Ante Dios no hay héroes anónimos
Existe un caso estremecedor, de muy pocas personas conocido.
Ni vida anterior, ni costumbres, ni familia, ni amigos...
Nada parece conocerse de aquel hombre muerto con la
serenidad y el valor que se desprende del relato.
El hecho ocurrió en Toledo. No se sabe más, excepto el
testimonio de su martirio, que por casualidad ha llegado
hasta nosotros. No existen fechas exactas. Queremos decir
que no podríamos asegurarlas. Es lo mismo. Aquel hombre, que
la dominación marxista lo sorprendió en la ciudad del Tajo
sin conocer a nadie, de paso, fue considerado desde los
primeros momentos como un sospechoso. Encarcelado, un
miliciano se dirigió a él en los primeros días del encierro,
y le dijo:
— Como averigüemos que eres fascista, o cura, o algo
parecido, te puedes preparar.
— Preparar... ¿a qué?
— Aprenderéis cómo se muere.
El miliciano descargó su fusil, a modo de estaca, sobre las
espaldas del prisionero, que quedó inconsciente. No fue el
último ataque de brutalidad. Fue, por el contrario, el
comienzo.
Llevado a declarar, aquella burla de interrogatorio, el
primero a que le sometieron, se desarrolló entre groserías
inconcebibles aun para una burla de interrogatorio, entre
golpes, amenazas y cuanto el lector conoce ya de los métodos
empleados por los rojos.
Devuelto a la prisión, como contestara adecuadamente a las
ofensivas preguntas de sus verdugos, la saña contra él
alcanzó límites inverosímiles.
Y otra vez, como siempre, la trágica, la terrible
insinuación:
— Blasfema.
Y aquel hombre, de un espíritu combativo extraordinario, no
conforme con ser una víctima sumisa, se enfrentaba con sus
enemigos respondiéndoles a la insinuación de la siguiente
manera:
— Sois unos cobardes.
— ¿Sabes que te vamos a matar?
— Lo supongo. Ya os he dicho que sois unos cobardes.
Lo sacaban de la prisión y lo llevaban a la ribera del Tajo.
— Vas a morir ahogado. Blasfema, y te dejamos libre ahora
mismo.
— Prefiero morir en el río.
Entonces ocurrió algo que aún ahora, al escribirlo, nos
eriza los cabellos. Los milicianos se separaron un tanto del
prisionero y mantuvieron un conciliábulo. Al cabo, puestos
al fin de acuerdo, dos de ellos —eran, en total, seis—
volvieron a la prisión. Los restantes quedaron vigilando. A
la media hora los que se habían alejado volvieron trayendo
consigo a otro prisionero. Enfrentaron a ambos. Uno de los
milicianos se dirigió al recién llegado:
— Vas a morir, amigo. Ha llegado la hora. Te ataremos las
manos a la espalda y luego estarás con la cabeza metida en
el agua hasta que te ahogues. ¿Te parece bien?
El prisionero, de una mediana edad, pálido como un muerto,
no respondió. Despacio, calculando bien el efecto de los
movimientos que realizaban, los milicianos comenzaron los
preparativos. Con un alambre le ataron las muñecas a las
espaldas. Luego, también muy despacio, le ataron los pies
evitándole así la menor posibilidad de movimiento.
Le arrastraron hasta el río. Comenzó a dar gritos pidiendo
socorro, en la cumbre del espanto, del miedo. Los
milicianos, impasibles continuaron acercándole al agua, sin
darse demasiada prisa, conscientes del efecto que la escena
estaba causando sin duda alguna en el protagonista de ella.
El prisionero restante miraba en silencio a aquel pobre
individuo, al borde de la locura.
Llegados junto al río, un miliciano le agarró la cabeza con
las dos manos y la sumergió. Pudo verse el espasmo
angustioso en que se debatía el cuerpo del desgraciado. Al
minuto, le libraron la cabeza del agua. Lloraba como un
niño, con un llanto ruidoso y desesperado.
Fue entonces cuando un miliciano le dijo: — Blasfema, o la
próxima vez estarás con la cabeza dentro del agua hasta que
te ahogues.
No respondió nada el prisionero. Su angustia no le permitía
hablar. Nuevamente habló el mismo miliciano:
— Tu verás lo que prefieres. Blasfema o mueres con la cabeza
metida en el agua. Haz lo que quieras, pero pronto. No vamos
a estar aquí una hora contemplándote.
Entonces, de súbito, el prisionero blasfemó horriblemente. A
continuación, los milicianos le soltaron las ligaduras que
le atenazaban y le dijeron:
— Eres libre. Vienes con nosotros después y te daremos un
carné del partido.
El apóstata continuaba llorando.
Luego, los milicianos, dirigiéndose a quien, aterrorizado,
había contemplado la escena, le hablaron.
— Espero que te hayas convencido de cómo actuamos. ¿Qué
dices?
No hubo respuesta.
De nuevo volvieron a la carga.
— Mira bien lo que haces. Nos estás cansando. ¿Blasfemas?
Silencio.
Le introdujeron la cabeza en el río. Al minuto, idéntica
operación que al anterior.
— ¿Qué dices ahora? ¿Blasfemas?
Repitieron varias veces la operación sin conseguir
arrancarle no ya una palabra, sino ni un gemido. El, que en
todo momento se había mostrado especialmente belicoso con
sus verdugos, dando muestras de un valor raro, se callaba,
de pronto. La escena anterior, la escena más lamentable que
tal vez hubiese visto en toda su vida, le había decidido a
sellar los labios. Su valor se mostraba ahora de otra
manera.
Tras una paliza enorme, decidieron regresar a la ciudad.
Pero he aquí que de pronto recuerdan al otro prisionero. Lo
alzan del suelo donde se hallaba tendido como muerto.
— ¿Qué? ¿Ya se te ha pasado el miedo?
Ríen todos a carcajadas.
— Uno de ellos, el más desalmado, de catadura siniestra, se
dirige al grupo:
— Yo creo que a pesar de todo deberíamos matarle. ¿Qué os
parece?
El prisionero aludido se agita presa del terrible recuerdo.
— ¡No me matéis!
— Sólo si vuelves a blasfemar.
Y otra vez la horrible apostasía.
El desenlace fue rápido El miliciano que últimamente había
hablado con él desenfundó una pistola y le atravesó la sien
de un balazo.
El prisionero sobreviviente fue arrojado de nuevo a la
prisión. Se hallaba en una celdilla, incomunicado. Todas las
mañanas, al amanecer, hora del cambio de guardia, el relevo
saliente le hacía una visita para apalearle. Cuatro o cinco
días después se hallaba terriblemente desfigurado.
Enflaquecido, temblándole de debilidad los miembros, con
costillas rotas y magullamientos y heridas cubriéndole el
cuerpo entero, era casi una sombra de lo que había sido
físicamente sólo unos cuantos días antes. Pero, dato
profundo que ahora no nos es dable desentrañar, desde que
contempló como un compañero en desgracia injurió a Dios por
salvar su vida, desde la impúdica escena del Tajo, no
pronunció una palabra siquiera. La saña de sus verdugos
llegó al delirio. No deseaban ya de él que aclarase su
personalidad, que blasfemase, que se mostrase partidario de
la revolución… Sólo deseaban oírle una palabra, una sola.
Pues no lo lograron. ¡Que tremenda jugosidad la de aquel
silencio, qué elocuente para nosotros!
Un día del cual no sabemos la fecha, un día cualquiera, le
rompieron la cabeza a culatazos. Antes de morir, volvió a
hablar. Dijo:
— Voy a Cristo.
Cualquier apreciación que añadiésemos, quebraría la belleza
de una de las muertes más extraordinarias cuya noticia,
imprecisa, vaga, llegó a nosotros de súbito, una tarde
tranquila.
Resumido
de “Los mártires de la Iglesia” de Fray Justo Pérez de Urbel
(Editorial AHR, Barcelona, 1956)
"Patria y Fe"
- Ubaldo Fuentes y Redondo - 1901
Fotografía facilitada por gentileza de la dirección del
Museo del Ejército
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