Hoy el "Santo del Día" casi podría llamarse "el
diablo del día"... Leamos una ficha sobre la agonía y
muerte de Stalin (1878-1953). El texto está tomado del
testimonio de Svetlana Alliluyeva, su hija, del libro "Veinte
cartas a un amigo" [N.C.: edición española bajo el
título de: RUSIA, MI PADRE Y YO (VEINTE CARTAS A UN
AMIGO), de Svetlana STALIN. Edit.Planeta. Barcelona,
1967], trascrito de la sección
"Notas e Informaciones"
del periódico "O Estado de São Paulo", de 4 de marzo de
1973:
"Su respiración era cada vez más anhelosa. En las
últimas doce horas se hizo evidente que el hambre de
oxígeno iba en aumento.
“El rostro se oscurecía y cambiaba gradualmente; sus
rasgos se volvían irreconocibles, los labios se
ennegrecían. En la última hora o dos simplemente siguió
sofocándose. ¡Asombrosa agonía! Un hombre estaba siendo
estrangulado ante la mirada de todos.
“En un momento dado —no sé si fue realmente así, o si me
lo pareció a mí, evidentemente ya en el último minuto—,
abrió de repente los ojos y los volvió hacia todos los
que le rodeaban. ¡Era una mirada terrible! Tal vez loco,
tal vez furioso y lleno de terror, ante la muerte y ante
los rostros desconocidos de los médicos que se
inclinaban ante él.
“Y su mirada vagó sobre todos ellos durante una cierta
fracción de minuto. Y en ese momento —fue algo
incomprensible y horrible, que a día de hoy no comprendo,
pero que no puedo olvidar— en ese momento levantó
improvisadamente el brazo izquierdo, que no estaba
paralizado, y con él señaló hacia arriba, o tal vez nos
amenazó a todos.
“El gesto quedó incomprensible, pero estaba lleno de
amenaza y no se sabe a quién iba dirigido. Al instante
siguiente, el alma, después de haber hecho el último
esfuerzo, se desprendió del cuerpo”.
¡La narración es muy buena! Sostengo que ciertas
narraciones muy bien hechas valen más que una película,
o más que un documental fotográfico. Porque en ambas,
uno tiene muchas impresiones simultáneas, pero no
siempre la persona es capaz de seleccionarlas para
destacar las que son verdaderamente más importantes y
relevantes.
En este caso, el cuadro está lleno de detalles que Uds.
pueden imaginar. Pongan ante sus ojos la inmensidad del
Kremlin, una fortaleza misteriosa en medio de Moscú,
toda amurallada y vallada; en su interior se desarrolla
otro drama y esta vez es la muerte del dictador. Y el
dictador es el hombre libertino —Stalin— que está
expirando.
Stálin |
El Kremlin en una noche de
tormenta |
Es el juego inevitable de la enfermedad o del
envenenamiento que alcanza cierto paroxismo y produce el
desgarro, la dilaceración: el alma se separa del cuerpo.
Él está impotente, pero es un organismo poderoso que
lucha contra la muerte.
Una muerte alejada de la gracia de Dios, donde nada
manifiesta la idea de Religión; un canalla enviado a la
penitenciaría de la Creación que es el Infierno.
La muerte, por tanto, le va postrando. Pero con su
reacción, una especie de furia salvaje, esa especie de
poder biológico y psicológico —por utilizar cualquier
adjetivo, antediluviano, digamos—, que tenía en sí, todo
eso se va desgarrando, pero va reaccionando y casi se
vuelve de una impetuosidad mayor, de una fuerza de
resistencia mayor, a medida que se nota que los golpes
de la muerte lo van derribando.
Es más o menos como un árbol inmenso, cuyo verdadero
diámetro uno sólo calcula en la medida en que el leñador
abre la base del árbol y uno percibe, desde dentro, lo
colosal que era. Y así ese hombre cae...
Se ve que muere lejos de la gracia de Dios. No hay nada
que manifieste la idea de Religión. Toda su vida fue la
vida de un ateo y de un propugnador del ateísmo. De un
hombre, por tanto, que, aunque creyese secretamente en
Dios, de tal modo ha ofendido a Dios que es de suponer
que haya caído en el pecado de la desesperación, si es
que no cayó también en el pecado de negar la existencia
de Dios. Y que, por lo tanto, está muriendo con odio, en
la desesperación. La naturaleza boquea, él reacciona, el
aire escasea, está minado por todas partes.
Él, que no había hecho otra cosa en la vida que gobernar
por el terror, en un momento dado se da cuenta de la
situación en que se encuentra e, impulsado por la fuerza
del odio, abre los ojos —y tal vez considerándose
envenenado, víctima de una conspiración— mira al mundo
entero con una mirada terrible y, sintiendo confusamente
que estaba siendo derrotado, intenta reaccionar.
Entonces levanta el brazo que aún tenía disponible en
señal de amenaza, porque era lo único que sabía hacer.
Poco después, Dios llama a su alma a juicio. Se le cae
el brazo, y no es más que un cadáver...
El hombre que había odiado toda su vida, que había
gobernado con brutalidad toda su vida, este hombre se
doblega, este hombre se rompe, este hombre se derrumba.
Entonces, es la placidez del cadáver. Para quien sabe
interpretar estas escenas con los ojos de la Fe, se dice
que sólo queda una cosa: ¡la victoria de Dios!
El que ha hecho todo, se acabó. Cuando Dios
decidió llamarlo, no le fue posible prolongar su vida ni
un minuto más. Yacía allí, completamente devastado. Como
cadáver, no era nada más, no tenía nada más, no podía
nada más. ¡Estaba liquidado!
Así, la inutilidad de la rebelión, la inutilidad del
ateísmo, la inutilidad del odio, todo eso se manifestó
en aquel momento extremo, porque Dios lo venció
completamente, y él se presentó ante el juicio divino
como cualquier otro, como cualquier alma pequeña, pobre
e insignificante, sin personalidad, miserable; se
presentó ante el trono de Dios, él que en algunos
aspectos era un gigante.
Pero todo es tan pequeño ante Dios, ¡tan nada! Y él —el
canalla— si no se convirtió en el último momento de su
vida, ¡es enviado a ese cubo de basura y a esa
penitenciaría de la Creación que es el Infierno!
Mientras que alguna pequeña, insignificante alma era
devuelta al seno de Dios, para adorar a Dios por toda la
eternidad. Estaba acabado el asunto. Era el fin del odio,
y la inutilidad del odio.
Arrojado fuera de todo el plan de la Creación,
desatendido, rehusado y despreciado, pasó de la sala del
Kremlin directamente al infierno, donde comienza la
zarabanda infernal.
* Sentir el odio divino es incomparablemente más
terrible que morir. Así termina el poder de aquellos que
desafían a Dios Nuestro Señor
El alma enviada al infierno, tan pronto como se ha
presentado ante Dios, tiene ese horrible tormento.
Porque la hora de la dilaceración debe ser terrible,
cuando el alma se desprende del cuerpo, ¡debe ser algo
terrible! Si cortarse un dedo es tan terrible,
¡imaginemos lo que puede ser para el alma separarse del
cuerpo!....
Una persona llena de odio a Dios se presenta ante Él y
siente el odio de su Creador. Y sentir el odio de Dios
es incomparablemente más terrible que morir. Juzgada, cae en el Infierno. Y en el Infierno, cae sintiendo el
fuego que la quemará y que nunca se extinguirá, la risa
eterna, el maltrato eterno, los insultos eternos, la
vergüenza eterna de cada uno de los que allí están.
Juicio Final (Beato Angélico)
El alma malvada es así recibida. Mientras las almas
entran en el Cielo y son recibidas en un concierto de
armonía, las almas malas van al Infierno y son recibidas
en ese siniestro asalto de todos, y carcajadas de
infelicidad, y burlas, y horrores, y desgarramiento.
Sabemos que Santa Teresa de Jesús vio su lugar en el
Infierno; y describe los lugares del Infierno como
hornos ardientes, puestos en serie, como alvéolos, y
para cada uno había un alvéolo, la persona no cabe
entera; se la dobla, en una posición horrible, se la
mete dentro y allí se la deja arder para toda la
eternidad, en la oscuridad y la desesperación completa.
El Infierno (Beato Angélico)
Entonces él cae del Kremlin, de las alturas del poder, a
esta destrucción de todo poder y aniquilación completa.
Última blasfemia, acto supremo de odio, inmediatamente
después el castigo. Está arrasado y acabado. Así termina
el poder de los que desafían a Dios Nuestro Señor.
* Por terrible que sea su muerte, el católico tiene la
idea de que avanza hacia la glorificación, hacia la
apoteosis.
¿Merece la pena comentar esto? Yo creo que sí, para que
veamos la diferencia con la muerte de un católico, por
terrible que sea esa muerte. Si muere consciente, lúcido
—no es una muerte súbita—, mientras tenga Fe, recordará
que se está desprendiendo poco a poco de un cuerpo
mortal, que es una carcasa que le sujeta, que le impide
ver a Dios. Y que, en un minuto, medio minuto, diez
segundos tendrá un choque tremendo, pero será colocado
ante la visión beatífica y entrará en la felicidad
completa e interminable; ¡verá a Dios con una perfección
indecible! Al mismo tiempo verá a todas las almas del
Cielo, comenzando por Nuestra Señora, a todos los
Ángeles, verá el Paraíso celestial, que es
incomparablemente más alto, más bello, más noble que el
Paraíso terrenal, y tendrá allí alegrías que no tienen
fin, ni descripción posible.
Coronación de Nuestra Señora (Beato Angélico)
De modo que siente que la muerte lo liquida, pero no
tiene la idea de que va hacia la humillación, sino hacia
la glorificación y allí recibirá su corona de gloria.
En estas condiciones, la muerte de este hombre es el
camino hacia lo que podría llamarse la apoteosis. En el
último horror, es el momento en que terminan todos los
horrores, cuando poco después comienza la eternidad
feliz. El hombre siente, como bajo un chorro que le que
le sobreviene, el amor de Dios que le envuelve por
completo, que le atrae hacia Sí, que restaura en él todo
lo que la vida había puesto en él de heridas, dolores,
etc., y que le coloca en una felicidad indecible.
También podemos hacernos una idea de esto a partir de
las visiones de los místicos. Todos los místicos
describen los estados de éxtasis como de una felicidad
infinita, insondable. Aunque sean minutos, instantes.
Una felicidad indecible. El místico en esta tierra sólo
tiene de pasada y —creo que la mayoría de las veces de
forma muy incompleta— lo que el alma que ve a Dios cara
a cara tiene en el cielo. La muerte para el místico se
presenta de esta forma.
* Frente al " irreparable ultraje de los años", el
hombre que tiene Fe dice: "Estoy en camino hacia mi
resurrección".
El otro día supe el comentario de una señora de edad
avanzada, demacrada y con una parte del rostro
descarnado que "sobraba" sin motivo, y cuando se miraba
al espejo, se tapaba esa parte de la cara porque le
parecía deprimente.
Esto me recuerda la expresión francesa "Pour réparer des
ans l'irréparable outrage" (Racine, "Athalie", II, 5) —
Para reparar el irreparable ultraje de los años... Es
realmente un ultraje que nadie repara a nadie: la vejez,
paso a paso, ultraja al hombre. Y esto ocurre incluso en
la Chanson de Roland: en la lúcida vejez de Carlomagno,
llena de vida, hay cierto episodio en el que el
Emperador sugiere acudir en ayuda de Roland y un hombre
de la corte le dice: "¿No veis, Emperador, que habéis
caído en la infancia y ya no sois capaz de razonar bien?
¿No veis que ya no es el momento de atender a vuestro
sobrino? Pero el hombre que tiene Fe, la mujer que tiene
Fe, vería todo eso, vería la “descarnación”, pero diría:
"Estoy caminando hacia mi resurrección. Los que están
detrás, caminan hacia la vejez. Yo estoy caminando hacia
la resurrección...".
Ahí es donde se va: cadáver, cadáver es polvo, polvo es
resurrección. Uno mira su propio cuerpo y dice: "¡Mi
carne resucitará! ¡Y resucitará a la felicidad eterna!"
* Clemenceau, San Luís Gonzaga
¡Un Stalin!... Podemos imaginar el hogar encendido en el
Kremlin, él todavía sano, sentado junto al fuego,
pensando en sus dominios y pensando en ese fuego. ¿Cómo
será el otro fuego? Luego, mirándose la mano, pensando:
"¡Esta carne resucitará para ser quemada eternamente
también! “Qué horror!"
Hace algún tiempo leí la vida de Clemenceau. Era ateo, y
como Presidente del Consejo de Ministros de Francia,
durante la Primera Guerra Mundial, se expuso con gran
valor, en diversas circunstancias, en el frente. Cuando
llegó a su extrema vejez, se quedaba quieto durante
horas y horas, incapaz de dejar de pensar en la muerte,
y bien sabía por qué...
Un católico: una vez le preguntaron a San Luis de
Gonzaga —que jugaba una especie de partida de bolos en
el noviciado de la Compañía de Jesús— qué haría —la
pregunta se hizo también a todos los novicios— si
supiera que en quince minutos llegaría el fin del mundo.
Uno dijo: "Me pararía a rezar"; otro dijo otra cosa. San
Luis dijo con calma: "Seguiría jugando a los bolos". ¡Serenidad
del alma justa! Qué diferente es esto del final de
Stalin.
Imagínense qué maravilla: en el fin del mundo, San Luis
empezaría a ver que las cosas se tambalean y comentaría:
"Bueno, ahora ya no podemos jugar a los bolos.
Sentémonos a esperar al Hijo del Hombre, que vendrá con
toda su pompa y majestad".
Tales son las diversidades de los caminos. Es bueno
pensar siempre en ellos...
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A la izquierda, San Luis Gonzaga (9-3-1568 21-6-1591), a la derecha Georges Clemenceau (estadista francés, 1841-1929) |
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