"Magníficat" por Chile En el momento de redactar este artículo, el viernes por la mañana, Chile parece estar terminando de humear. Los rumores procedentes principalmente de Buenos Aires, La Habana y Moscú no consiguen convencer al público en general. Y las noticias de los periódicos presentan una imagen contradictoria, desde el punto de vista sentimental. Los gestos de alegría por la victoria se mezclan con la tristeza o incluso la ira por la sangre derramada. Ha llegado el momento de la reflexión fría y lúcida. Y así la línea general de los acontecimientos es claramente evidente. Pocas palabras bastan para definirlo. El gobierno de una gran nación sudamericana había caído en manos de una secta de fanáticos, es decir, el Partido Socialista-Marxista. Esta secta había decidido aplicar en Chile, costase lo que costase, su doctrina materialista, igualitaria, dirigista y anticristiana. A partir de este hecho ideológico, se desplegaron múltiples consecuencias políticas y económicas. Una serie de leyes socialistas y confiscatorias se aplicaron sucesivamente al país, sin hacer caso al descontento de la mayoría de la opinión pública. Como resultado, una crisis política comenzó a sacudir hasta los cimientos del Estado. A partir del hecho ideológico también se desplegó, paralelamente a la crisis política, una crisis económica. El peor patron es el Poder Público. Esto lo sintieron claramente los trabajadores de las ciudades y del campo, que poco después de "beneficiarse" de la socialización, comenzaron a rebelarse contra la miseria que se abatía sobre ellos. Porque el Estado es un mal empleador, es un mal productor. La pobreza se extendió como una gangrena por toda la nación. Las crisis política y económica sumaron sus efectos y produjeron el caos. Enormes huelgas paralizaron el país, que estaba al borde de la aniquilación total. Entonces llegaron las Fuerzas Armadas, sacaron a los sectarios del poder y están restableciendo el país en condiciones de salvarse. Esta es la línea general de los acontecimientos, y ante ella, la única actitud que cabe es aplaudir. Porque si es cierto que el bien común es la ley suprema, el hecho puro y simple de la salvación de un país que se hundía sólo puede ser apoyado. Si fueran coherentes consigo mismos, los izquierdistas de todo el mundo —que viven proclamando la total supremacía del bien común— no tendrían respuesta. Pero aquí están, transformándose de repente en defensores de los derechos individuales y, cerrando los ojos a la salvación pública, comienzan a entonar por todo el mundo su laico y meloso De profundis, sobre la sangre que corrió. Sangre de los izquierdistas, por supuesto. ¡No de los soldados!
Esta sangre derramada, también la deploramos. Es decir, cuánto preferiríamos que la trayectoria ideológico-política e ideológico-económica de Chile no hubiera llevado al país a la verdadera catástrofe que fue el ascenso al poder de la secta marxista. Cuánto hizo la TFP chilena para alertar a sus compatriotas del peligro del progresismo "católico" y del demo-cristianismo, que empujaban disimuladamente a la nación hacia el precipicio del que ahora se levanta de nuevo teñida con sangre. Cuánto han actuado las TFPs del continente sudamericano para crear condiciones internacionales desfavorables a una colaboración con este proceso de ruina y muerte. Basta recordar, en este sentido, la enorme difusión —que vale una epopeya— del best-seller de Fábio Vidigal Xavier da Silveira, "Frei, el Kerensky chileno".
Nada pudo evitar que la "saparia" (1) chilena, en connivencia con el clero de izquierdas, entregase el país a Allende. Juntos cantaron en la Catedral de Santiago, con rabinos, pastores protestantes, comunistas y terroristas, el Te Deum de la victoria. Y entonces comenzó la tragedia. Desde el principio se podía predecir que, como un marxista nunca entrega voluntariamente el poder, o ella acabaría con sangre o liquidaría a Chile. De hecho, terminó con sangre, con Chile casi liquidado. Los primeros culpables de esto, no es difícil encontrarlos. Fueron los que cantaron el extraño Te Deum ecuménico.
Así, liberada de estorbos y con el poder supremo en la mano, la secta comunista estaba en Chile como un león suelto. Se puso a devorar, con furioso ímpetu, a los miembros de la nación. Ante las amenazas de los defensores del país, ni dejó el poder ni cesó sus estragos. Fue indispensable, para salvar a Chile, derramar la sangre del león. Pregunto: a no ser eso, ¿qué más se debería haber hecho? ¿Dejar al país naufragar? — A esta pregunta sólo se puede responder con un "sí" o un "no". Pido a los melosos cantantes del laico De profundis que me digan si su respuesta es "sí". Pero, cabe decir, una vez depuesto el gobierno marxista, ¿era absolutamente imprescindible disparar contra los reductos comunistas que aún resistían con las armas en la mano? — La respuesta presupone el conocimiento de una serie de detalles de los que la prensa aún no ha hecho eco, y de consideraciones morales que no hay espacio para desarrollar aquí. Sin embargo, lo cierto es que los militantes de la resistencia comunista se oponen criminalmente, armas en mano, a la salvación del país. Su fanatismo los lleva a resistir con balas cuando toda resistencia es ya inútil. Así, quienes han intoxicado a los resistentes con doctrinas marxistas y los han fanatizado, son los principales responsables del derramamiento de sangre que hoy se produce en Chile. A estos, sí, la historia cristianamente imparcial los llamará siempre criminales. Si del lado de los restauradores de la nación ha habido o hay excesos, la Historia también lo dirá. Y con imparcialidad igualmente cristiana los censurará. Esperemos. Pero el hecho es que la Historia cristianamente imparcial nunca considerará en igual plano la sangre de los fanáticos que mueren atacando a la patria, y la sangre de los héroes que han caído en su defensa.
Perón, presuntamente dotado de medios de información excelentes, admitió como cierto que la muerte de Allende fue por suicidio. Y no dudó en calificar el acto desesperado del malogrado presidente como una "actitud valiente", de un hombre que tiene vergüenza y por eso "se suicida". Sería el caso de preguntarle al octogenario apologista del suicida si le faltó valentía y vergüenza cuando, depuesto en 1955, en lugar de suicidarse, se fue a vivir a su opulento exilio en Madrid. Por mi parte, como católico, sólo puedo censurar el suicidio del obstinado líder comunista. Y lamentar que la Biblia que le ofreció apresuradamente el cardenal Silva Henríquez le fuera de tan poca ayuda espiritual.
En resumen, expulso el comunismo de Chile, ipso facto perdió terreno en el continente sudamericano. Como brasileño y amigo de Chile me alegro. Y, sin prejuzgar en mi alma detalles que posiblemente Dios y la historia pueden no aprobar, entono interiormente el Magníficat. Sí, el Magníficat que seguramente no cantará el cardenal Silva Henríquez. NOTAS (1) "Saparia" — La clase de los "sapos". El Prof. Plinio llamaba de "sapos" a los burgueses bien instalados en la vida, que ostentaban una indiferencia forzada por los jóvenes de la TFP que en las calles, con sus característicos estandartes y capas, difundían las obras de la entidad y alertaban a la opinión pública sobre el peligro socialo-comunista. Y que, en flagrante contradicción con su estatus social, nutrían una indisfrazada simpatía por el socialismo y aún por el comunismo. |
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