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La Santísima Virgen ama tanto el alma de
cada uno individualmente, que aunque hubiese uno solo que
salvar a costa de aquel período de dolores, Ella aceptaría
que su Hijo pasara por aquellos tormentos para salvar esa
alma |
Se equivoca quien piensa que la Santísima Virgen tuvo
durante su vida apenas un episodio de dolor, en el supremo momento de la
Pasión de su Divino Hijo. No fue ése un momento único, aunque haya sido el
mayor dolor que jamás se haya sentido en el universo, por debajo del dolor
insondable de Nuestro Señor Jesucristo en su humanidad santísima. Fue un
dolor tan grande, que recapituló todos los dolores del universo y todo
cuanto los hombres sufrieron desde la caída de Adán y sufrirán hasta el
último momento en que haya hombres sobre la tierra.
Jesucristo fue llamado por el profeta Isaías de Vir
Dolorum – “Varón de Dolores” (Is. 53, 3). La Pasión de Cristo no fue un
hecho aislado en su vida, sino el ápice de una secuencia enorme de dolores,
que comenzaron desde el primer instante de su Ser y fueron hasta el momento
en que, en medio de un diluvio de dolores, exhaló el terrible Consummatum
est — “Todo está consumado” (Jn. 19, 30).
La Santísima Virgen, siendo un espejo de la Sabiduría y de
la Justicia, refleja en sí todo cuanto es de Nuestro Señor Jesucristo. Así,
se puede afirmar que Ella fue la Mulier Dolorum, la Dama de los
Dolores. Su vida entera fue invadida por el dolor. Fue sin embargo un dolor
proporcional a las fuerzas incalculables que la gracia le daba.
Como un dolor impuesto por la Providencia, por más
lancinante que haya sido, no era de aquellos dolores que todo lo ponen en
turbulencia, en probación y que devastan el alma. Eran dolores inmensos,
pero muy arquitectónicos, sabios, y que fueron recibidos con una serenidad
de alma admirable. En la suprema amargura, conservaba la paz. Así, también
de la Virgen María se puede decir que estaba en paz en medio de una suprema
amargura.
En medio de un océano de dolores, todo era equilibrado,
raciocinado, cargado con amor y un equilibrio de alma incomparable, sin
super emociones, aunque con una casi infinidad de sentimientos. Sin
excitación, sin pánico, pero con mucho miedo, mucha angustia; y, en los
debidos momentos, con un peso de dolor que llegaba casi a despedazar.
Durante la vida entera, Nuestra Señora fue una gran
sufridora, pero a lo largo de ella tuvo también alegrías. Todas las alegrías
del mundo —desde el primer instante en que el hombre nació en el paraíso
terrenal hasta el último momento en que haya hombres sobre la tierra, todas
ellas sumadas— no se comparan con las grandes alegrías de la Santísima
Virgen. Esos dolores y alegrías se entrelazaron continuamente. Ella vivía
soportando el fardo de los más tremendos dolores y al mismo tiempo aliviada
por las más admirables alegrías.
¿Cuáles fueron los dolores de Nuestra Señora?
Fundamentalmente, Ella comenzó a sufrir antes de saber que
sería la Madre de Dios. Al haber sido concebida sin pecado original, pensaba
y tenía un profundo conocimiento de todo lo que pasaba. Además, tenía tal
celo por la gloria de Dios, que daría mil veces su vida para evitar un
pecado mortal. Sin embargo pasaba por el tremendo dolor de ver a la
humanidad entera inerte en el pecado. Aún más, Ella vio los pecados que se
cometerían por ocasión de la venida del Mesías y los que vendrían después
del Mesías hasta el fin del mundo. Y esos pecados le causaban un tormento
del cual simplemente no tenemos idea. San Ignacio de Loyola dijo que, si él
tuviera que pasar una vida entera de sufrimientos simplemente para evitar
que se cometiera un sólo pecado mortal, daría por bien empleados todos los
sufrimientos de su existencia, de tal manera el pecado mortal es un mal
insondable.
Pero si este santo pensaba así, ¿qué no pensaría la
Santísima Virgen, ante la cual el mayor santo es menos que una gota de agua
comparada a todos los mares? La santidad de Nuestra Señora no tiene
proporción con nada. No podemos calcular la desproporción entre la santidad
de María Santísima y la de todos los ángeles y santos reunidos. Entonces,
¿qué tormentos serían para Ella?
Luego recibió la magnífica noticia de que sería la Madre del
Verbo Encarnado. Imaginen la alegría que Ella sintió al adorar al Dios
encarnado, en el primer momento en que fue concebido por obra del Divino
Espíritu Santo. Pero imaginen también el dolor, pensando en los sufrimientos
inenarrables que su Divino Hijo padecería.
Desde la infancia de Nuestro Señor hasta su muerte en
la cruz
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Imaginen la alegría que Ella
sintió al adorar al Dios encarnado, en el primer
momento en que fue concebido por obra del Divino
Espíritu Santo. Pero imaginen también el dolor,
pensando en los sufrimientos inenarrables que su
Divino Hijo padecería. |
La Santísima Virgen pasó por los dolores de la infancia del
Niño Jesús, y en seguida por el dolor de su separación. Más tarde comienza a
operar milagros, comienzan sus victorias —es el momento de la alegría. Pero,
poco después, comienza la ingratitud de los hombres. Se comienza a preparar
la tempestad de las injusticias que llevaron a Nuestro Señor hasta la
crucifixión. Ella fue sufriendo todo esto. Por ejemplo, al considerar la
ingratitud de la que Él era víctima en todas partes.
En el momento de la Pasión, Ella contempla todo lo que
Nuestro Señor en cada trance sufrió, y lo sufrió junto a Él. Si hay santos y
santas que se desmayaron al recibir la revelación de lo que Nuestro Señor
sufrió durante la Pasión, ¿cómo valorar lo que significaría para Nuestra
Señora el menor episodio de la Pasión?
Al final, viendo a su Hijo en lo alto de la cruz, los
dolores de la Santísima Virgen alcanzan lo inenarrable. Ella está ante esta
alternativa: por un lado, desear que Él muera pronto, para disminuir sus
dolores; por otro lado, desear que su vida aún se prolongue, porque toda
madre desea prolongar la vida de su hijo; pero también debido a la idea de
que así Él sufriría más, y ello sería mejor para la remisión de los pobres
pecadores. Ella se une a la Pasión, acepta la prolongación de ese
sufrimiento, y mantiene el propósito de admitir que Nuestro Señor sea
inmolado.
Aceptación del sacrificio de la cruz por la salvación
de las almas
La Santísima Virgen deseaba tanto la salvación de nuestras
almas, que aceptó que su Hijo pasara por todo aquello, por el bien del alma
de cada uno de nosotros. Nuestra Señora ama tanto el alma de cada uno
individualmente, que aunque hubiese uno solo que salvar a costa de aquel
período de dolores, Ella aceptaría que su Hijo pasara por aquellos tormentos
para salvar esa alma.
Imagínense a la Virgen María contemplando todos los
tormentos. Por ejemplo, la corona de espinas penetrando en la frente de
Nuestro Señor y produciéndole lesiones nerviosas, haciendo que todo su
cuerpo se estremezca en medio de todos aquellos dolores; la corona de
espinas que llega a alcanzar sus sagrados ojos; en la Cruz, sus brazos semi
separados de los hombros; la sed tremenda; la sangre que escurría por todas
partes; la fiebre altísima; los estertores de todo su cuerpo contorsionado
por el dolor.
Ella sabía de esto, medía esto, sin embargo lo aceptaba
todo. Deseaba que fuera así. Era como que un sacrificador, un sacerdote que
inmola la Víctima Divina en lo alto del Calvario. Ella quería que aquello
fuera así, pues si éste era el precio para salvar un alma, Ella quería que
su Hijo sufriera lo que estaba sufriendo.
Aquí está la grandeza de la Santísima Virgen. No tanto por
la enormidad de dolores que sufrió, sino por haber deseado sufrir lo que
sufrió. Ella quiso que su Hijo hiciera ese sacrificio tremendo y admirable
por amor a cada uno de nosotros, porque Dios quiso sacrificar por amor a
nosotros a su Hijo Unigénito.
¿Tengo una idea de lo que ha sido mi ingratitud?
La Semana Santa se está aproximando y es el momento de hacer
una reflexión al respecto. Cada uno debe colocarse a solas frente al
Crucifijo, frente a la imagen de la Dolorosa, y olvidarse del mundo entero.
Ante Dios, hacerse esta pregunta: ¿soy conciente de lo que costó mi
salvación? ¿Tengo idea siquiera de los dolores que costaron todas las
gracias que he recibido? ¿Tenía idea de que en lo alto de la Cruz Nuestro
Señor Jesucristo pensó nominalmente en cada hombre, desde el comienzo hasta
el fin del mundo? Por lo tanto, ¿que yo pasé por su mente divina, con un
pensamiento de misericordia, de bondad y de salvación?
Él vio mi alma, vio mi persona. Él amó mi ser, creado por
Él, y se inmoló en un acto de amor, porque quiso mi salvación. ¿Tenía idea
de que mi salvación costó todo eso? ¿He pensado en el modo por el cual yo he
correspondido a ello? ¿He pensado en lo que ha sido mi ingratitud? ¡Cuántas
faltas cometidas, muchas veces por imprudencia, simplemente porque no quise
evitar una ocasión de pecado, porque no quise hacer una pequeña
mortificación! Al pecar, cogí la Sangre de Cristo y la arrojé en una zanja.
Sangre preciosísima derramada por mí; y, a pesar de ello, yo me expongo a la
perdición. Y Dios aún me tolera en esta vida, me soporta y me espera con
nuevas gracias, aún mayores que aquellas gracias que yo había recibido.
Una vez más, estamos ahora en la proximidad de la Semana
Santa, una ocasión de gracias. El costado de Nuestro Señor Jesucristo está
abierto, derramando misericordia para mí y llamándome a la contrición, a la
penitencia, a la reconciliación magnífica con Dios. Hay una efusión de
bondad y de cariño, como yo jamás podría imaginar. En Semana Santa mi
primera preocupación debe ser la de pensar en mi alma. Pensar sin temor, sin
pánico, porque Dios es Padre de Misericordia y la Santísima Virgen es Madre
y el canal de todas las misericordias. Pensar con seriedad, pensar a fondo.
Colocarme ante la Sangre de Cristo que corre y evaluar qué hice con esa
sangre.
“¿Qué utilidad tuvo mi sangre?”
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En Semana Santa mi primera
preocupación debe ser la de pensar en mi alma.
Pensar sin temor, sin pánico, porque Dios es Padre
de Misericordia y la Santísima Virgen es Madre y el
canal de todas las misericordias. Pensar con
seriedad, pensar a fondo. |
Nuestro Señor se hizo esta pregunta y fue uno de sus mayores
sufrimientos: Quae utilitas in sanguine meo? (Sal. 29, 10). En último
análisis, ¿de qué sirvió mi sangre? Él pensó en tantas almas que habrían de
pisotear su sangre. Livianamente, estúpidamente, por una niñería, por una
bagatela. Por la carcajada de una criada, como en el caso de San Pedro. Por
treinta monedas, como Judas. Por pereza, por ganas de dormir, como los otros
Apóstoles. ¡Por miedo, por oportunismo, por sensualidad, por cuántas cosas
las almas habrían de negarlo!
Nuestro Señor tuvo en vista nuestra época y la Santísima
Virgen también. Tuvo en vista todas las traiciones de nuestros tiempos,
todos los abandonos, todo cuanto las almas sacerdotales le hicieron sufrir.
Si el pecado de cualquier hombre hizo sufrir tanto a Nuestro Señor, ¿cuánto
lo haría sufrir el pecado de los propios miembros de la Santa Iglesia?
David, en el Libro de los Salmos, tiene esta queja con
relación a uno que le hizo mal: “Si fuera mi enemigo el que me agravia,
podría soportarlo; si mi adversario se alzara contra mí, me ocultaría de él.
¡Pero eres tú, un hombre de mi condición, mi amigo y confidente, con quien
vivía en dulce intimidad: juntos íbamos entre la multitud a la casa del
Señor!” (Sal. 54, 13-15).
Toda nuestra época fue vista por Él, pero vista también con
amor. Por el fruto de esa sangre infinitamente preciosa, habría de brotar
una gracia especial para algunos que son tan malos como otros —y a veces
peores que otros, pero que, por esa gracia especial, fueron llamados para
ser fieles en esa hora de infidelidad— para ser de aquellos que están junto
a la cruz, como San Juan Evangelista, junto a la ortodoxia, junto a la
verdadera doctrina, en una hora en que todo el mundo la abandona. Son
aquellos que comprenden el martirio de la Iglesia, la tragedia de la Iglesia
corroída internamente por el progresismo y entregada a sus peores
adversarios. Ésos fueron llamados para luchar por Ella, para comprender su
dolor, meditar sobre ese dolor y vivir ese dolor —el dolor de la Santa
Iglesia Católica Apostólica y Romana en nuestros días.
NOTAS:
[1] Traducción y
adaptación por "El
Perú necesita de Fátima". Texto sin revisión del autor, con
pequeñas adaptaciones al lenguaje escrito; el título y los subtítulos son
nuestros.
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