La Resurrección del Señor - Tadeo Gaddi (detalle
del fresco La Crucifixión - Sacristía de la
Basílica de la Santa Cruz - Florencia - Italia)
La
Resurrección representa el triunfo externo y
definitivo de Nuestro Señor Jesucristo, la
derrota completa de sus adversarios y el
argumento máximo de nuestra Fe. San Pablo afirma
que si Cristo no hubiese resucitado, nuestra Fe
sería vana. Es en el hecho sobrenatural de la
Resurrección que se funda todo el edificio de
nuestras creencias.
Cristo, Nuestra Señor, no
fue resucitado: resucitó. Lázaro, fue
resucitado. Él estaba muerto. Jesucristo lo
llamó de la muerte a la vida. Al Divino
Redentor, nadie lo resucitó. Él se resucitó a sí
mismo. No tuvo necesidad de nadie que lo llamase
a la vida. Volvió a ella cuando quiso.
Se ha hablado mucho… y se ha sonreído a
respecto de la resistencia de Santo Tomás a
admitir la Resurrección. Quizá haya en esto
alguna exageración. Lo que es cierto es que
tenemos ante nuestros ojos ejemplos de una
incredulidad incomparablemente más obstinada que
la del Apóstol. En efecto, Santo Tomás había
dicho que necesitaría tocar con sus manos a
Nuestro Señor para creer. Pero, viéndolo, creyó
inmediatamente, antes le tocarlo. San Agustín ve
en esa dificultad inicial del Apóstol una
disposición providencial. El Santo Doctor de
Hipona dice que el mundo entero quedó suspendido
del dedo de Santo Tomás, y que su gran
meticulosidad para aceptar los motivos de creer,
sirve de garantía a todas las almas timoratas de
todos los siglos sobre la objetividad de la
Resurrección, de que no se trató del fruto de
imaginaciones en ebullición.
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Santo Tomás mete el dedo en la llaga de
Nuestro Señor
Duccio Di
Buoninsegna - 1308-11 |
Todo cuanto se refiere a Nuestro Señor tiene
una aplicación por analogía a la Santa Iglesia
Católica. En la Historia de la Iglesia vemos con
frecuencia que, cuando ella parecía
irremediablemente perdida, y todos los síntomas
de una próxima catástrofe parecían minar su
organismo, ocurrieron siempre acontecimientos
que la han mantenido viva contra todas las
expectativas de sus adversarios.
Es algo curioso que a veces no son los amigos
de la Santa Iglesia quienes la socorren: son sus
propios enemigos. En una época muy delicada para
el Catolicismo, como fue la de Napoleón, se dio
el episodio mil veces curioso de que el Cónclave
para elegir a Pío VII se realizó bajo la
protección de las tropas rusas, siendo ellas
cismáticas, dirigidas por un soberano cismático.
En Rusia, la práctica de la Religión católica
era impedida de mil maneras. Sin embargo, las
tropas de ese país aseguraron en Italia la libre
elección de un soberano Pontífice, precisamente
en el momento en que la vacancia de la Sede de
Pedro habría acarreado para la Santa Iglesia
perjuicios de los cuales -humanamente hablando-
tal vez no se hubiese levantado jamás.
Estos son medios maravillosos que la
Providencia utiliza para demostrar que ella
tiene el supremo gobierno de todas las cosas.
Pero no pensemos que la Iglesia debió su
salvación a Constantino, a Carlomagno, a D. Juan
de Austria o a las tropas rusas. Aún cuando ella
parezca enteramente abandonada, y aún cuando el
concurso de los medios de victoria más
indispensables en el orden natural parezcan
faltarle, podemos estar seguros de que la Santa
Iglesia no morirá. Y cuanto más inexplicable
sea, humanamente hablando, la aparente
resurrección de la iglesia -aparente,
acentuamos, porque la muerte de la Iglesia nunca
será real- tanto más gloriosa será la victoria.
En estos turbios y tristes años en que
vivimos, confiemos. Pero confiemos no en esta o
aquella potencia, no en este o aquel hombre, no
en esta o aquella corriente ideológica, para
operar la restauración de todas las cosas en el
Reino de Cristo, sino en la Providencia Divina
que obligará nuevamente a los mares a abrirse de
par en par, moverá montañas y hará estremecer
toda la tierra, si eso fuere necesario para el
cumplimiento de la divina promesa: “Las puertas
del infierno lo prevalecerán contra ella”.
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