|
Orar y luchar, estas son las
ocupaciones del monje
guerrero, que consagró toda
su vida al servicio de la
Iglesia. En la oración, le
pide a Dios que le preserve
a sí mismo y a los justos,
contra las embestidas del
diablo, del mundo y de la
carne; y que a través de los
caminos de la misericordia
reconduzca los enemigos de
la Iglesia a la vida de la
gracia. En el momento del
combate, extermina
implacablemente a los
inicuos para que no pierdan
almas rescatadas por la
sangre infinitamente
preciosa de Nuestro Señor
Jesucristo. El amor y el
odio son las dos virtudes de
las cuales el monje guerrero
es un magnífico ejemplo.
[Monumento funerario de D.
Martim Vásquez de Arce,
llamado Doncel de Sigüenza,
caballero de la ilustre
Orden Religiosa y Militar de
Santiago de la Espada — en
la Catedral de Sigüenza,
España — siglo. XV.] |
En un artículo anterior (véase
“Catolicismo”
Nº 34, octubre de 1953)
prometimos presentar la solución dada
por Santo Tomás de Aquino al problema de
la legitimidad del odio. Como
recordamos, el romanticismo generalizó
entre nosotros la falsa noción de que
amar es siempre virtud, y el odiar es
siempre pecado.
Santo Tomás nos muestra que, por el
contrario, el odio a veces puede ser
un grave deber.
Publicando el texto del mismo Doctor
Angélico (Suma Teológica, IIa. IIae.,
a.6), le acompañamos de algunas notas
diseñadas para facilitar la aplicación
de los principios por el enseñados a
casos concretos verificados con
frecuencia en la vida cotidiana.
Para aquilatar la importancia de este
texto, es importante recordar la
autoridad de Santo Tomás, no sólo como
el máximo teólogo de la Iglesia, sino
también como santo, propuesto a la
veneración e imitación de los fieles.
ARTÍCULO 6
¿Se ha de amar
(2) a los
pecadores
(1) por caridad?
(3)
In Sent.
2 d.7 q.3 a.2 ad 2; 3
d.28 a.4; In Gal.
c.6 lect.2; De
carit. a.8 ad 8 y 9; op.4
De duob.
praecept.
Objeciones
por
las que parece que los pecadores no han
de ser amados por caridad:
|
Odio malvado habui -
Odié a los inicuos (Salmos 118, v.13 ) |
1.
En el salmo
se dice:
Tuve odio a los inicuos (Sal 118,113). Ahora bien, David tenía
caridad. Luego los pecadores más han de
ser odiados que
amados.
2. Más
aún:
En expresión de San
Gregorio en la homilía de Pentecostés,
la prueba
del amor es la acción visible [In
Evang. 2 hom.30: ML
76,1220.].
Ahora bien, a los pecadores, los justos, lejos de obras de amor,
les dan muestras de odio,
como vemos en el salmo: Desde la mañana mataba a todos los pecadores de la tierra (Sal 100,8); y el Señor, por su parte,
ordenó: No consentirás que viva el
malhechor (Ex 22,18). En consecuencia, los
pecadores
no deben ser amados con
caridad.
3. Y
también:
Corresponde a la amistad querer
y desear el bien para los amigos. Mas, a título
de caridad,
los santos desean el mal para
los pecadores, según la Escritura: Váyanse al infierno los
pecadores (Sal 9,18). Luego éstos
no deben
ser amados
con caridad.
4. Todavía
más:
Es propio de los
amigos gozarse y querer
lo mismo. Pues bien, la caridad no hace querer
lo que los pecadores quieren ni
gozarse en lo que
ellos se gozan, sino más
bien al contrario. En conclusión, los
pecadores no deben ser amados con
caridad.
5. Finalmente,
es propio de los
amigos convivir, como
se dice en VIII Ethic. [Aristoteles, c.5 n.3 (BK
1157b19): S. TH.,
lec.5.].
Pero el Apóstol amonesta a no convivir
con los pecadores diciendo: Salid de en
medio de ellos (2 Cor 6,17). Por tanto, no se debe
amar a los
pecadores por caridad.
En
cambio,
está
lo
que
afirma
San
Agustín en I De doctr. christ. [C.30:
ML
34,31.]:
Amarás a tu
prójimo,
lo
cual equivale
a
hay
que
tener a todo hombre por prójimo.
Pues
bien,
los pecadores no dejan de ser hombres, ya
que
el pecado no
destruye
la
naturaleza. Luego los pecadores
deben ser amados por
caridad.
Solución.
Hay que decir:
En los pecadores se
pueden considerar
dos cosas; a
saber:
la
naturaleza y la culpa. Por su
naturaleza,
recibida de Dios, son
en verdad capaces de la
bienaventuranza,
en cuya
comunicación está
fundada
la caridad,
como hemos visto (a.3;
q.23 a.1 y
5).
Desde este
punto
de
vista,
pues, deben ser
amados
con
caridad
(4).
Su
culpa, en cambio, es contraria a
Dios y constituye
también un obstáculo para la bienaventuranza.
Por
eso, por la culpa que les sitúa en oposición a Dios,
han
de ser odiados todos,
incluso
el
padre,
la madre y
los parientes, como se
lee
en la
Escritura (Luc
14,
26)
(5).
Debemos, pues, odiar en los pecadores el serlo y
amarlos
como
capaces
de la bienaventuranza
(6).
Esto es
verdaderamente
amarlos en caridad
por
Dios.
Respuesta
a
las
objeciones:
1. A
la primera hay que decir:
El
profeta
odió a los inicuos en
cuanto
tales,
detestando
su iniquidad
(7), que es
su maldad. Este es el odio
perfecto
del
que
dice: Con odio perfecto les
odié
(Sal
138,22).
En verdad, el mismo
motivo
hay para
detestar
el mal de uno
que
para
amar su bien. Por lo tanto,
incluso
ese
odio perfecto pertenece a la
caridad
(8).
2. A
la segunda hay que decir:
A los amigos que
incurren
en pecado, según el
Filósofo
en IX Ethic. [Aristoteles,
c.3
n.3
(BK
1165b13):
S.TH.,
lect.3.],
no se
les
debe
privar de
los
beneficios
de la amistad en tanto haya esperanza de su curación. Al
contrario, mayor auxilio se
les
debe
prestar para recuperar
la
virtud
que
para
recuperar
el dinero, si lo
hubieran
perdido, dado que la virtud
es más
afín
a la amistad
que
el dinero
(9). Mas cuando incurren en
redomada
malicia
y se tornan incorregibles
(10),
no
se les debe
dispensar
la
familiaridad de amistad. Por
eso,
esta
clase
de pecadores, de quienes se
supone
que son más perniciosos
para
los demás que susceptibles de
enmienda, la ley divina y humana
prescriben su
muerte. Esto, sin embargo, lo
sentencia
el
juez,
no por
odio hacia
ellos,
sino
por el amor de caridad, que
antepone el
bien público a la vida de una
persona
privada.
No obstante, la
muerte
infligida por el
juez aprovecha al pecador: si se convierte, como
expiación
de su culpa; si no se
convierte,
para poner término a
su culpa, ya que
con eso se le priva de la posibilidad
de
pecar
más.
|
Mendaces, male bestiae
- Mentirosos, bestias perversas
(Epístola de San Pablo a Tito, cap. 1,
vers. 12 ) |
3. A
la tercera hay que decir:
Las imprecaciones que
vemos en la
Escritura
se pueden
interpretar
de tres maneras. La
primera,
a modo de presagio, no
como deseo;
así vayan los pecadores
al infierno quiere
decir:
los pecadores irán al
infierno. La
segunda, como deseo, con
tal de que el anhelo del
que
desea no se
refiera
al castigo de los
nombres,
sino a la justicia de
quien
castiga,
conforme
al salmo
57,11;
Se
alegrará el justo
al
ver
la
venganza. Ciertamente, ni el
mismo
Dios
castigador
se
alegra
con
la
perdición de los
impíos,
como afirma también la Escritura (Sab
1,13), sino en su justicia,
como
afirma
el salmo:
Porque
el
Señor
es
justo
y
ama
la
justicia
(11) (Sal
10,8). La tercera,
como deseo de remoción de la culpa, y no
como deseo de la pena misma: se
desea
que
sean eliminados los
pecados
y que vivan
los
hombres.
4. A
la cuarta hay que decir:
Por caridad
amamos
a los pecadores, no
para
querer lo que quieren ellos,
o
gozarnos
de lo que
ellos
gozan, sino para llevarlos
a querer lo que queremos nosotros y a
gozarse
de lo que nos
gozamos
(12).
De
ahí
estas palabras de
Jeremías
(15,19):
Ellos se convertirán a ti
y tú no te convertirás a dios.
5. A
la quinta hay que decir:
Se
debe
evitar, ciertamente, que
los
débiles con-
vivan con
los
pecadores
por
el peligro que corren de
verse
pervertidos
por ellos. En
cuanto
a los
perfectos
(13),
en cambio,
cuya
corrupción no se teme, es
laudable
que
mantengan
relaciones con
los
pecadores para
convertirlos.
Así
el
Señor
comía
y
bebía con ellos, como consta
en la Escritura (Mt
9,10-11).
Sin
embargo, se debe
evitar
la convivencia con los
pecadores en un consorcio de pecado.
Así dice el Apóstol: Salid de en
medio de ellos y no toquéis nada
inmundo (2
Cor
6,17),
o
sea, el consentimiento en el
pecado
(14).
[Nota de
este
sitio: texto
retirado de
la Suma
Teológica de
BAC (Biblioteca de
Autores Cristianos),
Vol. III,
Madrid,
1990, pág. 243].
NOTAS
(1)
— Santo Tomás trata en este artículo de
las disposiciones interiores que debemos
tener con relación al prójimo. Y para
ello clasifica a los hombres en dos
grandes grupos, los justos y los
pecadores. Puesto que es obvio que
debemos amar a los justos, el sujeto
sólo da lugar a problemas con respecto
al amor que debemos tener por los
pecadores.
Consideramos indispensable considerar,
antes de continuar en el estudio del
texto de la Doctor Angélico, la
importancia de esta regla establecida
por él: el hecho de que alguien sea
justo o pecaminoso tiene una profunda
influencia en la amistad que se tiene
sobre él.
¡Cómo eso se opone al sentimentalismo
brasileño! Somos propensos a amar a la
gente porque nos tratan bien, porque nos
son útiles, porque nos divierten, porque
su fisonomía nos agrada, porque estamos
muy acostumbrados a su compañía, porque
son nuestros parientes, etc., etc. Y tal
es en nuestro espíritu el peso de estas
razones, que no tomamos en la más mínima
consideración un punto esencial, que
domina todo el tema: ¿es esta persona
un justo o un pecador?
Un maestro debe preferir discípulos bien
comportados, estudiosos, piadosos, a
otros que, sin piedad, aplicación,
disciplina, son hábiles en el arte de
halagar y divertir a los maestros. Un
padre debe preferir un hijo bueno pero
feo o poco inteligente a un hijo
brillante pero impío o de vida impura.
Entre los colegas, nuestra admiración no
debe ir a los más divertidos, los más
atractivos, los más ricos o los más
exitosos en la vida, sino a los más
virtuosos. No podemos dar a alguien el
tesoro de nuestra amistad sin saber si
tal persona es o no un enemigo de Dios:
el hombre que vive en pecado grave es un
enemigo de Dios, y si amamos a Dios
sobre todas las cosas no podemos amar
indiferentemente a los que le aman y a
los que le ofenden. ¿Qué diríamos de un
hijo que fuese amigo de personas que
gravemente, injustamente, públicamente,
injurian a su padre? Porque esto es lo
que hacemos cuando admitimos en nuestra
amistad apóstatas, autores de herejía,
gente desedificante, parejas
constituidas “en Uruguay”, etc.
[De este sitio: notar que este
artículo es de 1953. En aquel entonces
el único país de América que tenía la
plaga del divorcio era Uruguay, para
donde se iban a "casar" las parejas
desechas de Brasil. De ahí la expresión
"parejas de Uruguay" usada por el Prof.
Plinio]
(2)
— Amar no significa necesariamente
sentir demasiada ternura, porque el amor
verdadero reside esencialmente en la
voluntad. Querer bien a alguien es
quererle seriamente todo lo que de
acuerdo con la recta razón y la fe es
bueno para él: la gracia de Dios y la
salvación del alma primero, y luego todo
lo que no desvíe de este fin, antes que
conduzca a él. El amor se comprueba por
las obras. Porque si queremos seriamente
el bien del prójimo, expresamos esta
disposición de alma no sólo por palabras
de afecto y agrado —lo que en realidad
es perfectamente legítimo en sí mismo—,
sino también a través de esfuerzos y
sacrificios. ¿Debería dedicarse también
ese amor a los pecadores? Ese es el
punto tratado por el Doctor Angélico
aquí.
(3)
— La caridad es el amor de Dios por
encima de todas las cosas. Por lo tanto,
la pregunta es equivalente a esta otra:
ya que amamos a Dios sobre todas las
cosas, ¿debemos amar por amor de Dios a
los pecadores, que son Sus enemigos?
(4)
— La naturaleza humana es obra de Dios,
y por lo tanto es buena. Por tanto, en
tesis, debemos amar a todos los hombres,
aún aquellos que no son capaces de
mérito o culpa como niños que no han
alcanzado la edad de la razón, los locos
o los enfermos mentales desde el
nacimiento, etc. En este sentido,
debemos amar —es decir, querer el bien—
a los pecadores, porque también son
hombres. Por lo tanto, debemos desearles
todo el bien, pero no de la misma manera
que a los justos, como se verá a seguir.
(5)
— El texto de San Lucas dice: “Si
alguno viene donde mí y no odia a su
padre, a su madre, a su mujer, a sus
hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y
hasta su propia vida, no puede ser
discípulo mío”
[Lc. 14,26]. Es un error asumir que
Nuestro Señor no enseñó el odio. Hay un
odio santo, que es una virtud
evangélica. Un amor que no generase odio
no sería amor. De hecho, si amo a
alguien, debo odiar lo que le trae, no
bien, pero mal. Y es este santo odio,
sus motivos, su naturaleza, sus límites,
los que en este capítulo se enseña
magníficamente.
(6)
— Estas palabras constituyen un
excelente comentario sobre la norma de
san Agustín, tan sabia y, sin embargo,
tan a menudo incomprendida: odiar el
error, amar a los que cometen errores (Dilige
Hominem, oderis vitium: Sermo 49,5 - P.
L. 38, 323; Oderit vitium, amet hominem:
De Civ. Dei, 1. 14, c. 6; Cum dilectione
hominum et odio vitiorum: Epist. 211, 11
- P. L. 33, 962).
A menudo se busca interpretar esta
máxima como si el pecado estuviera en el
pecador a la manera de un libro en una
estantería. Uno puede odiar el libro sin
tener la más mínima restricción contra
la estantería, porque, aunque una cosa
está dentro de la otra le es totalmente
extrínseca. Donde se podría odiar el
error sin odiar de ninguna manera al que
yerra. Pero la realidad es otra. El
error está en el que yerra como la
ferocidad está en la bestia. Una persona
atacada por un oso ¡no puede defenderse
disparando a la ferocidad, pero
preservando al oso y aceptando su abrazo
de par en par! Santo Tomás se expresa
con claridad meridiana. El odio debe
centrarse no sólo en el pecado
considerado en abstracto, sino también
en la persona del pecador. Sin embargo,
no debe llegar a toda esta persona:
eximirá su naturaleza, que es buena, las
cualidades que eventualmente tenga, y
recaerá sobre sus defectos, por ejemplo,
su lujuria, su iniquidad o su falsedad.
Pero, insistimos, no en la lujuria, la
iniquidad o la falsedad en tesis, sino
sobre el pecador como una persona
lujuriosa, impía o falsa.
(7)
— Se puede ver que odiar a la iniquidad
de los malos es lo mismo que odiar a los
malos en cuanto son inicuos. Odiar a los
malos en cuanto malos, odiarlos porque
son malvados, en la medida de la
gravedad del mal que hacen, y mientras
perseveran en el mal. Por lo tanto,
cuanto mayor sea el pecado, mayor será
el odio de los justos. En este sentido,
debemos odiar especialmente a los que
pequen contra la fe, a los que blasfeman
contra Dios, a los que arrastran a los
demás al pecado, porque les odia
particularmente la justicia de Dios.
(8)
— No se trata de un odio hecho sólo de
irascibilidad superficial. Es un odio
ordenado, racional y por lo tanto
virtuoso. Ese odio “pertenece a la
caridad”. ¡Por lo tanto, odiar
directa y virtuosamente es un acto de
caridad! Cómo esta verdad
conmocionaría a un hombre de “buen
corazón”.
|
Ex patre diabolo estis -
Sois hijos del diablo (Evangelio de San
Juan, cap.8, vers.44). |
(9)
— Los pecadores se dividen aquí en dos
categorías: los que dan esperanza de
enmienda, y los que no. A los primeros
se debe odiarlos como pecadores y
amarlos en cuanto hombres, en el
siguiente sentido: 1) se debe hacer todo
lo posible para que dejen el pecado; 2)
pero mientras perseveren en el mal deben
ser odiados.
Como es frecuente en la vida cotidiana
oírse con compasión los lamentos de una
persona que ha perdido su fortuna. Sus
amigos y parientes se mueven para
ayudarla a recuperar las posesiones. ¡Y
qué raro es oír a alguien quejarse con
aún mayor tristeza de que su pariente o
amigo haya perdido su virtud! ¡Como es
psicológica la comparación del Santo
Doctor!
Hacer todo para que alguien restaure la
virtud no es, ni puede ser una palabra
vana. Es necesario aconsejar, insistir,
hablar con afecto, con simpatía, con
severidad, es necesario sobre todo rezar
y hacer penitencia por aquellos que
deseamos reconducir a la gracia de Dios.
Porque sin oración y penitencia nada se
logra.
A veces nos exponemos al riesgo de
perder la amistad de un pecador, a la
fuerza de la insistencia. Mientras esta
sea sensata, no tengamos miedo de
este sacrificio, que Dios sabrá
considerar. Una de las pruebas más altas
de afecto que podemos dar a alguien es
sacrificar su amistad para ayudar a su
salvación.
(10)
— El pecador, en principio, siempre es
susceptible a la enmienda. Pero hay
pecadores tan ahincados al mal que su
conversión sólo se espera por una gracia
muy especial. Y como lo muy especial es
excepcional, por supuesto más hay que
temer que las almas en estas condiciones
se pierdan, que esperar que se salven.
Y, por otro lado, es más probable que
arrastren otros al pecado que se libren
de las garras de este.
Estos pecadores siguen mereciendo
nuestro amor, en el sentido de que
debemos orar y sacrificarnos para
obtener su salvación, y no debemos dejar
de incitarlos a la enmienda. Pero no
podemos tener un trato familiar y
amigable con ellos.
Además, por el mal que tienen en sí
mismos, y por el riesgo al que exponen a
los inocentes, merecen la muerte. El
doctor Angélico da la razón.
Hasta ahí llega la severidad de la
doctrina de la Iglesia. Y hasta ahí
llega también su misericordia. Pues
aprobando la pena de muerte cuando es
justo, acompaña a los condenados hasta
el último momento, con sus oraciones,
con las oraciones y sacrificios de almas
piadosas, e incluso de cofradías
especialmente fundadas para ello.
(11)
—
¡Cuántas personas son incapaces de
entender que debemos desear castigo para
los pecadores que amamos —enfermedad,
persecuciones, pobreza— si este es el
medio para enmendarlos y llevarlos de
vuelta a la gracia de Dios!
|
Increpa illos dure
-
Repréndelos con dureza (Epístola de
San Pablo a Tito, cap. 1, vers. 13). |
(12)
— El pecador quiere el pecado, ociosidad
y riquezas que favorezcan su disipación.
Si odiamos el pecado y queremos la
conversión del pecador, debemos desear
que le falten todos los medios
necesarios para el pecado. Por lo tanto,
debemos apoyar a todas las autoridades
eclesiásticas, familiares, sociales y
políticas que trabajan para eliminar lo
que lleva los súbditos al pecado: mala
prensa, mala radio, cines y teatros
inmorales, propaganda de doctrinas
opuestas a la de la Iglesia, etc.
(13)
— “Enfermo” o “débil” es aquí el hombre
que por razones especiales está
particularmente sujeto al pecado, y para
quien es una ocasión próxima lo que para
el común de la gente no lo es.
En principio, nadie puede exponerse
voluntariamente a la ocasión próxima del
pecado. Y si en circunstancias muy
excepcionales una persona reputada —no
por sí misma, sino por un director
prudente— como especialmente fuerte,
arrostra riesgos especialmente fuertes,
es porque, en el fondo, la ocasión del
pecado no es próxima.
(14)
— Hay que evitar la convivencia con las
personas de mala vida, de costumbres
depravadas, la frecuentación de lugares
indecentes, porque en esto se llega para
casi todos a una ocasión próxima de
pecado, y para todos una cohonestación
del mal y un escándalo para los buenos.
|