Hay un aspecto de nuestro conocimiento de Dios que corresponde a
varias de las preocupaciones de la filosofía contemporánea, y que
quedó más o menos soterrado en el acervo de los conocimientos de la
doctrina católica, corrientes en grandes masas de fieles.
Parece que sobre ellos es conveniente que me detenga más
especialmente. Es la consideración de Dios como causa ejemplar del
universo.
Dios creó el universo, y después le dio al hombre la facultad de
completar varios aspectos del orden y de la belleza universal por
medio de su acción. De modo que, como decía Dante, todas las cosas
son hijas de Dios y las obras del ingenio humano deben ser
consideradas nietas de Dios. Así, Dios, al crear el universo, tuvo
en vista un admirable plan de armonía y belleza, pero dejó la
realización de parte de ese plan confiada a las luces, al arbitrio,
al ingenio del hombre.
¿Para qué todo ese plan, todo ese universo de orden y belleza
instituido por Dios? Insisto en la idea de universo de belleza,
porque habitualmente en nuestros días se considera al universo de
preferencia como una gran máquina de funcionamiento perfecto. Así,
cuando se habla acerca de la sabiduría del Creador, se muestra casi
siempre cómo las cosas están concatenadas de tal forma que ellas no
se destruyen, ni colisionan unas con las otras, sino que coexisten
en armonía y se apoyan mutuamente. Es una visión funcional del
universo enteramente verdadera, por cierto, pero que muestra apenas
un aspecto que nuestra época mecanicista y ultra-técnica más
fácilmente comprende.
Pero hay otro aspecto del universo relacionado con Dios en cuanto
causa ejemplar, en cuanto ser increado e infinitamente bello, que se
refleja de mil maneras en todos los otros seres que Él creó. De tal
modo que no hay ningún ser que a uno u otro título no sea un reflejo
de la belleza increada de Dios. Pero la belleza de Dios se refleja
sobre todo en el conjunto jerárquico y armónico de todos esos seres,
de tal forma que no hay, en cierto sentido, un modo mejor de conocer
la belleza infinita e increada de Dios que analizando la belleza
finita y creada del universo, considerado no tanto en cada ser, sino
en el conjunto de todos ellos.
La Santa Iglesia Católica: imagen perfecta de Dios
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“El mar nos hace ver que hay cosas que valen
más que esta vida; un apetito de lo eterno, de lo inmutable, de lo infinito...” |
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Dios se refleja aún en una obra prima más alta y más perfecta que el
cosmos. Es el Cuerpo Místico de Cristo, la sociedad sobrenatural que
veneramos con el nombre de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y
Romana. Ella misma constituye todo un universo de aspectos armónicos
y variadísimos, que cantan y reflejan, cada uno a su modo, la
hermosura santa e inefable de Dios y del Verbo Encarnado. En la
contemplación del universo, por un lado, y, de la Santa Iglesia
Católica, por otro lado, podemos elevarnos a la consideración de la
belleza santa, infinita e increada de Dios.
Hay un conjunto de reglas de estética que nos pueden facilitar el
conocimiento de la belleza que Dios puso en el universo, como punto
de partida para que subamos a la consideración de su belleza
increada. La más fundamental de estas reglas es la coexistencia
armónica de la unidad y de la variedad.
En vez de atenernos, sin embargo, a una enumeración y definición
fría de estos principios, sería tal vez más interesante que los
consideremos en cuanto realizados en algunos de los seres que más
fácilmente nos caen bajo los ojos. Comencemos por el mar.
El mar refleja la belleza infinita de Dios
Uno de los primeros elementos de la grandeza del mar es la unidad.
Los mares de la Tierra se comunican entre sí y constituyen una
inmensa masa de agua que ciñe todo el globo terrestre. Así, puestos
en cualquier punto del mundo, una de las consideraciones más
agradables que nos es dado hacer, es recordar que la inmensa masa
líquida que se extiende ante nosotros, hasta los confines del
horizonte, no se acaba allí, y tiene por detrás inmensidades a las
que se suceden otras inmensidades, para formar la grande y única
inmensidad del mar que se mueve, que se arroja y que juega por toda
la superficie de la Tierra.
Al mismo tiempo que el mar nos presenta esa unidad espléndida, nos
impresiona por la gran variedad que podemos observar en él.
Variedad, en primer lugar, en cuanto al movimiento. Unas veces se
presenta manso y sereno, pareciendo satisfacer todos los deseos de
paz, tranquilidad y quietud de nuestra alma. Otras, él se mueve
discreta y suavemente, formando en su superficie pequeñas olas que
parecen jugar delante nuestro, para hacer sonreír y distenderse
nuestro espíritu, como si estuviese frente a las realidades amenas y
placenteras de la vida. O, por fin, se muestra majestuoso y bravío,
irguiéndose en movimientos sublimes, arremetiendo furiosamente
contra altaneros peñascos y dislocando de sus abismos masas de agua
insondables, para sumergir islas e invadir continentes. En ese
estado, el mar parece dominado por una furia avasalladora, y canta
con sus rugidos y su grandeza todo un poder que existe en lo más
profundo de él, pero del que no se sospechaba ni un poco en sus
momentos de mansedumbre y de gracia. Entonces nos parece presenciar
los lances más entusiasmantes y heroicos de la Historia.
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Plinio Corrêa de Oliveira |
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También existen variedades estéticas del mar. A veces es tan
diáfano, que se puede ver a través de una gran masa líquida hasta el
fondo de sus aguas. Otras veces, sin embargo, se muestra oscuro,
impenetrable, profundo y misterioso. Si en ciertos panoramas el mar
se presenta en superficies inmensas y casi sin límites, en otros
panoramas está circunscrito por los accidentes del litoral, y forma
pequeños golfos cerrados en que, por así decir, se complace con
estar en la intimidad con nosotros, haciéndose pequeño para mejor
dejarse ver y amar.
Por sus ruidos, el mar no es menos variado. Su murmullo ora da la
impresión de una caricia, que mece y hace dormir, ora no pasa de un
fondo auditivo parecido con la prosa de un viejo amigo que ya muchas
veces se oyó. Pero poco después él nos habla con el bramido
dominador de un rey, que parece imponer su voluntad a todos los
elementos.
El modo como se “comporta” en la playa no es menos variado. A veces
el mar llega a la tierra raudo y jadeante, otras veces camina hacia
ella lento y perezoso, en ondas que se mueven lánguidamente. Otras
veces parece tan completamente parado, que casi se diría que se
contenta con ver la tierra sin tocarla.
Ahora bien, todas estas diversidades del mar no tendrían para
nosotros concatenación ni encanto, si no se presentaran sobre el
gran fondo de una unidad fija, invariable y grandiosa. Ésta es la
belleza de la unidad en la variedad del mar.
Debemos, sin embargo, reconocer que la variedad del mar es un
elemento de belleza tan poderoso porque no es una variedad
cualquiera, sino que ofrece en alto grado los caracteres específicos
de la verdadera variedad armónica. Tales caracteres son:
Diversidad armónica en el mar
Un primer elemento es que esta variedad llega hasta la oposición,
es decir, es tan grande que sus puntos extremos llegan a alcanzar
aspectos opuestos y como que contradictorios entre sí. Esta variedad,
por el propio hecho de que reúne en una sola gama extremos tan
pronunciados, tiene una suprema armonía, una indiscutible belleza.
No encontraríamos tanta belleza en el mar si él no supiese ser, por
ejemplo, tan extremamente manso y tan extremamente furioso, tan
extremamente majestuoso y tan extremamente gracioso. Es en la
armonización del extremo de la mansedumbre y del extremo de la furia,
por ejemplo, que se verifica la perfección de la variedad del mar.
Esta variedad de oposición conlleva una cierta simetría, es
decir, es necesario que cuando una cosa tiene un carácter, y lo
lleva a un extremo, el lado opuesto llegue a un extremo igualmente
acentuado. Si el mar fuese extremamente furioso en ciertos
movimientos y apenas un poco calmo en otros, su belleza no sería tan
grande. Para que la oposición sea perfecta conviene que el mar sea
tan furioso en unas horas y profundamente manso en otras. Es sólo
con esta simetría que él es enteramente bello.
Pero al mismo tiempo, las variedades armónicas de las gamas
intermedias también concurren notablemente para dar belleza al
mar. Esas situaciones de transición son tan armónicas que en
determinados momentos no podemos decir cómo nos parece que está el
mar. ¿Estará bravo? ¿estará manso? ¿estará claro? ¿estará oscuro? No
sabemos decirlo, porque el mar va pasando de un extremo a otro con
varias fases intermedias tan espléndidamente matizadas y armónicas
que el lenguaje humano no es suficiente para describirlas, y el
único proceso para hacerlo es el de la comparación. Por ejemplo,
quien vio el mar que estuvo furioso y está quedando manso puede
decir que él está manso; pero cuando se acuerda del mar
verdaderamente manso, y lo considera en ese momento de transición,
tiene aún la impresión del mar furioso. Por esta especie de
contradicción de aspectos opuestos existentes en el mismo término
medio, se tiene bien la idea de toda la riquísima gama de estados
intermedios que el mar atraviesa.
Pero la relación entre los propios estados intermedios debe
presentar una verdadera continuidad. De un extremo a otro el
mar no salta, sino que pasa siempre con rapidez mayor o menor por
todos los estados intermedios. Esos estados son habitualmente
perceptibles en su sucesión, como matices que se substituyen unos a
los otros. Pero cuando la sucesión de los matices es muy perfecta, a
veces da la impresión de que no cambia. Al cabo de poco tiempo y sin
saber cómo, el observador está delante de un cuadro diferente. Es
que esos cambios fueron tan delicados y tan imperceptibles, que
excedieron a la precisión de nuestros sentidos, o por lo menos a la
agudeza de nuestra atención.
Hay además una forma de variedad que no es tan nítida en el mar,
pero es muy relevante en el cielo: la diversidad del progreso.
En el firmamento hay una variedad de aspectos que van desde la
aurora hasta la noche cerrada, de manera tal que en la aurora ofrece
un cuadro encantador, primaveral, matutino; después va ganando en
colorido, en fuerza, y en majestad hasta llegar a la gloriosa
plenitud del mediodía; en seguida se va desvaneciendo lentamente
hasta llegar a las tristezas del crepúsculo; y por fin él toma su
aspecto nocturno, que se conserva más o menos continuo e inmóvil
hasta los primeros fulgores de la aurora. Hay así, a lo largo del
día, una armoniosa sucesión de apariencias que van de los primordios
al apogeo, y de éste a la decadencia, un ciclo de aspectos variados
de progreso y retroceso, que el cielo recorre.
Otro principio de variedad, que confiere al cielo una belleza
peculiar es el llamado principio monárquico: la ordenación de
las múltiples formas y variedades alrededor de un elemento o punto
central, en función del cual ellas se armonizan y recíprocamente se
explican. Es el papel del Sol en el firmamento. En función de él, en
el cielo, todas las variedades no son sino fondos de cuadro que
cooperan para realzar de mil modos toda su belleza.
Tenemos así los varios principios de la belleza realizados en el mar
y en el cielo, es decir, en dos criaturas que están frecuentemente
bajo nuestra mirada, y que son espléndidas semejanzas de la belleza
increada y espiritual de Dios Nuestro Señor.
La Virgen Santísima: ápice de la belleza del universo
Sabemos por la doctrina católica que la hermosura de todas esas
cosas es imagen de Dios, Espíritu puro e infinitamente perfecto.
Así, ya que el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios, ellas
son también imágenes del hombre; y el cielo y el mar, en sus
diversos estados, hacen recordar al alma humana en sus diversas
disposiciones: el juego complejo de las pasiones humanas, las
virtudes del alma humana cuando ésta realmente refleja la santidad
de Dios, Nuestro Señor.
Estas reglas de estética son medios para considerar la verdadera
belleza de la santidad en el hombre. Y por lo tanto la belleza y
santidad de la más alta de todas las meras criaturas, la Santísima
Virgen, que con tanta y tan espléndida propiedad ha sido y debe ser
comparada tanto al cielo como al mar. Alma de una inmensidad
inefable, en la cual todas las formas de virtud y de belleza existen
con una perfección supereminente, de la cual ninguno de nosotros
puede tener una idea exacta, Nuestra Señora es aquel mar, aquel
cielo de virtudes frente al cual el hombre debe quedar sobrecogido y
absorto, y que con todas sus fuerzas debe procurar amar e imitar.
En la Santísima Virgen se encuentra también la misma unidad en la
variedad de los dones de Dios. Esto se nota bien en el hecho de que
siendo una, Ella se nos presenta en la admirable variedad de sus
invocaciones. Ella es Nuestra Señora de la Paz y Nuestra Señora de
los Placeres, pero también es Nuestra Señora de los Dolores; es la
Salud de los Enfermos, pero es Nuestra Señora de la Buena Muerte. En
ella todos los contrastes se armonizan. Ella es al mismo tiempo
Auxilio de los Cristianos, y Refugio de los Pecadores; Ella es
glorificada por su incomparable humildad, pero todos los videntes
que tuvieron la felicidad de contemplarla en sus apariciones
comentan su soberana majestad; Ella se presenta ut castrorum
acies ordinata —“como un ejército en orden de batalla”—, y al
mismo tiempo es Mater clementiae et misericordiae — “Madre
clemente y misericordiosa”.
Podríamos hacer un estudio de María Santísima con el auxilio de los
mismos principios que usamos al analizar el cielo y el mar. Podemos
contemplar en una perfecta armonía contrastes aparentemente
irreconciliables, como el de la Madre llamada Virgen de las
vírgenes, pero que también podría, muy lícita y válidamente, ser
llamada Madre de las madres.
NOTAS
[1] Excerpta de conferencia hecha por el
Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en el Congreso de la
Tercera Orden del Carmen en São Paulo, a 15 de Noviembre
de 1958. Traducción, resumen y adaptación por
"El Perú necesita
de Fátima - Tesoros de la Fe".
El texto completo de la conferencia
puede ser leído aquí
(en portugués).
En la foto vemos al Prof. Plinio portando el habito de
la Orden Tercera del Carmen. |