La Iglesia Católica constituye un inmenso firmamento
espiritual, todo un riquísimo y diferenciadísimo
universo de almas, en que las variedades más profundas
se combinan armoniosamente para componer una unidad
pujante y majestuosa.
Quien quisiese ver a la Iglesia compendiada o
reflejada cabalmente en el corazón de cualquiera de sus
santos, doctores o pontífices, erraría. Ella no se deja
contener en ninguna de las múltiples manifestaciones de
su fecundidad sobrenatural. Su espíritu no sólo está en
el recogimiento de los anacoretas, en la sabiduría de
los doctores, en la paciencia de los mártires, en la
pureza de las vírgenes, en la intrepidez de los
cruzados, en el ardor de los misioneros, o en la
suavidad de los que se dedican a los enfermos. Es todo
esto al mismo tiempo. Sólo con estas y otras
yuxtaposiciones, es que se puede tener una noción de la
admirable perfección de la Religión Católica.
Una sociedad
temporal: la Cristiandad
Hubo un tiempo en que, al par de la sociedad
espiritual que es la Iglesia de Dios, había una sociedad
temporal de príncipes y pueblos cristianos —consecuencia
política lógica y admirable de una realidad sobrenatural
que es el Cuerpo Místico de Cristo— a la cual se llamó
Cristiandad.
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Políptico de Nuno
Gonçalves: Alfonso V a los
pies de San Vicente. La
imagen traduce el espíritu
de fe de los portugueses, y
la expresión de los
personajes —graves,
varoniles, con un ligero
trasfondo de serena y
superior melancolía—,
permite ver el alma piadosa
y heroica del pueblo Luso.
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De esta vasta y gloriosa familia de naciones marcadas
en la frente por la Cruz del Salvador, también no se
puede tener una visión completa considerando apenas uno
de los pueblos que la integraron. De las márgenes
risueñas del Tajo hasta los últimos confines de la gran
planicie polaca, de la bella Nápoles inundada de luz
hasta las provincias septentrionales de la gélida
Escandinavia o de la noble y brumosa Escocia, se
extendían naciones profundamente diversas entre sí,
ufanas de esas diversidades, pero al mismo tiempo
fuertemente imbuidas de la superior unidad con que todas
se encontraban en Jesucristo.
Una unidad que era por encima de todo religiosa y
mística, y resultaba de la convivencia de todas ellas en
el gremio de la Iglesia. Pero una unidad, también,
cultural y psicológica, una unidad humana —en el sentido
de una humanidad bautizada— que hacía con que Europa no
fuese enteramente lo que era, si le faltase cualquiera
de los elementos que la integraban: el francés,
centelleante de gracia y de coraje, lúcido, gentil y
vivo; el alemán, de cuerpo hercúleo y alma noble,
robusto en el pensar y en el actuar, terrible en la
guerra y cándido y afectivo en la convivencia de la paz;
el inglés, síntesis original, atrayente y algún tanto
enigmática de las cualidades del pueblo francés y del
alemán, predestinado a poblar de santos el Cielo y
extender su gloria por los rincones más lejanos de la
tierra; el italiano, cuyo genio como que excesivamente
fecundo se multiplicaba en incontables variantes que
hacían de cada pequeño Estado un sol de inteligencia y
cultura con características propias; la gente ibérica,
caballeresca y supremamente grandiosa, apasionada en su
fe, despreciando constantemente las riquezas de la
tierra, con los ojos puestos tan sólo en el heroísmo, en
la muerte y en el reino de gloria con Cristo.
En fin, podríamos multiplicar los ejemplos. Pero
estos bastan para que se comprenda que la Cristiandad,
en todo semejante a la Iglesia, su Madre, tenía una
gloria que le venía toda ella “ab intus” (Sal. 44, 14),
es decir, del espíritu nacional de los pueblos que la
componían, espléndidamente iluminado por la fe. Y que
ella se adornaba con una cultura y una civilización que
eran como un magnífico “manto de colores variados” (Sal.
44, 10).
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Fuerza, denuedo,
inteligencia y realismo
Hemos mencionado juntos a Portugal y España, en esta
enumeración. Fue a propósito. No se debe hablar de estas
dos naciones en los mismos términos con que se habla de
Alemania y de Francia, por ejemplo. Sino más bien como
se hablaría de Alemania y de Austria, o de Suecia y de
Noruega.
Los rasgos fundamentales de ambas son comunes. Se
diferencian en pormenores numerosos, interesantes,
fecundos, pero al fin y al cabo pormenores. ¿Cuáles son
estos rasgos comunes? Los vemos principalmente en el
idealismo. Ambos pueblos mostraron al mundo asombrado
—ya sea en las guerras contra el moro, en la expansión
marítima, en la colonización de tres continentes, o aún
en el florecimiento literario y artístico de sus siglos
de apogeo— que saben y pueden vencer con extraordinario
brillo en las luchas y en las tareas de la vida terrena.
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Monumento a El Cid - Burgos
- España |
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Para eso les sobra fuerza, denuedo, inteligencia y
realismo. Insistimos en el realismo, porque ésta fue una
cualidad que con frecuencia se les ha querido negar.
Sostener contra los moros una guerra victoriosa de ocho
siglos no es cosa que se consiga cuando se tiene el alma
soñadora y pusilánime de un idealista hueco. Pues el
tiempo, las adversidades, el cansancio desgastan todos
los sueños. Las guerras no se ganan mirando las nubes,
ni combatiendo apenas en campo raso, sino también
haciendo emboscadas y descubriendo las del adversario, y
manteniendo en el tablero incierto de la política una
acción continua, muchas veces tan importante cuanto la
del momento de la batalla. Ahora bien, todo esto supone
un sentido de la realidad fuera de lo común.
Lo mismo se podría decir de la epopeya de las
navegaciones, de las luchas ásperas y terribles de la
colonización, y de las dificultades extenuantes y tantas
veces prosaicas, inseparables de toda producción
intelectual. Pero a despecho de todo esto, la gente
ibérica posee un marcado desprecio por todo lo que es
terreno. O, en términos más exactos, tiene un sentido
admirable de la autenticidad y de la preeminencia de
todo cuanto es extraterreno, espiritual, inmortal.
Indolencia ante el
declive de las riquezas y las glorias
Una prueba excelente de ello es la actitud de
portugueses y españoles ante las riquezas que les
pasaron por las manos en los tiempos de prosperidad. Con
ellas construyeron viviendas espléndidas, palacios
suntuosos; pero, sobre todo, iglesias y conventos. Con
ellas desarrollaron admirablemente el arte y todo cuanto
dice al decoro y a la nobleza de la vida. Pero adornaron
más magníficamente las imágenes de sus santos que a sí
mismos.
Al contrario de lo que tantas veces ha ocurrido a
otras naciones en la historia, a las cuales las riquezas
debilitan y las glorias vuelven fatuas, Portugal y
España no conocieron los excesos degradantes a que se
entregan tan fácilmente los ricos y los poderosos. Y por
esto, cuando la gloria del poder político y la
abundancia los abandonaron, la actitud profunda de esos
pueblos frente a los acontecimientos, si tuvo un tanto
de indolencia, también expresó bien claro la convicción
de que Dios no hizo al hombre para estas cosas y que no
consisten en ella la dignidad y la alegría de la vida.
Después de asombrar
al mundo, extenuación de fuerzas
Hablamos de indolencia. Tocamos así en un punto
delicado. Es la cuestión de los siglos de decadencia.
¿En qué medida esa decadencia refleja un declinar en el
temple de los hombres, de su piedad, de sus costumbres?
¿En qué medida expresa, por otro lado, la extenuación de
pueblos que se habían excedido a sí mismos en la
realización de obras que asombraron al universo, y
después rehacían sus fuerzas en un suave letargo, a la
espera de otras oportunidades para otros grandes hechos?
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La
Torre de Belén - Lisboa - Portugal |
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¿En qué medida, por fin, esa decadencia fue de los
equipos dirigentes, y en qué medida fue de los pueblos?
Sería necesario todo un artículo para exponer nuestras
impresiones sobre el asunto. Y, para comenzar, habría
que distinguir entre decadencia y decadencia, pues pocos
vocablos son más traicioneros y llenos de ángulos de
mira que éste. Muy resumidamente, podemos decir que el
paso de la monarquía orgánica medieval hacia el
absolutismo fue, a nuestro modo de ver, un fenómeno de
decadencia del flujo vital de todos los pueblos
europeos, fenómeno éste provocado en último análisis por
causas religiosas y morales profundísimas.
Francia e Inglaterra tuvieron en ese período, como
también Prusia, equipos dirigentes de gran valor. De
donde aquellos Estados continuaron desarrollándose.
España y Portugal, como también de algún modo Austria,
no tuvieron esos equipos, y el Estado en esos países
comenzó a fenecer. Así, a fines del siglo XVIII la
desproporción entre las dos monarquías ibéricas e
Inglaterra y Prusia ya era flagrante. Sin embargo, ¿se
trataba de una decadencia de pueblos? Si decadencia
había, era menor de la de casi todo el resto de Europa.
Pues no se puede decir que está en decadencia quien
recibe a Napoleón como él fue recibido en la Península a
pesar de la pavorosa defección de tantos elementos
dirigentes.
Fuerzas latentes que
no se deben subestimar
Así, en la complejidad de los hechos espirituales,
morales, sociales, políticos y económicos que
caracterizan los siglos dichos de decadencia, se
constata un real declive. Este declive se expresa por
síntomas excesivos en apariencia que fácilmente nos
llevarían a subestimar las fuerzas latentes,
admirablemente vivas, que quedaron durmiendo en los
corazones ibéricos, despertadas apenas de vez en cuando
por algún sobresalto magnífico, y reservadas por la
Providencia para alguna nueva misión histórica que
cumplir.
En líneas muy rápidas, llegamos casi hasta nuestros
días. Ese trazo de elevación de espíritu, de justa
estima al que es realmente superior, y de rechazo de
toda concepción exclusiva o preponderantemente
utilitaria de la vida, Portugal y España lo
transmitieron a las naciones que plasmaron en América.
También nosotros progresamos, también nosotros
organizamos decorosamente nuestra existencia. Pero como
no pusimos en las riquezas todo nuestro corazón, nuestro
progreso fue menos rápido que el de otros pueblos y nada
tuvo de embriagador, sensacional, vertiginoso. ¿Somos
decadentes? Nadie lo afirma. ¿Somos atrasados? Todos lo
dicen. Pero este atraso —más adelante lo mostraremos— es
para nosotros una bendición, y nos abre de par en par
las puertas del futuro.
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Don Francisco Pizarro, conquistador del Perú y
fundador de Lima (Amable-Paul Coutan, 1835 - Palácio de
Versailles) |
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Esa justa jerarquía de valores, por la cual lo
espiritual se antepone a lo material, lo eterno a lo
pasajero, lo absoluto a lo relativo, lo celestial a lo
terrenal, conduce ante todo al heroísmo. Enseguida, a
una disposición de espíritu en que la teología es más
que la filosofía, y ésta a su vez dirige todas las
ciencias. Esta forma mental genera una forma de vida en
que se busca más la nobleza que el lujo, los placeres
sobrios del comercio de los espíritus y de la vida de
familia, de que los regalos de un confort puramente
físico.
En el modo de ver las vicisitudes de la vida, hay una
atracción para considerar de frente el dolor, la lucha,
la propia muerte, como valores de los más grandiosos que
Dios nos haya dado para hacer fructificar en este valle
de lágrimas para la eternidad. De ahí una naturalidad
frente al peligro, una fuerza en la adversidad, una
serenidad en el sufrimiento, que desconcierta a otros
pueblos. Existe, por ejemplo, cierto optimismo nórdico
falso, que intenta cerrar los ojos al dolor y a la
muerte, haciendo silencio sobre ellas, y llega a pintar
los cadáveres como si estuviesen vivos, para dar hasta a
las exequias la idea de que la muerte no vino... De una
tal trivialidad está lejos, bien lejos, cualquier
corazón ibérico o iberoamericano.
Ahí está la razón secreta de la fundamental nobleza
de alma y del heroísmo profundo de la gente ibérica de
uno y de otro lado del Océano. Pero ¿qué tonalidades
especiales toman esos predicados en suelo portugués?
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La historia española se asemeja a uno de esos ríos
que corren cristalinos y burbujeantes, sobre un lecho
accidentado, donde las aguas discurren por despeñaderos
y abismos trágicos, brillando a la luz del sol con toda
la albura de las grandes cataratas. Por el contrario, la
historia lusitana parece un curso de aguas profundo,
impetuoso, pero siempre sereno, que va en línea recta
delante de sí mismo, destruyendo los obstáculos, con una
fuerza invencible, pero conservando una placidez, una
dulzura, una noble simplicidad, incluso cuando en su
superficie se reflejan los más bellos aspectos del cielo
y de la tierra.
El español está siempre heroicamente movilizado para
la lucha. El portugués no da esta impresión. Él es
risueño, sencillo, dulce. El español está siempre listo
para enfrentar la tragedia. Se diría que los lados
sublimes de la existencia no impresionan al portugués,
todo afecto a la consideración de las dulzuras de la
vida de familia, en la suavidad de sus campos, en el
encanto de sus villas, en la hermosura de sus ciudades.
Pero si un gran ideal solicita la dedicación del alma
portuguesa, si una grave ofensa pone en efervescencia su
sentido de la dignidad, el luso se levanta como un
héroe. Y lucha con todo el rigor indomable de la fibra
ibérica, enfrenta el peligro, aplasta el riesgo, y
acepta la muerte con una altivez que a nadie le fue dado
exceder.
Melancolía y dulzura
portuguesa
Este habitual estado de alma del portugués, afectivo,
sereno, sin pretensiones, se matiza de una ligera tinta
de melancolía. Una melancolía muy suave, que tiene todas
las luces de la resignación cristiana, pero una
melancolía que es a nuestro modo de ver, el cuño propio
de Portugal. Es la melancolía que le viene de saber que
en la tierra la alegría perfecta es imposible y estamos
en las agruras del exilio. La melancolía de la cual nace
la poesía, la compasión y la bondad. La melancolía que
hace de él algo de inconmensurablemente superior al
play-boy contemporáneo.
Melancolía, dulzura, encanto lusitano... tanto daría
decir melancolía brasileña, dulzura brasileña, encanto
brasileño. Pues son precisamente estos rasgos, heredados
de nuestros mayores portugueses, que constituyen, con
variantes importantes en nuestro suelo patrio, los
elementos típicos del alma brasileña.
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No es éste el momento de hablar del brasileño, ni que
lo describamos con pormenores. En este país, sobre el
cual se despejaron, muchas veces sin discernimiento ni
criterio, las riquezas étnicas y culturales de
corrientes inmigratorias provenientes del mundo entero,
es sin embargo preciso recordar en alto y con resonancia
que la nota dominante, ampliamente dominante, fue, es y
habrá de ser siempre la tradición lusitana.
Más que nadie Catolicismo ha acentuado
el papel de Francia en la vida del alma de las naciones
cristianas. Más que nadie, hemos elogiado en estas
columnas las grandezas de otros pueblos. No somos
exclusivistas, y comprendemos bien que hemos de
conservar el espíritu abierto hacia todas las buenas
influencias culturales. Por eso mismo, creemos que la
contribución del italiano, del español, del alemán, del
africano o del asiático es susceptible de ser asimilada
con ventajas en la vida cultural brasileña. Pero esa
asimilación tiene que ser hecha en base de la
lusitanidad. Pues un Brasil que renunciase a lo que
tiene de herencia lusitana dejaría de ser Brasil.
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Palacio del Marqués de Torre Tagle, Lima, 1767. Sede
de la Cancillería. |
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Después
de este largo itinerario de pensamientos y de
evocaciones históricas, llegamos a los tiempos actuales.
Ábranse las páginas de los periódicos. Poco se habla en
ellas del mundo iberoamericano. El centro de la escena
está ocupada por otros pueblos. ¿Pero qué hacen? Se
preparan para la mayor masacre de la historia. Pasan por
las contorsiones de las crisis más horripilantes. Y para
evitar la matanza y la crisis, en cada uno de ellos
importantes partidos políticos nos ponen frente a una
socialización total de la vida, que sería peor que los
estragos de la bomba de hidrógeno.
Los engaños y
seducciones de la Babel moderna
Todo edificio que se construye con base en la codicia
de los placeres y de los bienes de la tierra tiene que
arruinarse de esta forma. ¡El sentido del ideal, de lo
espiritual, de lo celestial, se borró en tantos y tantos
pueblos casi completamente! Su torre de Babel, que se
irguiera orgullosamente al lado de la vieja mansión
paterna del mundo ibérico, arroja llamas por todas sus
ventanas, estremece todos sus cimientos, y de dentro de
ella parten voces de discordia y gritos de dolor.
No tenemos esa riqueza, pero tampoco tenemos esa
maldición. Construimos menos, y por eso acumulamos menos
errores en las áreas de cultura y de tierra que nos
pertenecen. Y, en toda esta tragedia universal, el mundo
ibérico conserva para el día de mañana riquezas
inmensas, de alma, de cultura, de bienes materiales, que
aún están intactos. En una palabra, nuestro es el
futuro.
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* *
Después del oro y del incienso, la mirra. ¿Quiere
todo esto decir que no cometemos, también nosotros,
graves pecados?
Lamentablemente, no podemos pretender que hayamos
conservado intacto nuestro patrimonio espiritual, y que
sea perfecto todo cuanto hicimos en el campo material.
Imperfecciones de
las que nos debemos purificar
Muchas veces, deslumbrados por el crecimiento de la
Babel moderna, le abrimos nuestras ventanas, dejando que
nuestras almas se envenenasen con las armonías y con los
perfumes que de allá nos venían. Adaptamos nuestra vieja
mansión, en muchos y muchos puntos, según las modas de
Babel. Vestimos los trajes de sus habitantes, y nos
nutrimos de sus manjares. Aquellos que entre nosotros
eran los admiradores de esa Babel, con demasiada
frecuencia empuñaron el timón e indolentemente los
dejamos hacer. Hay en nosotros mismos todo un trabajo de
restauración que cumplir.
Pero ese trabajo, la Providencia lo desea y lo
bendecirá. No tiene otro sentido el hecho de que la
Madre de Dios haya querido hablar de Fátima al mundo
entero. Su mensaje se dirige a todos los hombres. Mas es
preciso ver que su objeto inmediato es el pueblo
portugués, y los que a Portugal le son más próximos por
la sangre y por la historia.
Necesidad de un
profundo fortalecimiento religioso
Nosotros, pueblos ibéricos e iberoamericanos,
sufrimos, en no pequeña medida, del mal de toda la
humanidad moderna. Ésta es una verdad que precisa ser
proclamada por entero, y con toda valentía. No nos
libertaremos de ese mal, ni recuperaremos las virtudes
ancestrales, sin un profundo fortalecimiento religioso.
En efecto, así como ningún hombre se puede llamar
virtuoso en el sentido real de la palabra sin la gracia
de Dios, ningún pueblo se puede llamar verdaderamente
virtuoso ni verdaderamente grande sin la gracia. No es
nuestra naturaleza la fuente de nuestra grandeza moral,
sino en la medida en que la gracia eleva y santifica
nuestra alma.
En consecuencia, para que la misión histórica que nos
aguarda sea realmente cumplida, es menester una urgente
y completa reacción religiosa. La grandeza de Portugal,
del Brasil, de España, y de Hispanoamérica es una
grandeza cristiana. Y para que la alcancemos, es
necesario que atendamos plenamente el mensaje de Fátima.
Fátima es el espléndido llamamiento a que el
mundo de habla portuguesa establezca el Reino de
María
Esfera armilar
de piedra en el Convento de Tomar (Portugal), de la
Orden de Cristo
NOTAS
[1] Traducción y adaptación por "El Perú necesita de Fátima - Tesoros de la Fe"
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