La Coronación de la Virgen - Catedral de
Estrasburgo
[tímpano derecho del portal sur
- ca. año 1230]
Pío IX tuvo el mérito de proclamar la
primacía de lo espiritual frente a un mundo
que andaba siempre más laicizado, poniendo
la figura de María Santísima como centro de
toda atención. En la cara de una sociedad
que anhelaba “liberarse” de la “opresión”
del antiguo régimen a raíz de la libertad y
de la razón, este dogma proclamó la santidad
de su excelsa santidad de Aquella que,
movida por la virtud de la humildad, se hizo
esclava del Señor.
Con ocasión del primer aniversario del dogma
en 1954, proclamado Año Jubilar Mariano por
el Papa Pío XII, el profesor Plinio Corrêa
de Oliveira escribió un artículo que
remarcaba un aspecto capital, aunque, por lo
común, no siempre puesto en evidencia: su
carácter profético como vaticinio de la era
del triunfo del Inmaculado Corazón de María.
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Al publicar la Encíclica “Ad
Caeli Reginam”
el Santo Padre Pío XII tuvo la intención de
destacar, con un acto de máxima importancia
las manifestaciones de devoción mariana con
las que se edificó la Cristiandad en el
curso del Año Jubilar de la Inmaculada
Concepción (1954). Él lo dijo con términos
explícitos:
“… como para coronar estos testimonios todos
de Nuestra piedad mariana, (…) para concluir
útil y felizmente el Año Mariano que ya está
terminando, (…) hemos determinado instituir
la fiesta litúrgica de la "Bienaventurada
María Virgen Reina".
De la importancia de este acto habla el
mismo Pontífice cuando declara que “este
gesto lleva consigo la gran esperanza de que
pueda surgir una nueva era, alegrada por la
paz cristiana y del triunfo de la Religión.”
El Pontífice incluso dijo que tal esperanza
tiene razones muy serias y profundas: “Adquirimos la convicción, después de
maduradas y ponderadas reflexiones, de que
sobrevendrán grandes ventajas para la
Iglesia” si la Realeza de María “sólidamente demostrada, resplandeciera con
mayor evidencia a los ojos de todos, como
luz más radiante puesta sobre el
candelabro.”
Bien entendido, esta gracia que se dirige al
corazón del hombre tiene que reformar su
alma: “En el culto y a imitación de una
tan grande Reina los cristianos se sentirán
por fin realmente hermanos y, dominada la
envidia y los inmoderados deseos de riqueza,
promoverán el amor social, se respetarán los
derechos de los pobres y amarán la paz.” No se trata tanto de promover un movimiento
mariano puramente externo y formal, como de
llamar a las almas a una colaboración seria
y eficaz con las gracias que recibirán de la
Madre: “Nadie, pues, se crea a hijo de
María, digno de ser acogido bajo su
poderosísima tutela, si no sigue su ejemplo,
mostrándose humilde, justo y casto, sin
lesionar o perjudicar, ayudando y
confortando.”
Estas palabras del Pontífice merecen la más
cuidadosa meditación. De un lado, Su
Santidad habla contra la envidia: alusión
evidente al comportamiento de enteras masas
de hombres que, a veces amargados por
injustas adversidades y, principalmente,
envenenados por los principios demagógicos
de la Revolución francesa y del comunismo,
odian a los ricos solo porque les envidian
los bienes y desean destruir toda jerarquía
social. El Santo Padre habla incluso del
deseo desmedido de riquezas. Éste es un mal
que atormenta a todos o a casi todas las
naciones de la tierra. Los potentados de la
industria y del comercio, acumulando en sus
manos inmensas fortunas —contra las cuales
los patrimonios de las aristocracias del
pasado serían casi insignificantes—
transformaron la economía en un reino
cerrado, donde deciden a su arbitrio el alza
y la baja de los precios, la circulación y
el empleo de las riquezas. A veces oprimen
al Estado, a veces son oprimidos por el
mismo Estado cuando sube la ola de la
demagogia. Y así la sociedad se ve cada vez
siempre más constreñida entre las dos formas
más o menos veladas de la dictadura: aquella
de la oligarquía financiera y aquella de la
masa. De esto sólo puede suceder el
estrangulamiento de las auténticas élites
sociales e intelectuales, la opresión del
trabajador pacífico y concienzudo, la
disminución de la pequeña y mediana
burguesía. El miserable fenómeno de la lucha
de clases, en lo que tiene de más falso y
peor —camarillas de sanguijuelas de la
economía o de vulgares demagogos— devora lo
que existe en la sociedad, a todos los
niveles, de más auténtico y excelente. ¿Quién
no podría percatarse de cuánto de opuesto
tiene todo esto al “amor social” del que nos
habla el Pontífice? Para proteger la
sociedad de este sojuzgamiento de los peores
sobre los mejores, el Pontífice proclama en
el mundo la Realeza de Maria.
Esta reforma social es ciertamente una obra
ingente. Tanto más cuanto el Sumo Pontífice
Pío XII la sitúa esencialmente en términos
de reforma moral. Pero María tiene un
inmenso poder sobre el alma humana, y a Ella
deben acercarse los hombres no sólo “pedir ayuda en la adversidad, luz en las
tinieblas, confortación en el dolor y las
lágrimas”, sino también “para
implorar la gracia que vale más que
cualquier otra cosa”, a fin de “liberarse de la esclavitud del pecado.”
La proclamación de la soberanía de Maria en
la encíclica “Ad Caeli Reginam”, la
institución de su fiesta anual el 31 de Mayo
[trasladada luego al 22 de Agosto], la
coronación de la imagen de la Virgen “Salus
Populi Romani” realizada por el mismo
Pontífice, todo esto puede, pues, y tiene
que servir de punto de salida para una nueva
era histórica: la era de la Realeza de
Maria.
Con la prudencia que caracteriza a la Santa
Iglesia, la encíclica “Ad Coeli Reginam”
funda la dignidad real de María en
argumentos basados solo en temas teológicos.
No sería superfluo, entretanto, recordar que
este gran día de la proclamación de la
Realeza Universal de Maria, y la esperanza
de una era de triunfos y de gloria para la
Religión, es el objeto de los anhelos de las
almas más devotas desde hace siglos.
Uno de los hechos más importantes de la
historia de la Iglesia desde el
protestantismo fue indudablemente la
difusión de la devoción al Sagrado Corazón
de Jesús. Aunque esta devoción no fuera
desconocida por los santos anteriores, su
propagación tuvo como punto de partida las
revelaciones recibidas por Santa María
Margarita Alacoque en Paray-le-Monial en el
siglo XVII, y se acentuó en las generaciones
siguientes hasta alcanzar su apogeo al
principio de este siglo. Al lado de la
difusión de esta devoción, otra gran
corriente de piedad tuvo principio también
en Francia y fue ella la esclavitud de amor
a la Virgen, del que fue su máximo doctor
San Luis María Grignion de Montfort, con su
“Tratado
de la verdadera devoción a la Virgen María”.
El punto de conjunción, —si así pudiera
decirse, de cosas sustancialmente unidas—
de
estos dos grandes manantiales de gracias
fue la devoción al Inmaculado Corazón de
María, del que fue su doctor y máximo
predicador un gran santo español, Antonio
María Claret, que en el siglo XIX fundó la
Congregación de los Misioneros Hijos del
Inmaculado Corazón de María, conocidos como
los Claretianos.
Los santos que más se han distinguido en la
enseñanza de la devoción al Sagrado Corazón
de Jesús también escribieron palabras
impregnadas de esperanza en la victoria de
la Realeza de Jesucristo, después de los
días difíciles en que vivimos, y rezar por
esta victoria ha sido uno de los objetivos
esenciales del “Apostolado de la Oración” de
todo el mundo. Por otra parte, los escritos
de San Luis Grignion de Montfort están
llenos de destellos proféticos (usamos esa
palabra con las precauciones del buen
lenguaje católico) sobre la Realeza de la
Santísima Virgen María, como término de la
era de catástrofes iniciada con la
seudo-Reforma protestante.
La Realeza de Jesucristo y la Realeza de la
Santísima Virgen María no son cosas
diferentes. El reinado de María no es otra
cosa que un medio —o más bien el medio— para
el cumplimiento de la Realeza de Jesucristo.
El Corazón de Jesús reina y triunfa en el
reino y el triunfo del Corazón Inmaculado de
María. El reino y el triunfo del Inmaculado
Corazón de María no son sino la realización
del triunfo y el Reino del Corazón de Jesús.
Por lo que estas dos grandes fuentes de la
devoción, nacidas poco después del
protestantismo, como que caminan hacia el
mismo objetivo, para la preparación del
mismo hecho: la Realeza de Jesús y María en
una nueva era histórica.
Estas consideraciones no pueden ser extrañas
a lo que los pastorcitos escucharon del
Inmaculado Corazón de María en Fátima. La
Virgen les puso bien clara la alternativa
entre una época de fe y de paz, en el caso
de ser atendidas sus admonitorias
solicitudes… O una época de persecuciones,
en el caso de no ser atendidos sus
requerimientos. Como condición para esta
época de fe y de paz, la Señora indicó
principalmente la consagración del mundo a
su Inmaculado Corazón y la conversión de la
vida.
Viendo el Santo Padre Pío XII, —que ya había
consagrado Rusia y el mundo al Inmaculado
Corazón de María—, disponer que sea
obligatoria tal consagración todos los años
en la fiesta de la Realeza de María, ¿quien
puede escapar a la idea de que el Papa da un
importantísimo impulso a la realización de
aquello que tantas y tantas almas piadosas
esperaban que se realizara desde siglos
pasados? ¿quién puede dejar de ver que el
Pontífice abre las puertas de la Era de
María en la historia del mundo?
* * *
En la encíclica “A Diem Illum”, por la
conmemoración del cincuentenario de la
promulgación del dogma de la Inmaculada
Concepción, San Pío X recordó los frutos
admirables que este hecho produjo: los
milagros de Lourdes y la definición de la
infalibilidad papal.
En este centenario, ¿menguarán los frutos
tal vez? ¡No! La Providencia quiso que
broten de las manos sagradas de Pío XII.
Estos frutos fueron la proclamación del
dogma de la Asunción y la proclamación de la
Realeza de María. ¿Qué puede ser más rico,
más fecundo y más bello?
Inmaculada Concepción
Francisco Martínez -
Escudo de monja, S. XVIII
NOTAS:
[1]
Traducción y adaptación por
"Fátima La Gran Esperanza".
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