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Arcangel
Gabriel -
Iglesia de Saint-Pierre de Chauvigny
- Francia |
"Hodie
in Terra Canunt Angeli, Laetantur
Archangeli,
Hodie exsultant Justi"
El nacimiento del Salvador constituyó en sí mismo un
honor de infinito valor para el género humano. El Verbo
de Dios podría haber unido a Sí, hipostáticamente,
alguno de los Ángeles más santos y resplandecientes de
las alturas celestes. Por el contrario, prefirió ser
hombre, hacerse carne, pertenecer por su humanidad a la
descendencia de Adán: don absolutamente gratuito;
ennoblecimiento para nosotros de un valor inefable;
punto de partida histórico, para nosotros, de otros
dones también ellos insondables.
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Así, en la previsión de que el Verbo se encarnaría, ya
la Providencia creó un ser que contenía en sí
perfecciones mayores que las de todo el universo
reunido: la Santísima Virgen. Y para Ella suspendió la
sucesión hereditaria del pecado original. De los méritos
previstos de la Redención, se había alimentado la virtud
de todos los justos de la antigua ley. Pero esa multitud
de elegidos estaba sentada "a las puertas de la muerte"
( Sal. 106, 18 ), a la espera de que se inmolase por
todos nosotros el Cordero de Dios.
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"Cuando
Jesucristo nació, el mundo conocido
vivía un epílogo. Egipto había
florecido y cayó, así como los otros
pueblos. Y Roma estaba también a
punto de entrar en el largo ocaso
que llevaría a su desintegración". |
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Y no eran solo ellos quienes esperaban. Por así decir,
como detenida en una muda expectativa estaba toda la
Historia. En
el momento en que Jesucristo nació, el mundo conocido
vivía en un período de epílogo. Había
florecido Egipto y, llegado a una cierta culminación,
cayó. Lo mismo se podía decir de los otros pueblos,
caldeos, persas, fenicios, escitas, griegos y tantos
más. Por fin, los romanos estaban también a punto de
entrar en el largo ocaso que, con períodos de decadencia
rápida, de estancamiento más o menos prolongado, de
efímera reacción, condujo desde Augusto hasta su remoto
sucesor y miserable homónimo, Rómulo Augústulo, el
último emperador.
Todos estos imperios habían subido lo suficientemente
alto para atestar la profundidad y la variedad de los
talentos y capacidades de los respectivos pueblos. Pero
el nivel más o menos igual a que todos se habían alzado
no estaba a la altura de las aspiraciones de las almas
verdaderamente nobles. Se diría que esas magníficas
civilizaciones habían dejado patente, no tanto lo que
tenían, sino lo que les faltaba, y la incurable
incapacidad del talento, de la riqueza y de la fuerza de
los hombres para construir un mundo digno de ellos.
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Todo esto constituía, en Asia como en África o en
Europa, una atmósfera irrespirable, que se sumaba al
tormento de los esclavos en su vida ya tan miserable, y
minaba secretamente los ocios y los deleites de los
ricos.
Opresión
imponderable pero omnipresente, impalpable pero
evidente, indescriptible pero muy definida. El
curso de la historia había encallado en un lodazal de
corrupción lleno de los escombros del pasado, en el cual
solo las formas malsanas de vida aún se hacían patentes.
Así, en el terreno político, se vivía un fin de lucha
entre dos expresiones de demagogia: anárquica y
agitadora, o militar y despótica. En el terreno
cultural, el escepticismo religioso, devorando las
idolatrías antiguas. En el terreno internacional, las
varias patrias acabando de deteriorarse en el recipiente
del Imperio, para constituir ese moloch cosmopolita
anorgánico en que se transformó Roma. En el terreno
moral, la depravación de las costumbres dominando la
existencia cotidiana. En el terreno social, el oro
enarbolado en valor supremo. Para los bien instalados,
las cosas corrían placenteramente, en la apariencia.
Pero en épocas tales, los bien instalados son
habitualmente la escoria moral e intelectual del país. Y
los mejores padecen, precisamente, los mil tormentos de
las situaciones inmerecidas e inadecuadas.
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Véase el cuadro del pueblo elegido, en el momento en que
el Verbo se encarnó. Herodes ceñía la diadema de Rey. De
hecho, sin embargo, era un facineroso de los peores del
reino, mediocre, voluptuoso, cruel, consciente
instrumento del opresor para engañar a los judíos con
las apariencias de una realeza vana. Los sacerdotes
eran, en lo que respecta al espíritu de fe, a la
sinceridad y al desprendimiento, la ralea de la
Sinagoga. La casa real de David vivía despreciada y en
la mayor oscuridad. Los justos eran los "marginales" de
ese orden de cosas tan fundamentalmente malo que acabó
por excluir de su seno y matar al Justo. Entonces, ¿qué
más? Era el fin.
“La luz brilló en las
tinieblas”
Pues fue en las tinieblas de este fin que, cuando menos
se pensaba, y donde menos se esperaba, una luz muy pura
se encendió. En esta luz existía el anuncio de la hora
de la Encarnación, la promesa implícita de la Redención
tan esperada y de la nueva era que comenzó para el mundo
con el incendio de Pentecostés. Es el esplendor de esta
luz, inaugurando en las tinieblas una aurora que
triunfalmente se transformó en día; es el cántico de
sorpresa y esperanza delante de esa renovación
sobrenatural, el anhelo y el pregusto de un orden nuevo
basado en la fe y en la virtud, que los fieles de todos
los siglos se complacen en considerar, cuando sus ojos
se detienen en el Niño Dios, acostado en el pesebre,
sonriendo enternecido para la Virgen Madre y su
castísimo Esposo.
Sorprendente analogía
También hoy, una inmensa opresión pesa sobre nosotros.
Es inútil intentar disfrazar la gravedad de esta hora,
poniendo en acción las castañuelas y las panderetas de
un optimismo ya ahora sin resonancia. Con la única
diferencia de que tenemos en nuestros días a la Santa
Iglesia, la
situación del mundo es terriblemente parecida con la del
tiempo en que ocurrió la primera Navidad.
También entre nosotros, el comunismo marca un fin. Es el
epílogo de la decadencia religiosa y moral iniciada con
el protestantismo en el siglo XVI. En ese epílogo se
desvanece el mundo burgués, cada vez más intoxicado de
sincretismo, socialismo y sensualidad. Y, como si esto
no bastase, Rusia acelera este proceso de decadencia,
difundiendo sus errores en todos los países.
Tenemos entre nosotros a la Iglesia, es verdad. Pero
esa augusta y sobrenatural presencia no salva sino en la
medida en que los hombres aceptan su influencia. Si la
repelen, están por algunos aspectos más expuestos al
castigo que los propios paganos. Los judíos tuvieron
entre ellos al Hombre-Dios. Lo rechazaron y fueron
punidos por una ruina más terrible y mucho más próxima
que la de los romanos.
Ahora, ¿cuál es la situación de la Iglesia en nuestros
días? Nos viene el deseo de sonreír, y más aun de
llorar, cuando alguien nos dice pura y simplemente que
es buena.
Es claro que, por algunos lados, esa situación puede ser
llamada buena. Más o menos como se podría decir en el
Domingo de Ramos que era grande el entusiasmo de los
judíos hacia Nuestro Señor.
Pero decir que la situación de la Iglesia es buena hoy
en día, en el conjunto de sus aspectos, y tomados en la
debida cuenta los factores positivos y negativos... Hay
en esto una afrenta a la verdad.
En efecto, solo es buena para la Iglesia la situación en
que la cultura, las leyes, las instituciones, la vida
doméstica y cotidiana de los particulares son conformes
a la Ley de Dios. Que eso no se da hoy, nada es más
notorio. Entonces, ¿por qué tapar el sol con la mano?
Que los bien instalados puedan desear la duración de
esta lenta agonía, es algo comprensible. También los
microbios, si pudiesen pensar, preferirían matar
lentamente a su víctima, pues la agonía de esta es la
opulencia de ellos y la muerte de ella será también
muerte para ellos. Individuos que en general no tienen
mérito para estar donde los vientos del caos los
alzaron, tienen todas las razones para desear que no
vuelva el orden: pues en este caso volverían al polvo.
Pero ellos mismos no pueden escapar al malestar profundo
del momento que pasa, y no pueden dejar de estremecerse
con los relámpagos que se desprenden, siempre más
frecuentes, de la atmósfera saturada.
La voz de Fátima
En lo alto, sin embargo, de esa montaña sagrada que es
la Iglesia,
se yergue la imagen maternal y melancólica de Nuestra
Señora de Fátima.
Y de allá parten hacia el mundo oprimido las
claridades de esperanza que le vino a traer
la Reina del Universo, claridades
que suscitan entre nosotros esperanzas análogas a las
que la Buena Nueva despertó en la humanidad antigua.
Análogas es decir poco. Son claridades que brotan de la
Iglesia, y, pues, de Jesucristo. Claridades que
simplemente prolongan y reafirman las de la primera
noche de Navidad.
“Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará”,
dijo la Virgen en su tercera aparición en la Cova da
Iria.
Oh, neopaganismo, mil veces peor que el paganismo
antiguo, tus días están contados. Caerá el poderío
soviético, y se derrumbará también la influencia de la
Revolución en el Occidente. Nuestra Señora lo dijo. Y
delante de Ella son impotentes todos los grandes de la
tierra y todos los príncipes de las tinieblas.
El Triunfo del Inmaculado Corazón de María, ¿qué puede
ser si no el Reinado de la Santísima Virgen, previsto
por San Luis Maria Grignion de Montfort?
Y ese Reinado, ¿qué puede ser, sino aquella era de
virtud en que la humanidad, reconciliada con Dios, en el
regazo de la Iglesia, vivirá en la tierra según la Ley,
preparándose para las glorias del Cielo?
En este conturbado año, en la noche de Navidad no
pensemos en los males que nos rodean, sino para
confirmar nuestra convicción de que Jesucristo venció
por todo y siempre al demonio, el mundo y la carne, y
que prepara, después de pruebas terribles, días que
resplandecerán de la más alta gloria para su Madre
Inmaculada.
NOTAS
[1] “Hodie in terra canunt Angeli, Laetantur Archangeli,
hodie exultant justi" – Antífona de las segundas
vísperas de la Navidad. Adaptado del artículo publicado
originalmente en “Catolicismo” N° 84,
diciembre de 1957.
Traducción
y adaptación por
"Tradición
y Acción -
Por un Perú mayor".
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