Conozco el caso de un antiguo granjero paulista, señor
de vastos cafetales y de una espaciosa mansión:
cuadrilátero con dos pisos, puerta al centro y ventanas
de guillotina iguales a lo largo de toda la fachada.
Ornamento exterior ninguno. El granjero, según el estilo
tradicional, era también abogado y político.
Familia unida, títulos de propiedad seguros, tierra
morada, casa firme, colonos sumisos, vecinos pacíficos,
nada faltaba al sosiego de aquel laborioso hacendado.
Pero un adversario inopinado le atacó, en el corazón, el
feudo tan sólido. En la centro, digo, pues irrumpió
inopinadamente dentro de la propia casa. Y, más
sorprendente aún, ese adversario venía de abajo hacia
arriba.
¿Un solo adversario? Más exactamente miles. Tal vez
millones. Pequeños, conquistando terreno por milímetros,
en el silencio, inadvertidos, dominaron el subsuelo,
mientras arriba, en la casa, el granjero y su familia
trabajaban, comían, bebían, dormían y se divertían.
Un buen día, unos pocos irrumpieron en la cocina. El
granjero los mató y ordenó una investigación. Y percibió
que ya eran numerosos a punto de ser inútil cualquier
resistencia. Las saúvas
[2] -porque eran ellas- habían construido por todo
el subsuelo un laberinto tan vasto que inútil sería
destruirlo. Para resumir la historia, el granjero se
mudó, la casa quedó abandonada, el cafetal comenzó a ser
invadido. Ese granjero, que juzgaba nada temer de
cualquier potentado, fue arruinado por esas legiones de
adversarios pequeños, oscuros y silenciosos.
Me acordé de esto cuando empecé a escribir el
presente artículo. Porque el tema sobre el que quería
escribir era el triunfo de los homúnculos en la
sociedad moderna.
Por homúnculos entiendo aquí los hombres de espíritu
pequeño, que caben, cada cual y por entero, en uno de
los mil alvéolos de la vida cotidiana. Los que quieren
una vida colmada por la banalidad de cada día. Para los
que el ayer fue incoloro, inodoro e insípido, como el
hoy y como el mañana. El oxígeno que respiran es la
trivialidad. Y el placer de las cosas está esencialmente
en la repetición.
Para homúnculos así, incómodo es todo cuanto es
grande, venerable por la antigüedad o magnífico por el
futuro que abre; todo, en fin, que sale de las
dimensiones cotidianas: holocausto, valentía,
genialidad, delicadeza, «exquise» [excelencia],
infortunios trágicos, y tantas otras cosas. Es necesario
acabar con todo esto, con todos los que son así, o los
que algo de ello reflejan en su espíritu, en sus
maneras, su lenguaje, su modo de ser o su conducta.
Los incontables cambios ocurridos en nuestro siglo,
en casi todos los dominios de la vida, constituyen
victorias de los homúnculos, pues siempre disminuyen
algo o a alguien. La sociedad humana se va aficionando
cada vez más al gusto de las almas-saúva. Lo que tiene
como consecuencia que las almas grandes se sienten, en
este mundo minado alrededor de ellas, como mi granjero.
Quien hoy aspira a cualquier forma de grandeza, máxime a
la de la virtud, o se disfraza, o sobre él se precipitan
inmediatamente las saúvas salidas de los vastos y
oscuros sótanos de la mediocridad. Y lo expulsan a las
regiones de la incomprensión, de la indiferencia y del
aislamiento, en las cuales la mediocridad reduce a vivir
a cuantos no caben en los patrones de ella.
Veo en este gigantesco fenómeno socio patológico, en
esa insurrección universal de los homúnculos contra los
que los exceden, una de las causas del entreguismo de
Occidente. El homúnculo, el hombre-saúva, detesta la
lucha más que todo. Esta acarrea grandes esfuerzos, sólo
entusiasma a las grandes almas, produce la fulguración
de grandes desgracias. El hombre-saúva lucha, por eso,
contra todas las formas de lucha. Singular batalla, que
él traba cediendo, huyendo (hacia abajo, bien
entendido), capitulando: dejándose aplastar hasta, si no
hubiera otra solución.
A esta familia de almas pertenecen los
incondicionales del ecumenismo. Temiendo lo enardecido
de las disputas entre las religiones, el hombre-saúva
quiere fusionar todas en una sola pan-religión, por lo
demás más o menos atea. Para el hombre-saúva, todas las
creencias y todas las incredulidades deben confundirse
en el mismo desagüe del ecumenismo.
Por la misma razón, el hombre-saúva está dispuesto a
entregar su patria, como lo hace con sus creencias.
Prefiere no ver al enemigo. Si está obligado a verlo, lo
imagina en vías de conversión: desestalinizado, de cara
humana, transformado en timorato (y ambiguo …)
socialismo. Si el enemigo penetra en los sectores
políticos del país, él le sonríe, y lo rotula de
«avanzado» y «moderno». Si se infiltra en los medios
católicos, lo califica de modo análogo como
«progresista». Cuando el enemigo crece tanto que se
torna amenazador, el hombre‒saúva proclama irreversible
el peligro, e intenta, como medio término, una
estrategia de «convergencia», inspirada en el lema
«váyanse los anillos y pero quédense los dedos». Y, por
fin, si el enemigo, después de tomados los anillos,
exige los dedos, el hombre-saúva susurra: «váyanse los
dedos y pero quede la vida».
Pero, todas esas concesiones, el hombre-saúva sólo
las hace a la izquierda. Toda su acción silenciosa e
inexorable, de infiltración, de corrosión, de erosión,
la hace en la derecha y en el centro, donde suele
instalarse. Y entonces no cede, no huye, no converge, él
socava.
¿Por qué? Detestando todo cuanto es elevado, noble y
armoniosamente desigual, para el hombre-saúva, cuanto
más igualdad mejor. Y para una igualdad totalmente rasa,
totalmente plana, hacia allá van sus anhelos pacifistas.
Hacia el comunismo, o el anarquismo.
Vivimos en una época de revolución. Es banal decirlo.
Sí. De la revolución de los hombres-saúva, contra todo
lo que tenga cualquier grandeza…
NOTAS:
[1] Artículo adaptado de
Plinio Corrêa de Oliveira, in
“Folha de S. Paulo”, 11 de
julio de 1981. Traducción y
adaptación por
"Acción
Familia", sin revisión del autor.
[2]
Tipo de hormiga que es una de las plagas
agrícolas más importantes de Brasil y que destruye las
plantaciones.
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