En el
video, los comentarios del Prof Plinio a respecto de la
Catedral de Notre Dame (en portugués)
No me puedo olvidar
de
uno de los viajes que hice a París. Llegué de noche.
Cené e inmediatamente fui a ver la Catedral de Notre
Dame.
Era una noche de verano, no una noche inusualmente
bella, ordinaria, la Catedral estaba iluminada, y el
coche en que yo iba pasaba de la rive gauche para la
isla [de la Cité].
Veía la catedral un poco de lado, en un enfoque
totalmente fortuito. Ella me pareció desde luego, en ese
ángulo, tomado así —si el azar existiera, y en algún
sentido existe—, al azar, miré y me pareció tan bella
que me dieron ganas de decirle al coche ¡pare, que
quiero quedarme aquí!
Sé que el resto es muy bonito, pero creo que pocos
habrán mirado la Catedral desde este ángulo y se
habrán detenido. Yo querría ser uno de los pocos, para alabar a
Nuestra Señora desde este punto de vista, que quizás los
demás no hayan alabado suficientemente.
Al menos se dirá que una vez un peregrino que vino de
lejos amó lo que muchos otros, por las prisas, o por no
recibir una gracia especial en ese momento para ello, no
llegaron a amar.
En todos los grandes monumentos de la
cristiandad, después de admirar las maravillas,
tengo la tendencia a admirar los detalles, en un acto de reparación, porque
tal vez estos detalles no fueron amados como debían
serlo. O sea, hacer al menos esto: amar lo que debería haber
sido amado y ha sido olvidado. Es siempre nuestra
vocación, llevar a todos las verdades olvidadas que los
hombres dejan de lado.
La Catedral me encantó desde ese ángulo.
A seguir retorné al hotel con el alma llena.
Si en ese
momento alguien me hubiese recordado las palabras de la
Escritura —"He aquí la Iglesia de una belleza perfecta,
alegría del mundo entero"—,yo habría dicho: Oh, ¡qué
bien expresado! Es bien lo que siento a respecto de la
Catedral de Notre Dame.
* * *
Desde el fondo de nuestras almas, desde el fondo de
nuestras inocencias, surge algo que es
luz, superluz, pero al mismo tiempo penumbra u
oscuridad, sin ser tinieblas. Y es
la percepción de todas
las catedrales góticas del mundo —las que se
construyeron y las que no se construyeron—, dando una
idea de conjunto de Dios que, sin embargo, es
infinitamente más que eso. Entonces apercibimos el
espíritu que inspiró todas estas catedrales
y realmente más vivimos en el cielo que en la tierra.
Y de ahí nuestro deseo de otra vida, de encontrarnos con
un Otro, con “O” mayúscula, tan interno en mí, que es
más "yo" que yo mismo,
—pero tan superior a mí que no soy
ni una mota de polvo comparado con él—,se
cumple y desde ahí comprendo, el Cielo debe ser así.
Nosotros amamos aún más al purísimo espíritu, eterno e
invisible, que creó todo eso para decirnos:
"Hijo mío, Yo existo. Ámame y entiende, esto es
semejante a Mi. Pero, sobre todo, por muy hermoso que
esto sea, soy infinitamente diferente a eso. Por una
forma de belleza tan quintaesenciada y superior que sólo
cuando me veas te darás cuenta realmente de lo que soy.
Ven, hijo mío, ven, te estoy esperando. Lucha un poco
más porque me estoy preparando para mostrarte una
belleza aún mayor en el cielo, en proporción a lo larga
y dura que sea tu lucha. Espera; cuando estés preparado
para ver lo que yo quería que vieras cuando te creé, te
llamaré. Hijo mío, Yo soy tu catedral, la catedral
demasiado grande, la catedral demasiado hermosa, la
catedral que hizo florecer una sonrisa en los labios de
la Virgen como jamás ninguna joya lo hizo, ninguna rosa
y ni siquiera ninguna de las meras criaturas que Ella
conoció”.
Esa Catedral es Nuestro Señor Jesucristo, es el Corazón
de Jesús, que ha sacado armonías del Corazón de María
como ninguna otra cosa lo ha hecho. Allí tú conocerás.
El dijo de Si mismo: "seré Yo mismo tu recompensa
demasiadamente grande".
La visión de la Catedral por
la pluma de un famoso historiador
La bellísima página que seguidamente
trascribimos —de Émile Mâle(*), historiador
francés de gran envergadura, especializado
en historia del arte— se presenta como un
bálsamo para las heridas que en nuestras
almas abrió esta época en la cual vivimos.
Él nos habla de la catedral medieval,
especialmente la del siglo XIII, apogeo del
estilo ojival en Francia. Tenemos la
impresión de estar leyendo un poema que hace
volar nuestro espíritu lejos de las
maldiciones de este siglo,
poema que bien confirma los conceptos arriba
trascritos del Prof. Plinio Corrêa de
Oliveira sobre el aspecto sobrenatural de
"La Catedral".
Dispensamos las comillas, pues únicamente
los subtítulos son nuestros.
* * *
En la catedral entera se siente la
certeza y la fe; en ningún lugar de ella la
duda. Esta impresión de serenidad, aún hoy
la catedral nos la transmite, por poco que
queramos prestar atención.
El Buen Dios de la catedral de Amiens
Olvidemos por un momento nuestras
inquietudes, nuestros sistemas. Vamos a
ella. De lejos, con sus naves, sus flechas y
sus torres, ella nos parece un navío
vigoroso, partiendo para un largo viaje.
Toda la ciudad se puede embarcar sin temor
en sus robustos flancos.
Jesucristo es el centro de la Historia
Aproximémonos. En el pórtico, encontramos
enseguida a Jesucristo, como lo encuentra
todo hombre que viene a este mundo. Él es la
clave del enigma de la vida. En torno a Él
está escrita una respuesta a todas nuestras
cuestiones. Así nos enteramos cómo el mundo
comenzó y cómo terminará; las estatuas, de
las cuales cada una es símbolo de una edad
del mundo, nos dan la medida de su duración.
Todos los hombres cuya historia nos importa
conocer, los tenemos ante nuestros ojos —son
aquellos que en la Antigua o en la Nueva Ley
fueron símbolos de Jesucristo— pues los
hombres sólo existen en la medida en que
participan de la naturaleza del Salvador.
Los otros —reyes, conquistadores, filósofos—
son apenas sombras vanas. Así el mundo y la
historia del mundo se nos vuelven claros.
Pero nuestra propia historia está escrita
al lado de la historia de este vasto
universo. Ahí aprendemos que nuestra vida
debe ser un combate: lucha contra la
naturaleza en cada estación del año, lucha
contra nosotros mismos a todo instante,
eterna tensión psicológica. A aquellos que
bien combatieron, los ángeles, de lo alto
del cielo, les extienden coronas.
¿Hay lugar aquí para una duda, o para una
mera inquietud de espíritu?
La atmósfera de la catedral purifica
Nave central de la catedral de
d'Amiens
Penetremos en la catedral. La sublimidad
de las grandes líneas verticales actúa ya
desde el inicio sobre el alma. Es imposible
entrar en la gran nave de Amiens sin
sentirse purificado. Únicamente por su
belleza, ella actúa como un sacramento. Allí
también encontramos un espejo del mundo. Así
como la planicie, como el bosque, ella tiene
su atmósfera, su perfume, su luz, su
claroscuro, sus sombras. [...] Pero es un
mundo transfigurado, en el cual la luz es
más brillante que la de la realidad, y en el
cual las sombras son más misteriosas. Nos
sentimos en el seno de la Jerusalén
celestial, de la ciudad futura. Saboreamos
la paz profunda; el ruido de la vida se
quiebra en los muros del santuario y se
vuelve un rumor lejano: he ahí el arca
indestructible, contra la cual las
tempestades no prevalecerán. Ningún lugar en
el mundo puede comunicar a los hombres un
sentimiento de seguridad más profundo.
Esto que nosotros sentimos aún hoy, ¡cuán
más vivamente lo sintieron los hombres de la
Edad Media! La catedral fue para ellos la
revelación total. Palabra, música, drama
vivo de los Misterios, drama inmóvil de las
imágenes, todas las artes allí se
armonizaban. Era algo más allá del arte, era
la pura luz, antes que ella se hubiese
diversificado en haces múltiples por el
prisma. El hombre confinado en una clase
social, en una profesión, disperso, abatido
por el trabajo de todos los días y por la
vida, en ella retomaba el sentimiento de la
unidad de su naturaleza; ahí él encontraba
el equilibrio y la armonía. La multitud,
reunida para las grandes festividades,
sentía que ella era la propia unidad viva;
ella se hacía el cuerpo místico de Cristo,
cuya alma se confundía con su alma. Los
fieles eran la humanidad, la catedral era el
mundo, el espíritu de Dios se posaba al
mismo tiempo sobre el hombre y la creación.
La palabra de San Pablo se hacía realidad:
se vivía y se actuaba en Dios. He ahí lo que
sentía confusamente el hombre de la Edad
Media, en el bello día de Navidad o de
Pascua, cuando los hombros se tocaban,
cuando la ciudad entera colmaba la inmensa
iglesia.
Detalles de la fachada de la catedral de
Burgos - Galeria de los Reyes y Santa Maria
la Mayor "Pulchra es et Decora"
Armonía entre las clases sociales
Símbolo de fe, la catedral fue también un
símbolo de amor. Todos trabajaron por ella.
El pueblo ofreció lo que tenía: sus brazos
robustos. Jalaba las carretas, cargaba las
piedras a las espaldas, poseía la buena
voluntad del gigante San Cristóbal. El
burgués dio su dinero, el barón su tierra,
el artista su genio. Durante más de dos
siglos, todas las fuerzas vivas de Francia
colaboraron: de ahí viene la vida pujante
que se irradia de aquellas obras. Hasta los
muertos se asociaban a los vivos: la
catedral era pavimentada con piedras
sepulcrales; las generaciones antiguas, con
las manos juntas sobre sus lápidas
mortuorias, continuaban rezando en la vieja
iglesia. En ella, el pasado y el presente se
unían en un mismo sentimiento de amor. Ella
era la conciencia de la ciudad. [...] En el
siglo XIII, ricos y pobres tienen las mismas
alegrías artísticas. No está de un lado el
pueblo y de otro una clase de pretendidos
eruditos. La iglesia es la casa de todos, el
arte traduce el pensamiento de todos. [...]
El arte del siglo XIII expresa plenamente
una civilización, una edad de la Historia.
La catedral puede sustituir a todos los
libros.
Catedral de León - nave
desde el crucero
Y no es solamente el genio de la
Cristiandad, es el genio de Francia que aquí
se revela. Sin duda, las ideas que tomaron
cuerpo en las catedrales no nos pertenecen
con exclusividad: ellas son el patrimonio
común de la Europa católica. Pero aquí
Francia se reconoce en su pasión por lo
universal. [...]
¿Cuándo comprenderemos que, en el dominio
del arte, Francia jamás hizo algo mayor?
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(*) Émile Mâle, L´Art religieux du XIIIe
siècle en France, Le Libre de Poche, París,
1969, pp. 448 ss. (primera edición: 1898).
Obra premiada por la Académie Française y
por la Académie des Inscriptions et Belles-Lettres.