“Es inherente a la nobleza y a las élites
tradicionales análogas formar con el pueblo un
todo orgánico, como cabeza y cuerpo”
Procesión del
Corpus Christi en Viena - Karl Karger - 1889
La nobleza puede y
debe ejercer sobre toda la sociedad una
influencia tan grande o mayor que la ejercida
por los medios de comunicación en nuestros días.
Y esa influencia proviene, particularmente, de
las virtudes que los nobles deben poseer y
manifestar en su actuación sobre la opinión
pública.
Este hecho irrita
profundamente a los líderes del macro
capitalismo publicitario. En efecto, juzgan
ellos que, para dirigir la opinión pública,
basta poseer fabulosas cantidades de dinero,
grandes máquinas impresoras, poderosos aparatos
que irradian o trasmiten los hechos
sensacionales a la misma hora en que ocurren,
etc.
Tal idea, no
obstante, no corresponde a la realidad. La
televisión puede hacer propaganda, en sus
novelas y en sus noticieros, de una persona
totalmente inmoral, de vida disoluta, para
presentarla como modelo a ser imitado por los
espectadores. Sin embargo, la irradiación de una
tradición estable, hereditaria e impregnada de
virtudes, puede derribar el efecto de aquello
que es presentado en una pantalla ante
innumerables personas.
Por ahí se
comprende bien el papel que la nobleza puede
representar junto a la opinión pública.
El valor
personal: factor decisivo de su influencia
Pero para
representar bien tal papel, ¿cómo debe ser el
noble? ¿Qué es lo que debe hacer?
Inicialmente, es
indispensable resaltar que, para llevar adelante
ese apostolado de conducir a la sociedad, el
noble no necesita ser rico, pues su capacidad de
influencia no depende de su dinero sino de su
valor personal. La pobreza de un noble tiene la
ventaja de dejar trasparecer en él lo que tiene
de mejor, que no es la riqueza sino el valor
personal concebido naturalmente en orden a la
doctrina de la Iglesia y a la moral católica.
De hecho, lo que
caracteriza a un auténtico noble, ante todo, es
la práctica consciente y persuadida de su fe
católica, de la cual resulta una conducta moral
irreprensible, cuyo campo inmediato de acción es
su propia familia. El noble está rodeado por su
familia como la luna por su halo. La luminosidad
de su ejemplo tiene como complemento normal y
necesario el brillo que se desprende de su halo
familiar.
Pero, para el bien
de toda la sociedad, no basta que los nobles
sean portadores de los valores que les son
propios. Es necesario que las demás clases
sociales distingan tales valores en los nobles
cuando ellos son buenos católicos. Ahora bien,
esa transparencia, ese modo especial de ser, que
hace con que sus cualidades y atributos puedan
ser observados y admirados por toda la sociedad,
proviene de una larga tradición.
Persuadir sin oprimir y arrastrar sin forzar
|
Francisco José I, Franz Russ (h.),
1870 |
Además de una
fidelidad inquebrantable a la fe católica, el
noble debe poseer también ciertas cualidades que
le permitan ejercer del mejor modo posible esa
influencia benéfica sobre la sociedad.
Una de ellas, y de
las más importantes es, en el lenguaje de Pío
XII, “el prudente y delicado modo de tratar
los asuntos graves y difíciles”. Según la
doctrina católica, prudencia es la virtud
cardinal que lleva al hombre a disponer los
medios necesarios para llegar al fin que tiene
en vista.
Ese trato
prudente, hecho con cautela y habilidad, aliado
aún al “prestigio personal, casi hereditario,
en las familias nobles”, hace que los nobles
consigan, aún en las palabras de Pío XII, “persuadir
sin oprimir, arrastrar sin forzar”.
Y tal poder de
persuasión y de atracción sobre la opinión
pública es dado por una tradición inherente a la
clase noble, que la hace capaz de conducir hasta
la verdad sin necesidad de emplear la fuerza. Es
un poder propio de la irradiación de las
virtudes específicas de un noble —lógica
coherente, buena argumentación, lenguaje
elevado, agradable y atrayente, distinción,
etc.— que lo habilitan para influir en las almas
y conducirlas al bien.
La sociedad
moderna, no obstante, impregnada del desprecio a
los antiguos estilos de vida, al antiguo tipo
humano, no suele consultar a la nobleza antes de
actuar, de tomar alguna resolución importante,
de realizar algún emprendimiento. Sin embargo,
esto se da porque generalmente la nobleza, ya en
los días de Pío XII, no estaba especialmente
empeñada en hacer brillar, a los ojos de la
sociedad, los valores, los talentos y las
cualidades que tenía o que debería tener. Pero
si los nobles se empeñasen en poseer aquellos
talentos y cualidades, existe un número
incontable de personas que hoy mismo sabrán
reconocer y dar valor a dichos talentos y
cualidades, facilitando así la misión benéfica
de la nobleza sobre las demás clases sociales.
El infortunio es el pedestal de la grandeza
En los tiempos
modernos, en medio del gran número de golpes que
sufrió, la nobleza debería saber aprovechar esta
oportunidad muy especial de mostrar su propia
grandeza. O sea, tener frente al infortunio una
actitud conforme a su larga tradición. Pues toda
institución, vista a la luz de su propio
infortunio, deja ver su propia grandeza.
De hecho, el
infortunio hace con que el hombre crezca y
muestre de manera más nítida sus cualidades. En
una institución como la nobleza sucede lo mismo.
Si ella recibe el infortunio como debe, sus
cualidades —y entre ellas, muy especialmente, su
grandeza— brillarán con más intensidad a los
ojos de todos.
Pues el infortunio
confiere grandeza a incontables situaciones.
Existen trazos de grandeza en situaciones de
infortunio que son de una belleza incomparable.
Es muy grande el número de santos que murieron
en medio de tremendos infortunios, pero
envueltos en un halo de enorme grandeza. Para no
hablar del ejemplo infinitamente sublime de
Nuestro Señor Jesucristo, en quien el supremo
infortunio de la muerte en la Cruz coincidió con
el ápice de la grandeza en su vida terrena.
Así, si la nobleza
tomase con espíritu de seriedad, verdaderamente
católico y sobrenatural, el infortunio que sobre
ella se abatió en tantas situaciones y en tantos
países, su grandeza relucirá con un brillo
especial a los ojos de todos en la época
presente y en los tiempos futuros. Pues el
infortunio es propiamente el pedestal de la
grandeza.
María Estuardo y María Antonieta:
sublimadas por la muerte
La
historia da ejemplos de muchos reyes
y reinas que, como tales, tuvieron
una actuación y un comportamiento
que deja mucho que desear, tanto por
sus errores como por sus omisiones,
tanto en la esfera política como en
el campo moral.
Tales
gobernantes, sin embargo,
enfrentados a una situación de
infortunio, que para ellos se
configuraba como la condena a una
muerte violenta, supieron encararla
con serenidad y espíritu de fe,
transformando el cadalso en que
subieron en el pedestal de su propia
grandeza.
De
esos ejemplos históricos, escogimos
el de dos reinas, que parecen ser de
los más significativos: María
Estuardo y María Antonieta.
*
* *
María
Estuardo (1542-1587) reina de
Francia, mientras fue esposa de
Francisco II, de 1558 a 1560.
Con la
prematura muerte del joven y
debilitado rey, regresó a Escocia
para ocupar el trono de su país
natal, al que tenía derecho como
única hija legítima del finado rey
Jaime V.
Sin
embargo, su comportamiento como
reina de Escocia, especialmente
desde el punto de vista moral, fue
bastante reprochable. No sólo
introdujo en la corte escocesa las
diversiones renacentistas vigentes
en la corte francesa, sino que fue
connivente con una conspiración que
eliminó a su segundo marido, lord
Henry Darnley, para poder casarse
con su favorito, el conde Bothwell,
cabeza de la referida conspiración.
Este hecho provocó un levantamiento
contra ella, que la obligó a huir
del país. Imprudentemente, pidió
asilo a su acérrima y encubierta
enemiga Isabel I de Inglaterra, que
la tuvo prisionera durante casi
veinte años, terminando por mandarla
ejecutar a pretexto de su supuesta
participación en una conspiración
destinada a matar a la soberana
inglesa.
Ante
la muerte, María Estuardo conservó
una fidelidad total a su fe
católica, de la cual nunca se apartó,
incluso en sus peores momentos, y
tomó la determinación de morir como
católica, rechazando a todos los
ministros herejes que le fueron
ofrecidos. La manera como se portó
frente al infortunio le confirió el
halo de grandeza con que su nombre
figura en la historia.
*
* *
Sobre
la transformación sufrida por María
Antonieta (1755-1793) frente al
infortunio, así se expresó el Prof.
Plinio Corrêa de Oliveira:
“En pleno desmoronamiento del
edificio político y social de la
monarquía de los Borbones,
cuando todos sentían que el piso
se desmoronaba, la alegre
archiduquesa de Austria, la
jovial reina de Francia, cuyo
porte elegante recordaba una
estatuilla de Sèvres, y cuya
sonrisa tenía los encantos de
una felicidad sin sombras, bebía,
con dignidad, con porte y con
resignación cristiana admirables,
los tragos amargos de la inmensa
copa de hiel con la que quiso
glorificarla la Divina
Providencia. “Hay ciertas almas
que sólo son grandes cuando
sobre ellas soplan las ráfagas
del infortunio. María Antonieta,
que fue fútil como princesa e
imperdonablemente ligera en su
vida de reina, ante el
torbellino de sangre y miseria
que inundó Francia, se
transformó de modo sorprendente.
El historiador verifica, lleno
de respeto, que de la reina
surgió una mártir, de la muñeca
una heroína…” (Cf.
Catolicismo, nº 463, julio de
1989).
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NOTAS
[*] Excerptas
de conferencia del Prof. Plinio Corrêa de
Oliveira para socios y cooperadores de la TFP,
en 14 de noviembre de 1992, comentando su obra
Nobleza y
elites tradicionales análogas en las alocuciones
de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza romana.
Traducción de "El
Perú necesita de Fátima"
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