En una pequeña localidad de Italia la gracia hace
germinar, en sustitución a un viejo culto pagano, una
tierna devoción a Nuestra Señora, bajo la invocación del
Buen Consejo.
Siglos más tarde, un reino valeroso se encuentra en
triste decadencia. Decadencia político y militar, desde
luego, pero sobre todo decadencia religiosa. Los
católicos de Albania ofrecieron al Islam la resistencia
ineficaz de un pueblo que se había quedado tibio. Con
esto, la victoria de las huestes de Mahoma resultó
inevitable. Dos hombres fieles a la Virgen se sienten
perplejos, y van al santuario nacional de Albania, en
Scútari, a fin de implorar a la imagen de Ella que allí
se veneraba un buen consejo: ¿qué hacer? ¿Permanecer en
la nación dominada por los turcos, para servir allí a la
Santísima Virgen, o dejar la patria rumbo a tierras en
que puedan vivir sin grave peligro para la fe?
El buen consejo implorado les fue concedido bajo la
forma más estupenda e inesperado. La imagen deja Scútari,
y en pos de ella parten nuestros dos albanos.
Para confirmar la autenticidad y el acierto de este
consejo, la sagrada Efigie desciende milagrosamente en
el lugar de Genazzano en donde se daba culto a la Madre
del Buen Consejo.
De ahí en adelante, la historia de la Madona trasladada
de Scútari no fue sino una sucesión de triunfos. Ya sea
en Genazzano, o en otras ciudades donde reproducciones
del cuadro de Albania fueron expuestas a la veneración
de los fieles, las gracias de todo orden se
multiplicaron incontables. Y entre ellas el atendimiento
frecuente de las personas que, deseosas de un buen
consejo, acuden a la Virgen, implorando la gracia de una
luz para su perplejidad…
[1]
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Imagen de Nuestra Señora del
Buen Consejo, en la capilla del Colégio San
Luís, en São Paulo, a cuyos pies rezó el
alumno Plinio Corrêa de Oliveira |
Entre estas imágenes, importa recordar la que se
encuentra en la ciudad de São Paulo, en la imponente
Capilla del Colegio São Luís, dos RR. PP. Jesuitas, pues
el modo por el cual llegó a nuestro País —como
se narra en otro local de esta edición—
es verdaderamente digno de especial atención
[2].
Antes de continuar es bueno recalcar una peculiaridad de
la devoción a Nuestra Señora de Genazzano.
No es posible, en efecto, tratar de ella sin poner en
realce una de sus particularidades más importantes
Muchas de las personas que recurren a la Virgen delante
de la Imagen de Genazzano o de copias de ésta han
afirmado que el semblante de la Señora les "responde" a
las oraciones. No que lo haga hablando o moviéndose, lo
que constituiría milagro manifiesto. Pero, sin ninguna
alteración propiamente milagrosa, algo de la mirada y de
la expresión de la Divina Madre toma carácter
particularmente vivo e impregnado de maternal alegría
cuando el fiel es atendido. Y es a la multiplicación de
este favor que en gran parte se debe la expansión
universal de la devoción a Nuestra Señora del Buen
Consejo de Genazzano.
¿Cuál es
la actualidad de esta devoción? Sin duda, en nuestra
época tan afligida y conturbada, incontables son las
almas que necesitan, a este o aquel título, de un buen
consejo. Nada mejor pueden hacer que implorar el auxilio
de Aquella que la Santa Iglesia, en la letanía
lauretana, invoca como Mater Boni Consilii.
Debemos
tener en cuenta, sin embargo, que un consejo tiene tanto
más valor cuanto mayor fuere la importancia del asunto
sobre el cual versa.
Por esto,
supremamente importante son para cada uno los consejos
necesarios para conocer sobre sí —dentro de la tormenta
de las tinieblas del siglo XX— los designios de Nuestra
Señora y los medios aptos para realizarlos.
Aquí está, pues, un primer título para asegurar la
actualidad de la devoción a Nuestra Señora de Genazzano
en este siglo que podrá pasar a la Historia como el
siglo de la confusión.
Pero, si ensanchamos nuestros horizontes un poco más
allá de la esfera individual y consideramos en una
perspectiva histórica la crisis por la cual pasa hoy la
Iglesia de Dios, no podremos dejar de ponderar que,
sobre todo en este particular, la humanidad necesita de
un buen consejo de la Virgen de las Vírgenes.
Nos encontramos en el ápice de un proceso histórico
oriundo, en la Edad Media, de una explosión de orgullo y
de sensualidad. De esta explosión nacieron, en los
siglos XV y XVI el Humanismo, el Renacimiento y la
Pseudo-Reforma protestante.
El oleaje producido por esos movimientos se proyectó de
la esfera filosófica, cultural y religiosa hacia la
esfera política y social, ocasionando en el siglo XVIII,
la Revolución Francesa impía e igualitaria. Esta a su
vez se desdobló, a lo largo del siglo XIX, en
movimientos de índole atea, laicista y revolucionaria,
que culminaron en la eclosión del comunismo, revolución
social y económica que al mismo tiempo amenaza tragar al
mundo entero.
En el vértice de este proceso la alternativa se impone:
o sucumbimos al comunismo como otrora Albania lo hizo
ante el Islam, o renunciamos enteramente al orgullo y a
la sensualidad, extirpándoles todos los efectos, ya sea
en la vida religiosa o en la temporal, efectos éstos de
los cuales el comunismo no es sino la consecuencia
supremamente lógica y supremamente maligna. Pero el
rechazo efectivo y completo de un inmenso pecado supone
una inmensa contrición. Y una inmensa contrición supone
una inmensa apetencia de la perfección en la virtud
contra la cual se pecó.
Así, la opción para el mundo moderno está puesta entre
un porvenir tenebroso, hecho de las últimas
capitulaciones ante los extremos del error y del mal, y
el abrazar entusiasmado de la plenitud de la verdad y
del bien.
¿Cómo mover la humanidad —de tal manera encenagada en el
proceso histórico que la viene impeliendo hace tantos
siglos— a emprender la trayectoria del hijo pródigo
rumbo a la casa paterna?
Sin un fuerte auxilio de la gracia hablando en el
interior de incontables almas, esto no se puede
conseguir. Ese buen consejo, a ser dicho en el íntimo de
cada corazón para la salvación de la humanidad, ¿qué
modo mejor hay de obtenerlo sino implorando a la Madre
del Buen Consejo que, por una gracia nueva, con vierta
al bárbaro super-civilizado de siglo XX? Sólo así se
podrá, a manera del bárbaro sub-civilizado del siglo V,
“quemar lo que adoró y adorar lo que quemó”. Y sólo así
podrá surgir una nueva y aún más espléndida era de fe
Ese es el buen consejo por excelencia que los devotos de
María deben pedir para ellos y para todos los hombres en
los días que corren.
Les parecerá tal vez excesivo, a algunos lectores, que
afirmemos ser éste el siglo más confuso de la Historia.
Sin embargo, entre las múltiples pruebas que la aserción
admite, es menester ponderar una, que por sí sola
justifica nuestra afirmación.
Desde luego, sería difícil impugnar que en algún tiempo
la confusión haya sido mayor en los medios católicos que
en el nuestro.
Sin duda, hubo épocas en los que la Iglesia pareció
afectada por una confusión más grave. Por ejemplo, las
crisis a lo largo de las cuales los antipapas
dilaceraban el Cuerpo Místico de Cristo, o la lucha de
las investiduras que dividió, durante mucho tiempo, el
Occidente cristiano, lanzando el Sacro Imperio Romano
contra el Papado. Pero esas crisis o eran más bien de
rivalidades personales, que de principios, o ponían en
juego sólo algunos principios, aunque básicos, de la
doctrina católica.
Actualmente, por el contrario, no hay error, por más
craso y rotundo que sea, que no procure revestirse de un
ropaje más o menos nuevo, para obtener libre tránsito en
los ambientes católicos. Puede decirse que asistimos en
nuestro propio medio al desfile de todos los errores,
jocosamente disfrazados con piel de oveja, solicitando
la adhesión de los católicos incautos, superficiales, o
poco amorosos de nuestra Fe.
Y, ante esa maniobra, ¡cuántas concesiones, cuánta falsa
prudencia, cuánto criminal enamoramiento de la
heterodoxia! En esta atmósfera,
que ya sugirió a Pablo
VI algunas graves
advertencias, la confusión es
tan grande que, en no pocos ambientes, los católicos
celosos de la ortodoxia son mal vistos y considerados
sospechosos, mientras que el tropel de las víctimas de
los errores enmascarados se porta con la desenvoltura de
quien fuese dueño de la casa.
Trazado este cuadro, pensamos con afecto y con aprensión
en las numerosas almas modestas y en quienes las
circunstancias de la vida no han permitido mayores
estudios religiosos. ¡Cuán necesario les es el buen
consejo de Nuestra Señora, para vencer la confusión! La
Iglesia puede decir de Sí misma analógicamente, las
palabras de Nuestro Señor: “Yo soy el Camino, la Verdad
y la Vida” (Jo. 14,6). Si en los ambientes católicos
sopla la confusión, es inevitable que ésta se extienda
por todos los otros dominios de la existencia. Y en la
Iglesia no puede haber confusión peor que la de los
principios.
Es natural, pues, que afirmemos ser nuestro siglo el
siglo de la confusión, y que de nuestros labios se eleve
a la Madre de Dios una súplica: Nuestra Señora del
Buen Consejo, rogad por nosotros, y ayudadnos a
permanecer fieles al Camino, a la Verdad y a la Vida, en
medio de tanto extravío, a tanto embuste y a tanta
muerte.
NOTAS
[1]
Bajo esta invocación conviene recordar la imagen de la
Madre del Buen Consejo que se venera con
devoción y grandeza en la capilla
bajo su advocación en el magnífico templo
de la la Parroquia de Nuestra Señora del Buen Consejo y
San Isidro, también llamada Real Colegiata de san
Isidro, que perteneció al Colegio Imperial de la
Compañía de Jesús, en la calle Toledo, de Madrid.
El origen de esta Virgen se remonta al siglo XVI, cuando
San Luís Gonzaga visitó Madrid acompañando al séquito de
la emperatriz María. Por aquel entonces el santo dudaba
entre seguir la carrera de las armas o ingresar en un
convento. Decidió consultárselo a la Virgen que había en
la iglesia de San Isidro (hoy Colegiata de igual nombre)
y escuchó de los labios de la imagen que ingresara en el
convento de los Jesuitas. De ahí le vino a la imagen el
sobre nombre de Nuestra Señora del Buen Consejo. La
misma historia se cuenta para otro santo menos conocido,
San Diego de Victores, quien le pidió orientación acerca
de su vocación. Ingresó igualmente en la Compañía de
Jesús. La imagen antigua desapareció durante la quema de
la capilla por las hordas rojas
durante la guerra civil, y la actual, obra de
Félix Granada, es una talla del siglo XX, que mide casi
un metro de altura y representa a la Virgen con el Niño
sostenido por el brazo izquierdo al tiempo que con su mano
derecha toma las de su Hijo.
[2]
Sobre la devoción del Prof. Plinio a esta particular
imagen de la Madre del Buen Consejo, a la que recurrió
innumeras veces en su infancia, ver
Nuestra Señora del Buen Consejo: la Madre de Dios en una de
sus tareas mas maternas y mas propias a la Reina del
Universo (en portugués).
Y, ¿cómo nació la devoción a Nuestra
Señora del Buen Consejo en el Prof. Plinio? A partir de
una gracia sensible recibida por ocasión de una grave
dolencia. La descripción del proceso puede ser leída en
una "Declaración" hecha por el autor a la revista "Madre
del Buon Consiglio", editada por los padres Agustinianos
de Genazzano (Itália).
El texto puede ser
leído aquí (en portugués).
Traducción por
Covadonga Informa, Año IX, Núm.: 103, Abril de 1986 |