Plinio Corrêa de Oliveira
En el "crepúsculo" del sol de justicia
"Folha de São Paulo", 1 de enero de 1979 |
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Esta Navidad paulista de 1978 marca, en relación a las anteriores, el agravamiento de un fenómeno que no debería existir. Pero que existiendo, debería por lo menos hacer excepción a la fiesta del Nacimiento del Salvador. Me refiero a la laicización generalizada de las mentalidades, de la cultura, del arte, de las relaciones, en una palabra, de la vida. En esta materia laicización significa propiamente paganización. Pues a medida que se va empujando hacia la penumbra al Hombre Dios, el lugar dejado vacío por El va siendo llenado por “valores” muy concretos y palpables, pero que, a veces son glorificados como si fuesen fastuosas abstracciones: la Economía, la Salud, el Sexo, la Máquina, y tantos otros (las mayúsculas anacrónicas sirven para que se sienta mejor lo que afirmo). “Valores” materiales, es obvio. Y enfatizados por una orquestación propagandística saturada de marxismo, de freudismo, etc. Al contrario de lo que sucedía en el mundo clásico, esos “valores” no están personificados – es claro – en dioses, y tampoco concretizados en estatuas. Lo que no impide que sean ellos los verdaderos ídolos paganos de nuestro infeliz mundo laicizado. La influencia del neopaganismo laico viene infiltrando cada vez más la Navidad moderna. Infiltración gradual, pero perfectamente evidente. ¿De qué manera? No existe una sola manera, sino simultáneamente de todas las maneras concebibles. Comenzando por el Adviento, ese período del año litúrgico que consta de las cuatro semanas que preceden a la Navidad. Este tiempo constituía para la Cristiandad una parte del año especialmente dedicada al recogimiento, a una discreta compunción y a la esperanza palpitante del gran júbilo que el nacimiento del Mesías traerá. Todos se preparaban así para acoger al Niño Dios, que en el virginal sagrario materno, se acercaba cada día más del bendito momento en que iniciaría su convivencia salvífica con los hombres. En esa atmósfera densa y vivamente religiosa, la tónica se iba gradualmente modificando. A medida que nos acercábamos a la noche entre todas sagrada, la compunción iba cediendo lugar a la alegría. Hasta el momento en que, en las pompas festivas de las celebraciones litúrgicas navideñas, las familias, los pueblos, las naciones se sentían ungidas por el júbilo sacral descendido desde lo más alto de los Cielos, y en cada ciudad, en cada hogar, en el interior de cada alma se difundía como un bálsamo de aroma celestial, la impresión de que el Príncipe de Paz, el Dios Fuerte, el León de Judá, el Emmanuel, una vez más acababa de nacer. Aquello que tan bien expresa el villancico “Stille Nacht, Heilige Nacht”… la célebre canción que se traspuso para nuestro vernáculo de modo menos expresivo. Como “Noche de Paz”… De toda esta preparación, ¿qué quedó? ¿Quién piensa en el Adviento, salvo una minoría ínfima? Y dentro de esa pequeña minoría, ¿cuántos lo hacen bajo la influencia de la teología católica verdadera y tradicional, y no de las teologías ambiguas y desvariadas que sacuden hoy en día, como si fuesen convulsiones febriles, al mundo cristiano?
Pero dejemos esta minoría, y pensemos en las multitudes que se agitan en las grandes ciudades. Para ellas, el Adviento pura y simplemente no se recuerda. Las prisas de la vida cotidiana continúan, agravadas por la perspectiva de tener gastos que enfrentar, regalos que enviar, visitas para hacer y fiestas para organizar. En resumen, todo el mundo se va aproximando a la Navidad, no como de una fecha para la que uno camina con esperanza, sino como a un día afanoso, dispendioso, y bajo algunos aspectos, incluso complicado, que se tendrá la alegría de “dejar atrás”. Es bien verdadero que en las ciudades, y tal vez más especialmente en las grandes, la aproximación de la Navidad es destacada por la multiplicación de las iluminaciones coloridas, en la vegetación de los jardines y barrios residenciales, por los largos hilos de luces en las avenidas de mayor tránsito, y en la ornamentación sobrecargada de vitrinas comerciales. Sin embargo, no es difícil sentir que la alegría peculiar que todo eso tiende a “encender” – alegría toda inducida, nótese – proviene del deseo de comprar, de gozar, de festejar. De esas luminarias eléctricas, nada o casi nada recuerda al Mesías que está para llegar. Y todo recuerda – eso sí – a la economía ansiosa de ser superactivada: el comercio que palpita por ampliar la salida de sus stocks, y la industria que multiplica sus productos (y sus ganancias) para llenar los vacíos abiertos en las estanterías de la tiendas, en virtud del aumento del consumo. En suma, es el ídolo-Economía el que se va tornando el gran centro de las expectativas, de los anhelos, de los festejos navideños de este fin de siglo. Mamón. El Estómago. La Materia. – ¡Jesús, No!... Llega por fin la Navidad. ¿Reúne ella todavía los hogares alrededor de un Pesebre? A veces, sí. Sin embargo, en numerosos casos, los reúne no en torno de una cuna donde el Niño Dios abre los brazos hacia María Santísima profundamente enternecida, bajo la mirada meditativa y recogidamente jubilosa de San José. Sino en torno de una mesa en que las golosinas, el champagne de los que pueden, y las modestas bebidas de los que no pueden, ocupan las atenciones, en otro tiempo vueltas fundamentalmente hacia el Nacimiento del Redentor. En cuantos hogares, la reducción y la transparencia cada vez más acentuada de los trajes difunden una atmósfera de sensualidad, desvirtuando profundamente el significado de esa noche de insuperable pureza. Existen los festejos bajo cuya influencia la caridad se encoge y se extiende siempre menos hasta los lugares de los que nada tienen. En estos, las larguezas difundidas otrora por la justicia y la caridad cristianas, son substituidas por el silbido de la subversión “católica” que, bajo el pretexto de la Navidad, se hace oír por la voz del (o de la) agente de una comunidad de base cualquiera. O de una cosa semejante. En realidad, sin embargo, la neo-Navidad laica tiene todavía otro aspecto. El tifón del turismo arranca a incontables familias del hogar, el cual debe ser, con la Parroquia, el cuadro específico de la noche de Navidad. Y las dispersa a través de los hoteles, de la playa o del campo, en medio de un bullicio mundano en el cual no consiguen penetrar las voces angélicas que cantan el "Glória in excelsis Deo". Pero la laicización no para ahí. Ella persigue la Navidad hasta en los ecos augustos con que ella se prolonga en las fiestas que la siguen. Año Nuevo, Reyes… La fiesta del Año Nuevo es, en términos religiosos, la fiesta de la Circuncisión, que recuerda a Nuestro Señor Jesucristo, el cual movido por el amor al género humano, derrama ya en su primera infancia gotas de su sangre infinitamente preciosa en favor de los hombres, y hace así pensar en el sacrificio augusto que los redimirá del pecado, los arrancará de la muerte eterna y les abrirá el camino del Cielo. Pues a esta fiesta religiosa del Niño Dios se sobrepone la conmemoración salobre de una muy laica confraternización universal de los pueblos. Confraternización irremediablemente vacía, como todo cuanto es laico, y de la cual parecen dar carcajadas cínicas las murallas de de acero y bambú que cortan a los pueblos, el terrorismo que los llena de pavor, el riesgo de la destrucción atómica que pesa sobre ellos como una plomiza nube, y la zarabanda cada vez más cargada de antagonismos y odios, de las ideas y de los intereses incompatibles e inconciliables. En una palabra, cuando el sol se oculta, los animales dañinos salen de sus guaridas y pasean por el bosque. El laicismo presenta a Jesucristo a los ojos del mundo como un sol de fin de ocaso. ¿Que espanto puede haber en que se multiplique y se difunda todo cuanto es dañino en los antros de los corazones descristianizados, de las ciudades enloquecidas y de las soledades en que el vicio y el crimen se esconden, para, a voluntad, multiplicar el requinte por el requinte? Pero – alguien dirá – ¿por qué recordar todo esto en esta parcela de alegría? ¿Por qué ese lamento, en el momento en que los hombres están ávidos de reír y de festejar? Para protestar. Y si esa protesta suena como lamento a algún oído insensibilizado por la cacofonía moderna, el defecto no es de la protesta. El defecto es de quien no sabe sentir en él, sino lo que no es: un lloriqueo. Pues el lloriqueo es pusilánime, suena a derrota y a capitulación. Mientras que la protesta que está inspirada por el amor de Cristo, y el de María, "ut castrorum acies ordinata", se yergue con intrepidez en medio de la incomprensión. Esa protesta es un grito de reparación, una proclamación de inconformidad, y más que eso, es un presagio de victoria.
Belén en el Convento de Santa Rosalía - Sevilla |