PREÁMBULO
El infinito poder de Dios creó
todos los seres desiguales, cada uno
reflejando, de su manera única e
inconfundible, las perfecciones
divinas. Esta regla se refleja con
gran brillantez en el fundador de la
TFP.
¿Cuál era esa forma única e
inconfundible de ser de Plinio
Corrêa de Oliveira? Cuando uno trata
de descubrirlo se confunde, tal es
la riqueza de la personalidad y de
los valores morales e intelectuales
que en el se manifiestan. Este
ensayo, sin embargo, nos revela
importantes elementos de una forma
tan peculiar y elevada de ser.Este algo, el propio Doctor Plinio
lo sintetizó como “una visión
armónica, arquitectónica, jerárquica
y monárquico-aristocrática
(**) de la
Creación, enfatizando los puntos que
la Revolución más busca combatir”.
Desde muy joven se dedicó a la
admiración entusiasmada de las
ruinas de la Cristiandad. De ellas,
subió a la consideración de grandes
verdades metafísicas y luego a las
realidades sobrenaturales, a Nuestra
Señora, al Sagrado Corazón de Jesús
y a los esplendores del Padre
Eterno.Contemplaba las realidades naturales
con una mirada tranquila, inocente y
jerárquica. Luego los describió en
un lenguaje noble, rico pero
preciso, claro y límpido.
Estas consideraciones las
transmitió, como si evocaran a Adán
en el Paraíso, contemplando todo lo
que el Creador había puesto allí,
comprendiendo en profundidad la
razón de la existencia de cada cosa,
dándole un nombre, y luego, al
atardecer, entreteniéndose con Dios
que venía a visitarlo.Esta misma contemplación llevaba
Doctor Plinio a enfrentar los
errores generados por la Revolución,
que el tanto combatió. Por un lado,
el materialismo: tanto en su versión
socialo-comunista, según la cual el
universo material y social sólo
existe para satisfacer las
necesidades básicas del cuerpo del
hombre-masa; como el materialismo
pragmático, que tiene como objetivo
exclusivo satisfacer los caprichos
arbitrarios y sensuales del
hombre-hedonista.
Por otro lado, en el extremo opuesto
-que también fue objeto de su
análisis crítico- la falsa piedad
que confina la religiosidad a los
templos y sacristías, presentándola
como una experiencia subjetiva,
emocional o sensible. De acuerdo con
esta concepción de la piedad,
excepto para los pocos elegidos
favorecidos por los extraordinarios
fenómenos místicos, la abrumadora
mayoría de los fieles debe vegetar
mediocremente en la gris banalidad
de la existencia cotidiana.Ambos extremos convergen en un
punto: la actividad social y
terrenal del hombre ordinario debe
restringirse a una vida sin
horizontes o trascendencia
metafísica o sobrenatural.
Plinio Corrêa de Oliveira indicó y
enfatizó el punto de equilibrio, que
refuta y elude ambas exageraciones.
Llamó la atención de sus
contemporáneos y de los que les
sucedieron sobre la correcta
contemplación del orden temporal,
que fue instituido por el Creador
sobre todo para que los hombres, a
través de él, conocieran, amaran y
sirvieran a Dios.En Doctor Plinio destaca una
delicada y sagaz sensibilidad que
recuerda las palabras de Santa
Teresa: "Dios ha puesto ante mis
ojos el libro de la naturaleza". Y
más allá de la naturaleza, fueron
objeto constante de su contemplación
maravillada las obras que
fructificaron de la civilización
cristiana.
Se sentía en el la fuerza del
pensamiento absorbido en Santo Tomás
de Aquino, al explicar sus
percepciones e intelecciones,
erigiendo una como que catedral de
doctrinas que se lanzaba a los
cielos, en un impulso de entusiasmo
amoroso.También formaba parte de su rica
personalidad una nota inconfundible
de la lógica ignaciana, que ponía
los frutos de tal contemplación y
amor en orden de la batalla contra
la Revolución Gnóstica e
igualitaria. Cabe destacar aquí que
San Ignacio de Loyola, fundador de
la Compañía de Jesús y columna de la
Contrarreforma, fue el autor de los
famosos "Ejercicios Espirituales",
en los que la contemplación de
escenas de la vida terrena de
nuestro Redentor tiene un papel
destacado.
Cabe mencionar también el carácter
"ministerial" del orden temporal en
relación con el plano espiritual,
que el Prof. Plinio Corrêa de
Oliveira subraya al final del citado
ensayo, refiriéndose a la "noción de
la Sociedad temporal ministra de la
Iglesia. Lo que abre perspectivas
para la comprensión de la "Sociedad
Temporal Sacral". Esta tesis es
ventilada por Santo Tomás cuando
afirma: "Los poderes seculares,
cuando aplican castigos para
refrenar el pecado, en esta tarea
son ministros de Dios: según lo que
se afirma en la Epístola a los
Romanos, 13:4: [El Poder Público]
ministro de Dios, vengador para
castigo del que hace el mal" (II
IIae, q.19, a 3, ad 2).El ensayo que ahora sale a la luz es
la base de la famosa sección que
Doctor Plinio mantuvo durante muchos
años en "Catolicismo", intitulada
"Ambientes, Costumbres,
Civilizaciones", la más valiosa y
original de todas en la historia de
nuestra revista. La época en la cual el
fundador de la TFP escribió esta obra
coincidió con la publicación de las
primeras secciones de
"Ambientes,
Costumbres, Civilizaciones".
En las ideas esbozadas en este
ensayo está la médula del verdadero
concepto de la Cristiandad y la razón
más profunda de la lucha que la TFP
emprende en defensa de la
civilización cristiana. Estas ideas
son también los pilares de la gran
obra del Dr. Plinio,
Revolución y
Contra-Revolución, escrita unos años
después.En Cristiandad
empieza a brotar la
futura explicitación, emprendida por
el autor, de la necesidad y la
belleza de las desigualdades
sociales armónicas y proporcionadas,
contenidas en su último libro:
Nobleza y
élites tradicionales
análogas en las alocuciones de Pío XII al Patriciado y a la Nobleza
Romana.
Finalmente, el lector también
encontrará en este estupendo ensayo
la explicación más profunda de la
lucha emprendida por el Prof. Plinio
Corrêa de Oliveira, y con él por la
TFP, tanto contra las reformas de
las estructuras socialistas y
confiscatorias, como contra los
factores de corrupción moral
contemporáneos, como el aborto, el
"matrimonio" homosexual, la
inmoralidad televisiva, etc.Estos son los males que la
Revolución igualitaria ha estado
desatando en el mundo para tratar de
extinguir los vestigios de la
civilización cristiana,
especialmente en este convulso y
caótico final del milenio.
La dirección de
Catolicismo
(**) Por
"monárquico-aristocrático" el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira no se
refirió aquí principalmente a un
tipo de régimen político; su
concepción era incomparablemente más
amplia y abarcadora. Era todo el
orden del universo que él veía como
desigual y jerárquico en sus
elementos constitutivos y obediente
al principio de unidad en su
organización. |
Cristiandad: sacralidad en el orden temporal
"El orden
temporal es una criatura de Dios, y debe dar más
gloria al Creador que la luna y las estrellas.
La Iglesia
tiene ciertamente los medios para promover la
salvación de las almas, pero la sociedad y el
Estado tienen medios instrumentales para lograr
el mismo fin".
Plinio Corrêa de
Oliveira
Nos
parece útil analizar algunos aspectos de una de
las tesis fundamentales de la doctrina católica
sobre el problema de las relaciones entre el
orden espiritual y el temporal, que es la
“ministerialidad” [1] de esta última con relación
a aquella.
Consideramos que el ambiente de nuestra época,
de tal manera inculca una concepción
materialista y puramente económica de la vida
temporal, que ejerce una influencia sensible
sobre las disposiciones del espíritu, los
hábitos mentales y las tendencias ideológicas de
las personas que, al menos en teoría, presumen
de ser fieles a las grandes líneas del
pensamiento católico e incluso tomista. Tales
personas tendrían menos dificultades para
aceptar la posición de la Iglesia sobre la
ministerialidad de lo temporal si recordaran con
precisión todo el contenido humano [es decir,
material y espiritual] de la esfera temporal.
Para que este contenido no aparezca tan
claramente a la vista de todos, han concurrido
—involuntariamente y por razones explicables—
excelentes escritores.
Verdad omitida: la sociedad humana debe
satisfacer no solo las necesidades del cuerpo
sino también las del alma
Otros autores sostienen, más bien, la doctrina
de que la sociedad humana no existe como
consecuencia de un pacto arbitrario establecido
por un cierto número de hombres en épocas que se
pierden en la noche de los tiempos, sino que es
una consecuencia espontánea, legítima e
ineludible del propio orden natural. Exponen
ampliamente y con toda diligencia, los
argumentos que la observación de la vida
cotidiana ofrece a su tesis: la necesidad de la
especialización y colaboración para asegurar la
subsistencia material y el progreso; la
necesidad de una autoridad que dirija dicha
colaboración, etc. Por lo tanto, es una
necesidad natural [y no solo contractual], que
exista una sociedad con todas sus
características esenciales.
Establecida sobre esta base [la de la
observación de la vida cotidiana], la
demostración, además de ser irreprochable, es
altamente didáctica, ya que trata de hechos
claros, simples, palpables que están al alcance
de la observación directa y personal de
cualquier lector.
Hay, sin embargo, otros argumentos a considerar.
Es comprensible que un autor, apremiado por la
obsesión que la correría moderna impone de
resumir todo, pase por alto otros argumentos o
incluso los silencie. Esto es lo que sucede
algunas veces con el argumento basado en el
hecho de que el hombre es social por la
naturaleza de su propia alma, abstracción hecha
de cualquier necesidad del cuerpo. En no pocos
libros de todo tipo, forma y tamaño, que ponen
al alcance del público las líneas maestras del
Derecho Natural, este argumento no se explora en
toda su riqueza.
|
Cuando se olvida la predominancia del
alma sobre el cuerpo el hombre se
embrutece y las sociedades se degradan |
De ahí se desprende una consecuencia importante
en la formación de la mentalidad del lector. Un
gran número de estudiosos se acostumbra a ver en
la sociedad humana algo que existe única, o al
menos principalmente, para satisfacer las
necesidades físicas del hombre.
No es que esta convicción resulte de una
afirmación expresa de tal o cual tratadista,
sino que se forma en el subconsciente a modo de
impresión general que, si no es lógica, al menos
es explicable. Porque si los argumentos más
insistentemente mencionados, más ampliamente
desenvueltos, son los que se basan en las
necesidades materiales, económicas y prácticas,
no es sorprendente que se forme la noción de que
la sociedad existe sobre todo para satisfacer
esas necesidades, y que poco a poco los fines de
la sociedad relativos al alma humana, pasen del
segundo plano al completo olvido.
Como hemos dicho, la atmósfera contemporánea es
tal que favorece poderosamente este fenómeno.
Vivimos en un ambiente saturado de materialismo,
donde en cada momento escuchamos opiniones que
solo serían verdaderas..., presenciamos acciones
que solo serían legítimas..., se nos pone en
presencia de instituciones y costumbres que solo
serían razonables... si el alma humana no
existiera. El materialismo es inmanente e
implícito en casi todo lo que pasa a nuestro
alrededor.
No es de extrañar, pues, que tantas y tantas
veces, veamos a tal o cual católico —que ha
estudiado honestamente las líneas generales de
la filosofía moral y ha leído en santo Tomás de
Aquino (De Regimine Principum, cap. I)
que la finalidad de la sociedad temporal es
remediar no solo la insuficiencia física, sino
también intelectual del hombre de vivir solo—
adoptar frente a los problemas políticos,
sociales y económicos con que se enfrenta, una
actitud práctica que difiere poco de la posición
del materialista o del agnóstico.
Trágicas consecuencias de olvidar la supremacía
del alma sobre el cuerpo
Si el hombre se compone de dos principios
distintos, cuerpo y alma, es evidente que en
todo lo que le atañe, lo que concierne al alma
será mucho más importante que lo que concierne
al cuerpo; pues lo espiritual e imperecedero
vale más que lo material y mortal.
Toda sociología que proceda de esta verdad debe
dar lo mejor de su esfuerzo y atención a lo que
concierne al alma humana, su equilibrio, su
bienestar, su desarrollo. Por muy interesantes y
respetables que sean los problemas materiales,
por mucho talento, diligencia y vigor que se
emplee para resolverlos, esta verdad fundamental
no debe ser olvidada nunca.
Evidentemente, no se trata de consagrar a la
vida material menos de lo que merece, ya que el
hombre es hombre y no un puro espíritu
angelical. Pero incluso cuando se le da a la
materia largamente lo que se le debe, no debe
romperse la jerarquía de valores. No se puede
concebir los problemas materiales disociándolos
de la realidad humana plena y total, es decir,
que también tenemos un alma, y que esta vale
más, incomparablemente más que nuestro cuerpo.
El mundo moderno ha ignorado estos principios,
ha elevado el cuerpo al nivel de un ídolo y ha
negando la primacía del alma, si no su misma
existencia. Ha organizado todo como si el hombre
solo tuviera cuerpo.
El resultado está ante nosotros: neurosis,
psicosis, perversiones sexuales monstruosas,
existencialismo, la cacofonía de la gran
confusión de nuestros días. El libro de Alexis
Carrel L’homme, cet inconnu [“El
hombre, ese desconocido”] ya está envejeciendo,
pero puede ser releído —no sin reparos— con
provecho por quienes deseen averiguar lo que
esta subestimación o negación del alma le está
costando al hombre, en cuanto al progreso
técnico material de nuestro siglo.
Por lo tanto, se trata —y muchos lo reconocen—
de restablecer la primacía de lo espiritual.
Pero para que tal intento no se quede solo en el
mundo de las afirmaciones sonoras y se convierta
en una acción palpable, con fines definidos, es
necesario investigar cuál es exactamente el
papel de lo espiritual en la vida que el hombre
lleva en la sociedad.
La sociedad de los hombres debe ser un reflejo
de la sociedad angélica
|
La Anunciación (detalle), Fra Angelico,
s. XV) – Oro y temple sobre tabla, Museo
del Prado, Madrid |
Considerando el alma humana en su naturaleza,
sus potencias, su actividad, ¿en qué sentido
puede tener una vida social?
Un campo de la vida social, que comprende las
relaciones puramente espirituales de hombre a
hombre, puede parecer que se ubica a una altura
tan etérea, que no se pueda decir nada de
definido y útil al respecto. Esta impresión se
disipará si recurrimos a lo que la Iglesia nos
enseña sobre los ángeles.
El ángel es un ser puramente espiritual, creado
para conocer, amar, alabar y servir a Dios.
Siendo esta su única razón de ser, es para tal
fin que se ordenan todas sus potencias, todas
sus inclinaciones naturales. Y es para este fin
que lo ilumina y lo sublima la gracia, cuando lo
eleva al orden sobrenatural, dándole la visión
beatífica y el amor sobrenatural.
Por lo tanto, el ángel necesita de una sociedad:
la de Dios. Y no podría vivir en la ignorancia
del Creador. Pero esta sociedad le basta por dos
razones. Primero, porque Dios es la perfección
misma, y quien lo posee no tiene necesidad de
nada más. Segundo, porque la naturaleza del
ángel está ordenada a Dios y solo a Él.
Estrictamente hablando, tal es la naturaleza de
un espíritu puro que Dios podría haberlo creado
solo a él, o podría haber dispuesto que no
conociera a ningún otro ser que no fuera Dios
mismo.
El Creador, sin embargo, constituyó la creación
angélica de otra manera. Quiso que los ángeles
se conocieran entre sí, estableciendo entre
ellos una vida social que, por supuesto, es toda
espiritual.
Los ángeles enriquecen su conocimiento de Dios
al contemplar el universo creado
Esta vida social, sin embargo, tiene a Dios como
su objeto último. Porque en el conocimiento que
los ángeles se comunican entre sí, transmiten lo
que cada cual puede anunciar de Dios. De modo
que cada ángel tiene todas las operaciones de
sus potencias aplicadas a Dios de dos maneras:
una directa, en la medida en que tiene una
comunicación inmediata con Él; y otra mediata o
indirecta, mientras se comunica con Él a través
de otros ángeles. Así eran las cosas antes de la
creación de nuestro universo material.
Cuando este fue creado, su conocimiento se hizo
patente a los ángeles. Y como nuestro universo a
su manera también anuncia las grandezas de Dios,
los ángeles adquirieron, en cada ser material
creado, objetos de conocimiento que los
conducen, por sus propios caminos, a Dios,
objeto único y constante de todas las
operaciones angélicas.
Donde la consideración del sol, de la llovizna o
del trueno elevaba al salmista a Dios..., o
donde una flor o un pájaro elevaba a un san
Francisco de Asís a Dios..., o donde las
maravillas del átomo pueden elevar al hombre
moderno a Dios... el ángel las conoce y las usa
como caminos hacia Dios.
¿Quién podrá jamás en esta vida terrena —a no
ser la Santísima Virgen— retratar la meditación
y el amor de un ángel que conoce todo nuestro
universo, hasta el menor de sus secretos? En una
sola mirada el ángel ve la pulsación simultanea
de la vida en todos los seres; y el incesante y
misterioso movimiento de la materia en los
incalculables grandes espacios en los que se
mueven los astros o en los incalculables
pequeños espacios en los que giran los universos
y las constelaciones de los átomos. En todo el
ángel discierne la Sabiduría Eterna, el poder
absoluto e inquebrantable, la perfección de “el
amor que mueve el sol y las demás estrellas” (Dante, Paraíso,
33, 145).
El ángel no solo es contemplativo: es un
guerrero de Dios
|
Coronación de la Virgen, Fra Angelico,
s. XV – Temple sobre tabla, Galería de
los Oficios, Florencia |
Hablamos más detenidamente acerca del
conocimiento y el amor. Una palabra sobre la
alabanza y el servicio de Dios.
Hecho para alabar, el ser angélico es de
naturaleza exclamativa, por así decirlo. El
conocimiento y el amor no se pierden sin
resonancia en las augustas profundidades de su
propio ser. Transmite, comunica, expresa lo que
lleva dentro de él, por un deber de justicia y
de amor hacia Dios, sin duda, pero también por
un impulso de su propia naturaleza. De ahí la
incesante alabanza angélica, cuya magnificencia
nos muestra tan a menudo la Escritura, con
términos y símbolos tan diversos.
Hecho para servir, el ángel no solo es
contemplativo, sino more suo [a su
manera] tiene una naturaleza activa. Comunica a
los demás lo que sabe de Dios, es un servicio
docente. Es el agente de la voluntad de Dios en
la dirección del universo, ya que es a través de
los ángeles que Dios gobierna la creación
visible. Y esta función ejecutiva tiene un
aspecto militante, ya que es el guerrero de
Dios, que antes de todos los siglos derribó a
Satanás y a los ejércitos rebeldes, y hoy
combate al infierno, protege a los fieles y a la
Iglesia en la lucha contra el poder de las
tinieblas.
Esto, entonces, es lo que el ángel hace por su
propia naturaleza; lo que hace como miembro de
la sociedad angélica; y lo que la sociedad
angélica hace en su conjunto, como sociedad, de
acuerdo con el impulso y el designio de Dios.
El alma humana es tan sociable que realizará su
destino eterno en una vida social
Estas nociones sobre la sociabilidad y la vida
social de los ángeles son aplicables al alma
humana, en tanto que el alma misma es también
enteramente espiritual. Pero cometeríamos un
grave error si al transponer estas nociones del
reino angélico a la sociedad terrena, no
tuviéramos en cuenta que el alma humana fue
creada para vivir unida a un cuerpo material,
destinado a hacer con él una sola persona; y
que, por lo tanto, toda la naturaleza espiritual
del alma humana está ordenada a tal consorcio
con la materia, y solo en este consorcio
encuentra su modo de ser y de actuar enteramente
normal.
Tan íntimo es este consorcio que en el período
en que después de la muerte del hombre, el alma
vive en el cielo disociada del cuerpo esperando
la resurrección, se encontrará en un estado de
anomalía, por así decirlo de violencia,
ciertamente indoloro porque gozará de la
felicidad celestial, pero en todo caso de
auténtica violencia que solo la resurrección
pondrá fin. Cuando nuestra alma recupere su
propio cuerpo, no lo hará como si volviera a la
cárcel, sino como quien recupera jubilosamente
la plenitud de sí misma.
Para considerar la parte del espíritu y de la
materia en las operaciones específicamente
espirituales del hombre, es decir, en la
sociabilidad y la vida social de su alma,
recordemos ante todo que non habemus hic
civitatem [“nuestra morada no está en esta
tierra”]. Fuimos creados para el mismo fin que
los ángeles y, como ellos, fuimos elevados al
orden sobrenatural. En esa eternidad ante la
cual la vida terrena es solo un instante,
deberemos participar de la sociedad espiritual
de los ángeles, contemplando, amando, alabando y
sirviendo a Dios.
Tal es la afinidad entre la naturaleza y las
operaciones de nuestra alma y las de los
espíritus angélicos. Nuestro cuerpo participará
ciertamente en estas operaciones pero en el
estado de cuerpo glorioso, esto es, tan
embebido, por así decirlo, en la espiritualidad
de nuestra alma y en la gracia de Dios, que su
propia forma de ser y de operar será como si se
sublimara más allá del nivel propio de la mera
naturaleza humana y fijado en la inmortalidad.
Habiendo puesto estas salvedades [sobre el papel
del cuerpo], vemos que el alma humana es tan
sociable que realizará su destino eterno en una
vida social que tendrá un objeto puramente
espiritual.
En la tierra y en el cielo el hombre tiene
esencialmente la misma finalidad: conocer, amar,
alabar y servir a Dios
Esto puede ayudarnos quizás a entender mejor
cómo la vida, y más especialmente la vida social
de las almas, se realiza en la existencia
terrena. Y cómo esta auténtica vida social tiene
como objeto valores enteramente espirituales.
Si nuestro fin propio es conocer, amar, alabar y
servir a Dios, nuestra naturaleza, máxime por
haber sido elevada al orden sobrenatural, debe
tender por entero hacia ese fin. En otras
palabras, todas nuestras actividades mentales y
físicas deben estar dirigidas hacia el
conocimiento de la verdad y la práctica del
bien.
Esto es real en cuanto a nuestra naturaleza en
el cielo, pero también en la vida terrenal, pues
la naturaleza humana es ya lo que debe ser
eternamente y, por lo tanto, sus tendencias
fundamentales son ya lo que serán eternamente.
Y como la vida terrenal no puede ser contraria a
nuestra naturaleza, es ya, de alguna manera, en
su sustancia, en lo que tiene de más interior,
esencial e íntimo —tanto en el plano natural
como en el sobrenatural— la misma vida de
contemplación, amor, alabanza y servicio de Dios
que tendremos en el cielo.
El hombre se prepara para el cielo contemplando
los reflejos de Dios en las cosas creadas...
Si esta es la esencia de nuestra vida terrenal,
debemos recordar, sin embargo, que la forma en
que realizamos tales operaciones aquí difiere
profundamente de la forma en que las
realizaremos en el cielo.
Gozaremos en la eternidad de la visión
beatífica, sin velos ni obstáculos. Nuestro amor
habrá alcanzado una plenitud definitiva. Nuestra
alabanza y nuestro servicio no tendrán mancha ni
desmayo.
En la vida terrenal, por el contrario, estamos
en un estado de prueba. Tenemos dones naturales
y sobrenaturales que preservar y desarrollar.
Nuestras acciones —incluso las mejores— y, por
lo tanto, nuestra alabanza y nuestro servicio,
están llenos de imperfecciones. Nuestra forma
normal de ser nos somete a la materia mucho más,
que cuando nuestros cuerpos hayan sido
transfigurados por la gloria. A pesar de todo
esto, es verdad que el hombre, incluso el más
disipado, contempla activamente. Para ser
conscientes de esto, bastará que aclaremos qué
es concretamente, en la vida terrena y en el
plano natural, una contemplación.
|
Trooping the Colour, se realiza todos
los años en Londres con ocasión del
cumpleaños de la reina. Al admirar un
desfile militar, como que el observador
asimila en su alma lo que aquel tiene de
hermoso |
¿Qué hace un hombre cuando se detiene en su
camino para ver pasar un desfile militar o una
procesión religiosa, para considerar un edificio
o un panorama, para observar una escena
particularmente grave o pintoresca de la vida
cotidiana, para presenciar una obra de teatro?
Contempla, es decir, fija la atención sobre
determinado objeto, toma conocimiento de lo que
en él hay de verdadero o de falso, de bueno o de
malo; acepta, consiente, como que asimila en su
alma la verdad y el bien; experimenta una
disonancia, rechaza, opera una especie de
purgación en sí mismo de lo malo que la cosa
pueda haberle comunicado.
Viendo a seres relativos y contingentes, que
tienen en sí el reflejo del Ser Absoluto, el
hombre, por los canales de los sentidos,
considera en los seres contingentes algo que
existe absolutamente en Dios; como que se
apropia de ese bien y, en el propio acto en que
los considera, se identifica con este bien. En
suma, hace un acto característicamente
contemplativo, a pesar de estar marcado por las
condiciones inseparables de esta vida terrena.
Desgraciadamente, muchos hombres al realizar
tales actos de contemplación, no se elevan en
modo alguno hasta Dios, y se detienen en la
fruición egoísta y circunscrita del ser relativo
que tienen delante de sí.
Muchas veces su conocimiento es vicioso, y da
acogida al error y no a la verdad; la
contemplación los lleva a asimilar el mal y no
el bien. Es que, evidentemente, así como hay
contemplaciones buenas, hay también
contemplaciones malas. Son los triunfos del
mundo, del demonio y de la carne. No obstante
todo esto, la acción que realizan es
esencialmente contemplativa. A pesar de que
pueda ser meramente natural, y esto constituye
una afirmación de que hay en el hombre una vivaz
veta de contemplación.
Esa contemplación trae necesariamente como
consecuencia la alabanza, o bien su antítesis
que es la blasfemia: pues en la tierra, como en
el cielo, como en el infierno, el hombre es,
como dijimos, exclamativo, es decir, propenso a
comunicar lo que lleva en el alma. Y esto
conduce al servicio, pues el hombre sirve
naturalmente a aquello que ama: la Ciudad de
Dios o la Ciudad del Demonio, la verdad o el
error, el bien o el mal.
Y es de esta manera que el alma humana realiza
desde esta tierra, para su salvación o para su
condenación, las grandes operaciones que será
llevada a realizar por toda la eternidad. Claro
está que la contemplación, en la medida en que
es hecha a la luz de la fe, es una operación
animada por la gracia.
…recibiendo el impulso para conocer, admirar y
relacionarse con otros hombres
De lo que se ha dicho, se desprende la evidente
necesidad que tiene el alma humana de entrar en
contacto con objetos externos sobre los que
pueda ejercer su actividad. La hipotética
carencia de tales objetos atrofiaría sus
potencias y reduciría su vida al simple hecho de
existir.
Así como el cuerpo humano puede alimentarse de
pan y agua, pero se enfermará si pasa mucho
tiempo solo con estos alimentos, así también el
alma humana no puede alimentarse de la mera
consideración de un objeto, o de un número muy
pequeño de objetos.
Sus operaciones, en el supuesto caso, irían más
allá de las fronteras de la simple existencia,
pero llevarían al alma a una operación tan
defectuosa que a la larga le produciría un
desequilibrio. Es el caso de ciertos obreros,
forzados por su profesión a permanecer durante
horas enteras con la atención puesta en el mismo
hecho simple, pobre, casi asfixiante: una señal
luminosa, por ejemplo, cuyo encendido o apagado
más o menos irregular consiste en registrar cada
minuto en una hoja de papel, durante diez o doce
horas de trabajo cotidiano. Ciertas
constituciones mentales excepcionalmente bien
dotadas podrían, tal vez, rehacerse de este
trabajo por una dispersión de la atención en sus
horas de descanso. Otras, sin embargo,
sucumbirían por anemia espiritual. Nuestra alma
fue hecha para la consideración del Universo, de
todo el conjunto de seres sobre los cuales
nuestros sentidos tienden normalmente a
aplicarse.
|
Cazadores tiroleses. El ser humano tiene
necesidad de conocer y entablar contacto
con otros hombres. |
De estos seres, el que ocupa el lugar central en
la escena, el que domina a los demás, el que en
cierto modo los compendia a todos en sí, es el
propio hombre. El alma humana, creada
naturalmente para considerar el Universo, es por
esta misma razón propensa con la mayor
vehemencia, por el más profundo y obstinado
impulso de todo su ser, a la contemplación de lo
que el Universo tiene de más esencial: los otros
hombres. Todo el Paraíso, con sus delicias, era
inadecuado para el hombre antes de la creación
de la mujer: “no era bueno” para el hombre
permanecer solo en él. En esta propensión
esencial del hombre para lograr en la tierra lo
que hará en el cielo, está incluida la necesidad
de conocer y entablar contacto con otros
hombres. Y en esto está, desde el punto de vista
del alma —es decir, del más importante de los
puntos de vista atinentes al hombre— la
verdadera necesidad de la vida social.
Las funciones de conocer, amar, alabar y servir
a Dios en el espejo de la creación deben tener
naturalmente en las condiciones de la vida
terrena, como el objeto más constante, más rico,
más vivo, más directo, aquellos cuyas almas son
la imagen y semejanza misma de Dios.
Contemplando un bello cristal se pueden
comprender las excelencias de Dios
¿Cómo se realizan estas operaciones? Conociendo
mejor al prójimo, que es la semejanza de Dios,
nos conocemos mejor a nosotros mismos y al
propio Dios. Al asimilar en nosotros las
virtudes del prójimo, enriquecemos nuestra alma
con algo que le es del todo connatural, y que
con un alto grado de realidad refleja a Dios.
Así, es innegable que podemos tener alguna idea
del amor al considerar la protección que la
gallina da a sus polluelos, y con esto podemos
crecer en virtud. Pero mucho más perfecta será
nuestra idea, mucho más decisivo generalmente el
estímulo, si consideramos a una madre
protegiendo a su hijo. Esto para formarnos una
idea del amor humano o principalmente del amor
divino.
La contemplación no es solo conocimiento, sino
también amor. Una de las afirmaciones más
encendidas y más irresistibles de nuestra
sociabilidad radica en esta necesidad de amar y
de ser amado, que es inseparable de la
naturaleza de cada hombre.
Nuestro amor se vuelve hacia las cosas del reino
mineral, del reino vegetal, del reino animal con
cierta adecuación. Podemos amar un bello cristal
que encontramos a flor de tierra durante un
paseo; más adecuadamente amamos una planta, una
rosa por ejemplo; la palabra amor se enriquece
en un sentido mayor cuando tiene por objeto a un
animal; el perro, por ejemplo, compañero fiel en
los días buenos y malos. Pero solo es
propiamente amor cuando tiene por objeto a un
ser de nuestra especie. Este último amor,
incomparablemente más grande que los otros que
acabamos de enumerar, nos da una idea del amor
que debemos a Aquel que es el Ser absoluto, el
Ser por excelencia, el Ser que contiene en sí
sustancialmente todas las perfecciones.
La contemplación no es mero conocimiento, ni
mero amor: también es asimilación. Porque lo
propio del amor es producir la asimilación entre
dos seres. Por eso se nota en el hombre, como
uno de los rasgos más esenciales de su
naturaleza, una profunda capacidad de ser
influenciable por otros hombres, especialmente
por aquellos a los que admira. Imitar es una
tendencia propia de todos y está lejos de ser,
en sí misma, algo degradante o ridículo.
Puede haber imitaciones que tienen por objeto a
personas indignas. Puede haber imitaciones que
tienen por objeto a personas dignas, pero cuyas
propiedades alguien trata de asimilar de manera
excesivamente exacta y, por lo tanto, en lo que
es inconfundible en una persona e infranqueable
para otra. Son los errores que existen en la
operación de imitar, como en cualquier otra
operación humana. Pero, en sí mismo, imitar,
asimilar, es una función legítima, constante en
la mente humana, es una satisfacción a las
exigencias más profundas de nuestro ser.
Si asimilamos lo que debemos, si imitamos a
quien debemos, nos perfeccionamos y aumentamos
nuestra semejanza con Dios, reflejado en el
espejo de sus criaturas. Imitar, servir de
ejemplo, son obligaciones de cada hombre,
operaciones esenciales al engrandecimiento del
alma, inherentes profundamente a la vida social
de las almas. Son formas dispuestas por la
propia Providencia, y dotadas por ella de una
eficacia relevante, para el ejercicio de las
potencias del alma, el desarrollo del espíritu y
la conquista de aquella perfección que es el
vestido nupcial con el que nos habilitamos para
el perfecto festín del alma, que es la perpetua
contemplación de Dios.
Realizar una especie de transfiguración de la
materia por la iluminación interior del alma
¿Cómo se da esta comunicación entre las almas?
En otros términos, ¿cómo viven ellas su vida
social?
Cuando dos personas están en contacto entre sí,
por más que sean desiguales en inteligencia,
instrucción o fuerza de persuasión, están en
condiciones de ejercer entre ellas una
influencia recíproca.
El cuerpo humano es un instrumento maravilloso
para la expresión del alma. Todas nuestras
ideas, incluso las más abstractas; todas
nuestras emociones, incluso las más sutiles; son
susceptibles de una expresión adecuada por la
acción primordial de la palabra en sí misma,
completada y enriquecida por la inflexión de la
voz, por la expresión de la mirada, por los
gestos, por la actitud del cuerpo, por el porte
y hasta por el modo de andar. Virgilio nos dice
que por el simple modo de andar, Dido se
mostraba una diosa: Et incessu patuit Dea!
El poder de expresión del cuerpo, es acentuado
por el traje y por el adorno. Este poder llega a
ser tan grande, que pasa a veces y, por lo
demás, erróneamente, por irresistible.
Cuando esta transparencia del alma en todo el
modo de actuar y de ser del cuerpo se torna
nítida, y sobre todo cuando tal transparencia
revela un alma firme, clara, lógica, estamos en
presencia de lo que se llama una personalidad.
Tener personalidad, ser una personalidad, es
tener una alma bastante desarrollada para
dirigir, influenciar, brillar en todo el cuerpo
material. Es realizar dentro del mero campo
natural una especie de transfiguración de la
materia por la iluminación interior del alma.
Esto es una prefigura meramente natural, pero
espléndida en sí misma, de la transfiguración
sobrenatural, incomparablemente más radiante y
más noble, que los cuerpos gloriosos tendrán en
el cielo. De lo cual, Nuestro Señor en el Tabor
y también algunos santos, nos han dado una
visión sensible en esta tierra de exilio.
Las disposiciones del alma también se comunican
a los objetos
El alma no se expresa solo a través del cuerpo.
Las formas, los colores, los sonidos, los
olores, los sabores tienen una analogía que no
es meramente convencional con las disposiciones
del alma humana. Por eso las palabras utilizadas
para designar los estados del alma humana se
usan comúnmente para designar, por analogía, las
propiedades de los seres animales, vegetales o
minerales. Se puede hablar del canto alegre de
un pájaro, del aspecto risueño de un ramo de
flores o simplemente de un panorama; y ello de
la misma manera que se habla de la risa alegre
de una joven o de un niño. Se puede hablar de la
majestad de un rey, como del águila o del
trueno. Los ejemplos podrían multiplicarse casi
hasta el infinito.
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El poder de expresión del cuerpo, es
acentuado por el traje y por el adorno.
Este poder llega a ser tan grande, que
pasa a veces por irresistible. |
Dado lo anterior, el hombre puede aplicar su
acción sobre los seres inferiores,
comunicándoles una cierta expresión. Así, es
cierto que las especies animales domesticadas
por el hombre reciben de él una cierta amenidad
de comportamiento, una cierta compostura, que
las distingue de sus congéneres salvajes por
diferencias muy semejantes a las que distinguen
al hombre civilizado del bárbaro.
Ciertos animales, como los gatos de angora o los
perros lulús de Pomerania, por ejemplo, toman un
cierto aspecto “distinguido” que es
evidentemente afín con los ambientes humanos en
que viven. Una acción del mismo género también
puede ser desarrollada por los hombres sobre
ciertas plantas, en las que se distinguen las
especies silvestres y las cultivadas, antes
diríamos las culturizadas. Una cierta expresión
del alma, el hombre puede incluso comunicarla a
seres perfectamente inanimados: cuando pinta,
por ejemplo, un cuadro que tendrá una expresión
que de ninguna manera preexistía en el lienzo,
el pincel o las pinturas.
Y tal es el alma humana, que lo propio del
hombre es comunicar una tal o cual expresión a
todos los objetos a su alrededor. Porque estamos
hechos de alma y cuerpo, queremos que los
objetos que sirven a nuestro cuerpo le hablen al
alma también. Un mueble cómodo es el que sirve
solo al cuerpo: un mueble elegante es el que
también sirve al alma. Un tejido resistente,
agradable al tacto, adecuado al clima, satisface
al cuerpo. Pero el alma tiene sus propias
exigencias y pide que sea bello.
Al entrar en una sala, parece que sentimos la
personalidad de quien la decoró
Las observaciones anteriores nos llevan a una
noción esencial, que es la de ambiente.
Cuando a veces entramos en una sala, parece que
sentimos la personalidad de quien la decoró.
Decimos que tiene ambiente. ¿Qué significa eso?
Es la expresión de alma que, a través del juego
de formas y colores, una persona logró comunicar
a objetos materiales.
En esto, como en todo, el hombre imita a Dios.
Cuando contemplamos ciertos panoramas marítimos,
cuando por la noche miramos al cielo, sentimos
una expresión de alma que se desprende de este
mundo: es el ambiente creado por Dios, y a
través del cual Él se expresa a nuestros
sentidos.
Sería aún más fácil ejemplificar con sonidos,
perfumes o sabores. San Pablo escribió que el
vino, bebido con moderación, alegra el corazón
del justo. La Iglesia se vale de la música para
formar nuestra piedad. El austero aroma del
incienso le parece adecuado para ser respirado
por nosotros en la oración. Por el contrario,
sus moralistas siempre nos precavieron contra
los perfumes voluptuosos que son capaces de
excitar la molicie y la lujuria.
Consideremos ahora el ambiente en relación con
el fin esencial de la contemplación, que es
llevarnos a Dios.
Si los estados de alma son susceptibles de
expresarse de esta manera, está implícito que
las virtudes y los vicios también. A menudo se
manifiestan en el rostro humano, en la inflexión
de la voz, en el gesto, en el andar. Son
susceptibles de marcar con su propia nota todo
lo que el hombre hace o produce.
NOTAS
[1]
Nota del
Editor: Minister, en latín, significa
siervo, servidor; ministerialidad significa por
lo tanto el que sirve; es decir, el orden
temporal debe servir a los designios de Dios y
de la verdadera Iglesia, la Iglesia Católica,
Apostólica, Romana, porque estos designios son
más altos que el orden temporal, que ya forman
parte del orden sobrenatural. En otras palabras,
la sociedad y el Estado deben ser, a su
manera, instrumentos para la santificación de
las personas, ayudándolas a alcanzar su
objetivo final, que es llegar al Cielo.
[2]
Traducción y adaptación por "El
Perú necesita de Fátima - Tesoros de la Fe".
(*) La
segunda parte de esta materia puede ser
vista
aquí. |