Plinio Corrêa de Oliveira

 

 

Reflexiones sobre un café

 

 

 

“Folha de Sao Paulo”, 20 de Julio de 1979 (*)

 

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6 tipos de quesos franceses de los más de 350 que existen en las tierras de San Luis IX, Rey de Francia 

Hace mucho tiempo, muchísimo incluso, tengo una impresión para comunicar acerca del desarrollo de nuestro País.

“Desarrollo” es un término tomado aquí en un sentido que tiene parentesco apenas lejano, con lo que habitualmente se entiende por tal. No hablo del desarrollo económico-financiero. Este es el sentido ápice, no raras veces incluso el único, que se atribuye al vocablo en nuestros días empapados de hedonismo burgués y de materialismo comunista.

En la perspectiva en que me coloco, tal forma de desarrollo tiene su lugar. Este no es entretanto el ápice. Por la simple razón de que el hombre no es principalmente estómago. El desarrollo-ápice no consiste pues en la promoción de las cosas, del “hermano cuerpo” según el lenguaje franciscano. Consiste, eso sí, en el desarrollo de todo el hombre, puestos los elementos de este todo en la debida jerarquía. Y por lo tanto el alma en primer lugar. Entre las cosas del alma, quiero destacar aquí una de las más nobles, esto es, la aptitud de relacionar las cosas de la materia con las del espíritu, y unas y otras con Dios.

Todo el universo fue creado a imagen y semejanza de Dios. Por ello, existen analogías entre todas las criaturas. Pues seres análogos a un tercero, son por esto mismo análogos entre sí. De ahí que las cosas materiales tienen el poder de expresar las espirituales. Y uno de los usos más nobles que se pueda hacer de cada una, y de todas en su conjunto, consiste en conocer su expresión espiritual. A través de esa expresión, la inteligencia conoce mejor las cosas del espíritu. Utilidad excelsa que tiene la materia hasta para los bienaventurados después de la resurrección, cuando sin embargo verán a Dios cara a cara.

Una persona penetrada de estas verdades, y habituada a hacer de la relación materia-alma-Dios la actividad fundamental de su espíritu, puede de este modo llegar al ápice de su personalidad. O sea, alcanzar el desarrollo ordenado y entero de su propio yo. Su desarrollo-ápice.

Esas verdades, precisamente porque son muy abstractas, tienen sin embargo relación con lo que hay de más profundo y decisivo en la realidad concreta. Así, es factor de la grandeza, del bienestar y de la “force de frappe” (empuje) de un país, la relación intima entre los recursos naturales y el paisaje del territorio, por un lado, con las características del espíritu nacional, por otro. Al punto de que el observador nota afinidades entre la configuración de los montes, el curso y el rumorear de los ríos, los mil colores y formas de la vegetación, los perfumes de las flores, el sabor de la culinaria local, las armonías de las músicas y de las danzas populares, de las formas y colores de los trajes típicos, con el espíritu de la población. Por ejemplo, con el estilo de hacer bromas o de las peleas entre los niños; de las realizaciones de los hombres maduros, y de la experimentada sabiduría de los ancianos. Todo esto forma un enmarañado de elementos que se entrelazan por mil afinidades indisociables. Y es la diferencia entre éstos –más aún que los límites territoriales– lo que distingue a las naciones. ¡Qué diferencia existe entre Francia y Alemania, por ejemplo! Es evidente que cada una de esas naciones forma con el respectivo enmarañado una sola cosa. No se puede concebir Francia habitada sólo por alemanes, ni Alemania habitada sólo por franceses.

Fiesta de la cerveza, Munique (Alemania)

La tradición clásica, y más tarde la influencia profunda de la Iglesia, enseñó a esos hombres a “ser” mucho más alma que cuerpo; a buscar en las cosas de la materia analogías y enseñanzas supremas sobre el alma y sobre Dios. De ahí esa admirable consonancia entre el cuerpo y el alma de los grandes pueblos. Así, tales pueblos fueron conducidos, en una inmensa acción conjunta, a interpretar el respectivo cuadro material, encontrando en él mil afinidades con sus propias almas. Afinidades estas que la cultura acentuó y puso en relieve.

Tengo la impresión de que, dentro de la tormenta contemporánea, la mayoría de los hombres descaracterizados, masificados por la civilización moderna, mecánica y cosmopolita, ya no sabe sentir los significados espirituales y “divinos” de las cosas. Ni percibir los vínculos que los unen entre sí, ni los paisajes en que nacieron. Y en países nuevos como el nuestro, la interpretación simbólica de los panoramas, de la flora, de la fauna, el saborear u olfatear los productos de la tierra, la audición de sus ruidos o de los cánticos de la naturaleza, todo se reduce, para muchos de nosotros, a los vagos recuerdos de infancia que el progreso aplastó ya en la adolescencia, por medio de la aplanadora del “sentido práctico”. 

  

Vista de la Cordillera de Los Andes 

Esas consideraciones me vinieron al espíritu al saber de un hecho pintoresco que se da en Londrina, ciudad que hace cerca de treinta años no visito. Pero siento satisfacción en contar lo que a tal respecto me narraron amigos residentes en la capital del café.

Un hombre de espíritu e iniciativa, instaló allí un café, en un kiosco entero de vidrio. Sin embargo, no un café cualquiera. En el modo de preparar nuestra rubiácea, usó nada menos que veinticinco variedades. Entretenido, ojeo en diagonal la lista de esas preparaciones. Entre los cafés calientes, no podía dejar de figurar el “café con chantilly”, seguidos entre otros por un enigmático “café escocés”, de aquella Escocia que no produce café. Un pomposo “café royal” y un espirituoso “café society”. Los cafés fríos vienen comandados, como también es natural, por el “café vienés”. Pero este batallón es menor. Son seis, mientras que los calientes son doce. Después de los fríos y de los calientes, aparecen siete rotulados como “otros”. ¿Cómo será el “licor crema de café”? ¿En qué se diferenciará del simple “licor de café”? ¿Y cómo serán los “confeitos de café”? El hecho es que todo esto encantó al pueblo. El establecimiento está siempre lleno.

La diversificación que un hombre de generosa fantasía supo hacer con el café, ¿en qué amplia medida se podría hacer con tantas de nuestras frutas y mutatis mutandis, con nuestras incontables flores? ¿Y cuántas riquezas de nuestra alma se explicitarían más fácilmente así?

A la luz de las analogías de un verdadero simbolismo católico, en una simultánea y gloriosa labor de alma de nuestro pueblo, ¡cuánta magnificencia se desarrollaría ante nosotros!

Y si alguien me dijese que todo esto no pasa de devaneos, porque no resuelve el problema del combustible, yo le respondería con una buena carcajada. Pues un Brasil cristianamente desarrollado no se define principalmente como una inmensa flotilla de motores, sino como una inmensa familia de almas.


(*) Difundido por Acción Familia (Chile)


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