En una sociedad bien organizada existe una
especialización de funciones, así como la institución
del mayorazgo —que consiste en conceder al hijo
primogénito la mayor parte de la herencia paterna— a fin
de preservar el patrimonio familiar
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Representación de la armoniosa convivencia
disfrutada por las clases sociales en la
Edad Media.
Ceremonia del Corpus Christi, Orvieto,
Italia (Foto: PRC) |
Como ustedes están viendo, todos los pensamientos,
toda la impostación de nuestro libro está basada en la
orientación de Pío XII. Los textos de Pío XII son la
base, son el fundamento de lo que expongo.
Dentro de esa fidelidad a la doctrina enseñada por
aquel Pontífice, que es la doctrina tradicional de la
Iglesia, una de las tesis más importantes del libro es
la de que, en una sociedad orgánica bien constituida,
debe haber una diversidad jerárquica y armónica de
clases sociales, un intercambio de ayuda y de servicio
entre ellas. Todas deben ser atendidas en sus
necesidades para que puedan vivir según su posición en
la escala social.
Quien está hipnotizado por el problema de atender
apenas a los obreros manuales y se opone al auxilio a
las otras clases, tiene un espíritu de lucha de clases,
un espíritu marxista.
Para los comunistas debería haber una sólo clase, la
proletaria. La dictadura comunista sería la dictadura
del proletariado. El gobierno emanado de esa clase única
ejercería sobre toda la población no proletaria una
autoridad despótica, que reduciría todo al proletariado.
Ahora bien, quien posee esa visión de las cosas no
comprende la utilidad de este libro.
Es evidente que soy favorable a que se ayude a la
clase obrera. Pero tal ayuda no debe consistir en
reducir a las otras clases a mera apariencia, y
obligarlas a tener un papel nulo dentro de la sociedad.
Esto sería hacer el juego del comunismo, que desea su
extinción.
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San Luis
IX, rey de Francia, imparte justicia bajo el
roble de Vincennes
Georges
Rouget, 1826 - Château de Versailles |
Cada clase tiene el derecho a las condiciones
necesarias para vivir como corresponde a su posición
social. Una clase de profesionales liberales, de
militares, de diplomáticos, debe tener los medios
suficientes para vivir de acuerdo a su condición de
profesionales liberales, de militares o de diplomáticos.
En una sociedad bien organizada, en que existen
funciones diferentes, trabajos diferentes,
responsabilidades diferentes, es necesario que cada uno
tenga la posibilidad de vivir conforme a la situación
que ocupa.
Por el principio de la especialización de las
funciones, los que pueden menos deben hacer menos, y los
que pueden más deben hacer más. Para la sociedad no
existe ventaja alguna en que un científico altamente
calificado sea obligado a lavar diariamente los platos
en su propia casa. Existen personas con menos
inteligencia, menos capacidad, menos discernimiento de
las cosas, que pueden lavar los platos mejor que él. No
es verdad que quien puede lo más puede lo menos; muchas
veces quien puede lo más es incapaz de hacer lo menos.
La correcta observancia de estos principios resulta
en provecho de toda la sociedad, pues ésta lucra cuando
sus científicos invierten su tiempo y sus preocupaciones
en resolver los problemas que les son afines, y no sean
obligados a realizar funciones que perjudicarían su
contribución al bien común y que podrían ser ejecutadas
más perfectamente por otros menos dotados que ellos.
Pues el propio bien común supone una clase, un
padrón, un tratamiento, una situación diferente,
conforme a la nobleza intrínseca del trabajo ejecutado.
Un gran científico, por ejemplo, hace parte de un cierto
tipo de élite; favorecerlo es favorecer a toda la
sociedad y, por lo tanto, también al proletariado.
Un cierto número de sacerdotes y de obispos
contemporáneos conciben la Iglesia a la manera de un
partido laborista, o de un sindicato, que debe favorecer
apenas a los trabajadores manuales. Sin embargo, la
Iglesia, fundada por Nuestro Señor Jesucristo, tiene por
deber, por misión, favorecer a todo el conjunto social y
no apenas a una clase, sea cual fuere.
Patriciado romano y
Nobleza romana
El Patriciado romano se subdividía en dos categorías:
[2]
a) Patricios romanos, que descendían de aquellos
que habían ocupado en la Edad Media cargos de
gobierno civil en la Ciudad Pontificia;
b) Patricios romanos conscriptos, los cuales
pertenecían a alguna de las sesenta familias que el
Soberano Pontífice había reconocido como tales en
una bula especial, en la cual se las citaba
nominalmente. Constituían la flor y la nata del
Patriciado romano.
La Nobleza romana estaba también subdividida en dos
categorías:
a) Los nobles que descendían de los feudatarios,
es decir, de las familias que habían recibido un
feudo del Soberano Pontífice;
b) Los nobles simples, cuya nobleza les venía de
haberles sido atribuido un cargo en la Corte, o
directamente de una concesión Pontificia.
La institución del
mayorazgo
Una institución que existía en otras épocas con la
finalidad de que las familias —y, por lo tanto, las
clases— se mantuvieran en la posición social y económica
que les competía, era el mayorazgo.
Consistía éste en conceder al hijo mayor —el heredero
del mayorazgo— la mayor parte de la herencia paterna,
mientras que los otros hijos recibían apenas una parte
diminuta. Así, el primogénito podía conservar el status
social y económico de los padres, mientras que los
hermanos menores buscaban ganarse la vida de modos y en
lugares diversos.
En el caso de una familia noble, apenas el
primogénito heredaba el título, mientras que los otros
hijos eran considerados hidalgos (“hijos de algo”).
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Gracias al mayorazgo, solares como éste se
conservaban siempre en la misma familia.
Solar
de Mateus, de los Condes de Vila Real,
Portugal. |
Así el patrimonio familiar era preservado, pasando
prácticamente intacto a manos del hijo mayor. La ley de
la partición obligatoria, por el contrario, obliga a
dividir igualmente la herencia entre todos los hijos. Al
cabo de algunas generaciones, el antiguo patrimonio
familiar está liquidado; y la familia, como un todo,
decae en su posición social y económica. Son pocas las
familias que consiguen escapar de esa decadencia, en
virtud de tal ley.
Es oportuno notar que la institución del mayorazgo,
durante la Edad Media y el Ancien Régime, existía
incluso para las familias de la plebe, con modestos
recursos financieros, los cuales, sin embargo, querían
ser preservados.
Al contrario de lo que parece, la institución del
mayorazgo no traía sólo ventajas para el hijo mayor y
sólo prejuicios para los otros hermanos. Pues cualquiera
de ellos tenía el derecho de ser mantenido por el
primogénito, en caso de infortunio personal. Los
hidalgos, aunque parientes en grado relativamente
distante, al sufrir un accidente que les impidiera
trabajar y proveer al propio sustento, tenían el derecho
de vivir en la casa señorial de la familia y recibir
todo lo necesario para sí y para su familia, por tiempo
indeterminado. El patrimonio del mayorazgo era, así, una
especie de instituto de seguridad social para toda la
familia.
El mayorazgo no era un mar de rosas para el
primogénito. Pues a él le competía trabajar arduamente
para sacar de la tierra y de los bienes que había
heredado el sustento para todas las personas de la
familia que estuviesen en necesidad. Tanto así que
muchas veces el heredero renunciaba al mayorazgo y lo
transfería a un hermano menor. Prefiriendo ir a la
guerra que continuar con el trabajo y la responsabilidad
de sustentar a los parientes necesitados.
El mayorazgo era, por lo tanto, una función honrosa
pero pesada. Era también una institución justa. Injusto
es que la familia desaparezca como unidad socioeconómica
después de algunas generaciones, a consecuencia de
sucesivas particiones obligatorias.
Y, como no podía dejar de ser, mucho mejor era
depender del heredero del mayorazgo o de sus
descendientes, que de los modernos institutos de
seguridad social, esta infeliz excrecencia del
paternalismo estatal socialista.
NOTAS
[1] Excerta
de comentarios
del autor a su obra Nobleza
y élites tradicionales análogas en las alocuciones de
Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana ( Ed. Fernando III
el Santo, Madrid, 1993) a
socios y cooperantes de la TFP en 4-11-1992 en São
Paulo. Resumen y adaptación para publicación por la
revista
"Catolicismo" N° 520, abril de 1994. Traducción al
español por
"El
Perú necesita de Fátima - Tesoros de la Fe"
[2]
Op. cit., p. 24, nota 3.
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