejuicio revolucionario de que
cualquier desigual- dad de cuna es contraria a
la justicia. Se admite habitualmente que un
hombre pueda destacarse por su mérito personal.
No se admite, sin embargo, que el hecho de
proceder de una estirpe ilustre sea para él un
título especial de honra y de influencia. A ese
respecto, el Santo Padre Pío XII nos ofrece una
preciosa enseñanza:
"Las desigualdades sociales,
también aquellas que están vinculadas al
nacimiento, son inevitables; la benignidad
de la naturaleza y la bendición de Dios
sobre la humanidad iluminan y protegen las
cunas, las besan, pero no las igualan"
[2].
Esta frase es magnífica. Dios ama todas las
cunas, pero no las iguala. Ama a todos los
recién nacidos, pero su bendición no los iguala.
No desea que sean iguales, quiere la desigualdad
de origen, inclusive las diferencias de estirpe.
Claro está que tales desigualdades deseadas por
el Creador deben ser armónicas y proporcionadas. La expresión del Pontífice es preciosa para
quien emprende la defensa de la nobleza del
punto de vista de la religión católica, según
las enseñanzas de la Iglesia. Por otro lado, la frase es muy prudente. Pío XII
tiene noción de la fuerza del prejuicio que él
debe enfrentar y por eso quiere dejar en claro
que Dios ama a todos. La frase es muy
característica de cariño, pero en el fondo
afirma: no iguala. Y más adelante prosigue:
"Una mente cristianamente instruida y educada no
puede considerar tales desigualdades sino como
una disposición de Dios, querida por Él por la
misma razón que las desigualdades en el interior
de la familia, y destinadas, por tanto, a unir
aún más a los hombres entre sí en su viaje de la
vida presente hacia la patria celestial,
ayudándose los unos a los otros del mismo modo
que el padre ayuda a la madre y a los hijos".
Por lo tanto, no es posible considerar las
desigualdades de cuna sino como algo deseado por
Dios. Dios ama las desigualdades a tal punto que en la
primera sociedad, la más elemental, que es la
familia, Él la dispuso de tal manera que ella es
desigual por esencia. Y por eso mismo la
sociedad mayor, que es un tejido de familias,
también es desigual. Es en este espíritu
familiar que las desigualdades deben existir.
El verdadero sentido del paternalismo La gloria cristiana de las élites tradicionales
consiste en servir no sólo a la Iglesia, sino
también al bien común. La aristocracia pagana se
ufanaba exclusivamente de su ilustre progenie.
La nobleza cristiana añade, a ese título, otro
aún más alto: el de ejercer una función paternal
junto a las demás clases. Ejemplos típicos de
esta aristocrática bondad de trato se encuentran
en muchas familias nobles, que saben ser
exímiamente bondadosas con sus subordinados, sin
consentir de modo alguno que sea negada o
humillada su natural superioridad. Esto pasó a ser denigrado por los
revolucionarios como cosa vil, designada por un
término al que dieron un falso sentido
peyorativo: paternalismo. Antes era prestigioso decir que un director o
propietario de una fábrica ejercía una
influencia paternal sobre sus obreros.
Actualmente es considerado como algo sumamente
deplorable, pues, según el argot revolucionario,
los obreros tienen sus derechos, no por una
bondad paternal del propietario, sino porque
fueron conquistados por la fuerza. Sería lo
mismo que decir que los hijos nada reciben por
amor y bondad del padre, sino porque tienen sus
derechos propios. Ahora bien, según la tradición católica, hasta
los grandes hombres que sirven al bien común
tienen una función paternal. Ellos son los
padres de la patria, los patricios —como los
denomina Pío XII en ese sentido de la palabra—
que ejercen dignamente su papel de nobles
defendiendo el bien común en la guerra o en la
paz, en todas las ocasiones de la vida.
Función de la nobleza: mantener los hábitos en
la familia y las leyes en la sociedad
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Santa Isabel de Hungría, duquesa de Turingia,
lava y cura las heridas de los enfermos de tiña,
Esteban Murillo, 1672 – Óleo sobre lienzo,
Hospital de la Santa Caridad, Sevilla |
Cuando una familia es verdaderamente católica,
ella forma hábitos que sólo se alteran en
condiciones especiales, muy delicadas. Así, tiende ella a permanecer viviendo en la
misma casa durante varias generaciones, con los
retoques y adaptaciones que resulten necesarios.
Pero esencialmente es la misma casa. Del mismo
modo, los mejores objetos de la residencia son
conservados en la misma familia de generación en
generación. En el modo de tratarse y de vivir, los miembros
de una familia van creando hábitos, que son una
expresión de la virtud existente en la familia.
Todo aquello que adquiere una cierta continuidad
se prende a la realidad por vínculos a veces
imperceptibles, que se notan apenas cuando hay
algún cambio y se percata de que fue un error
haber cambiado. Porque continuar es algo análogo a vivir y
cambiar es algo análogo a morir. Así como los hábitos benéficos de una familia
deben permanecer, también las leyes justas de un
país, salvo una grave necesidad, no deben ser
modificadas. Porque alterarlas es contrario a la
sabiduría, una vez que la naturaleza es
conservadora y trata de conservar lo mejor
posible todas las cosas. Como enseña
Santo Tomás de Aquino:
"Es legítimo cambiar una ley en cuanto
con su cambio se contribuye al bien común.
Ahora bien, por sí mismo, el cambio de las
leyes comporta ciertos riesgos para el bien
común"
[3].
Por lo tanto, teniendo en vista el bien común,
sólo en circunstancias muy graves se justifica
el cambio de una ley. Y continua el Doctor Angélico:
"Porque la costumbre ayuda mucho a la
observancia de la ley, tanto que lo que se hace
en contra de la costumbre ordinaria, aunque sea
más llevadero, parece más pesado. Por eso,
cuando se cambia una ley se merma su poder de
coacción al quitarle el soporte de la costumbre".
Así, la costumbre contribuye al cumplimiento de
una ley. Si una ley antigua, venerable, que
siempre se cumplió, es abolida para ser
instituida otra, la ley nueva no tendrá a su
favor la costumbre y podrá ser mal cumplida o
incumplida. Como la costumbre echa raíces en el
pueblo, la ley nueva, por el simple hecho de ser
nueva, ya nace débil, porque la costumbre está
jugando contra ella. Y concluye Santo Tomás:
"De aquí que la ley humana no debe cambiarse
nunca a no ser que, por otro lado, se le
devuelva al bien común lo que se le sustrae por
éste. Lo cual puede suceder, ya porque del nuevo
estatuto deriva una grande y manifiesta utilidad,
ya porque el cambio se hace sumamente necesario
debido a que la ley vigente entraña una clara
iniquidad o su observancia resulta muy
perjudicial. Por eso dice el Jurisconsulto que
la institución de nuevas leyes debe reportar una
evidente utilidad que justifique el abandono de
aquellas otras que durante mucho tiempo fueron
consideradas equitativas".
Por lo tanto, para que el pueblo se resigne a
una ley nueva, es necesario que la utilidad de
ese cambio sea evidente, porque no se saca al
pueblo de una costumbre ya establecida. Eso es
tradición. Se podría objetar que este tema está un poco al
margen de la nobleza. Pero no es así. La nobleza,
más que cualquier otra clase social, es la
mantenedora de las costumbres, de las
tradiciones. Ella vive de la tradición, ella
recuerda un pasado, y un pasado que ella
prolonga en el presente. Ésa es su fuerza.
NOTAS
[1] Comentarios del autor a su obra
Nobleza y élites tradicionales análogas en las alocuciones
de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana
a socios y cooperantes de la TFP en 23-11-1992
en São Paulo. Resumen y adaptación para
publicación por la revista "Catolicismo".
Traducción al español por "El
Perú necesita de Fátima - Tesoros de la Fe"
[2]
Alocución al Patriciado y a la Nobleza
romana, 5 de enero de 1942, Discorsi e
Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII, Tipografía
Poliglotta Vaticana, vol. 3, p. 345-349.
[3] Suma Teológica, I-II, q. 97, a. 2, c. |