«Él será llamado Príncipe de la Paz y Su Reino no
tendrá fin»
Palabras de Isaías (9,6) en el introito de
la segunda misa de Navidad.
[Detalle de un fresco de Giotto (1266-1377) en la
Capilla Scrovegni, Padua]
CONSIDERANDO los hechos desde una amplia perspectiva
histórica, la Navidad fue el primer día de vida de la
civilización cristiana. Vida todavía germinativa e
incipiente, como las primeras claridades del sol que
nace; pero vida que ya contenía en sí todos los
elementos incomparablemente ricos de la espléndida
madurez a la que se destinaba. En efecto, si es verdad que la civilización es un hecho
social, que para existir como tal ni siquiera puede
contentarse con influenciar a un pequeño grupo de
personas, sino que debe irradiarse sobre una
colectividad entera, no se puede decir que la atmósfera
sobrenatural que emanaba del pesebre de Belén sobre los
que allí se encontraban ya estaba formando una
civilización. Pero si, por otra parte, consideramos que
todas las riquezas de la civilización cristiana se
contienen en Nuestro Señor Jesucristo como en su fuente
única, infinitamente perfecta, y que la luz que comenzó
a brillar sobre los hombres en Belén habría de dilatar
cada vez más su claridad, hasta extenderse sobre el
mundo entero, transformando mentalidades, aboliendo e
instituyendo costumbres, infundiendo un espíritu nuevo a
todas las culturas, uniendo y elevando a un nivel
superior a todas las civilizaciones, podría decirse que
el primer día de Cristo en la Tierra fue el primer día
de una era histórica.¿Quién lo habría de decir? No hay ningún ser humano más
débil que un niño. No hay casa más pobre que una gruta.
No hay cuna más rudimentaria que un pesebre. No
obstante, este Niño, en aquella gruta, en aquel pesebre,
iba a transformar el curso de la Historia.
¡Y qué transformación! La más difícil de todas, pues se
trataba no de acelerar el curso de las cosas en el rumbo
que seguían, sino de orientar a los hombres hacia el
camino más opuesto a sus inclinaciones: la vía de la
austeridad, del sacrificio, de la Cruz. Se trataba de
invitar a la Fe a un mundo completamente podrido por las
supersticiones, por el sincretismo religioso y por un
completo escepticismo. Se trataba de incitar a la
práctica de la justicia, a una humanidad habituada a
todas las iniquidades: el dominio despótico del fuerte
sobre el débil, de las masas sobre las élites, y de la
plutocracia —que reúne en sí todos los defectos de unas
y otras— sobre la propia masa. Se trataba de invitar al
desapego a un mundo que adoraba el placer en todas sus
formas. Se trataba de atraer hacia la pureza a un mundo
en que todas las depravaciones eran conocidas,
practicadas, aprobadas.Tarea evidentemente inviable, pero que el divino Niño
comenzó a realizar desde sus primeros momentos en esta
Tierra, y que ni la fuerza del odio judaico, ni la
fuerza del dominio romano, ni la fuerza de las pasiones
humanas podría contener.
DOS mil años después del nacimiento de Cristo parece que
hemos vuelto al punto inicial. La adoración del dinero,
la divinización de las masas, el gusto frenético por los
placeres más vanos, el dominio despótico de la fuerza
bruta, las supersticiones, el sincretismo religioso, el
escepticismo, en fin, el neopaganismo en todos sus
aspectos, han invadido nuevamente la Tierra.
Blasfemaría contra Nuestro Señor Jesucristo quien
afirmase que este infierno de confusión, de corrupción,
de revuelta, de violencia que tenemos por delante es la
civilización cristiana, es el Reino de Cristo en la
Tierra. Apenas sobrevive amenazando ruina una u otra
línea maestra de la antigua cristiandad en el mundo de
hoy. Pero en su realidad plena y global, la civilización
cristiana dejó de existir, y de la gran luz sobrenatural
que comenzó a refulgir en Belén, muy pocos rayos brillan
todavía sobre las leyes, las costumbres, las
instituciones y la cultura del siglo XX.¿Por qué ocurrió esto? ¿La acción de Jesucristo —tan
presente en nuestros tabernáculos como en la gruta de
Belén— habría perdido algo de su eficacia? Evidentemente
no.
Y si la causa no está ni puede estar en El, ciertamente
está en los hombres. Viniendo a un mundo profundamente
corrompido, Nuestro Señor y después de Él, la Iglesia
naciente encontró almas que se abrieron a la predicación
evangélica. Hoy la predicación evangélica se disemina
por toda la Tierra. Pero crece asustadoramente el número
de los que se niegan con obstinación a oír la palabra de
Dios, de los que, por Las ideas que profesan, por Las
costumbres que tienen, están precisamente en el polo
opuesto a la Iglesia.
«Lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non
comprehenderunt.»EN esto, sólo en esto, está la causa de la ruina de la
civilización cristiana en el mundo. Pues si el hombre no
es, no quiere ser católico, ¿cómo puede ser cristiana la
civilización que nace de sus manos?
Espanta que tantos hombres pregunten cuál es la causa de
la crisis titánica en la que el mundo se debate. Baste
imaginar que la humanidad cumpliese la Ley de Dios, para
que se entienda que ipso-facto la crisis dejaría de
existir. El problema, pues, está en nosotros. Está en
nuestro libre albedrío. Está en nuestra inteligencia,
que se cierra a la verdad; en nuestra voluntad, que
solicitada por las pasiones rechaza el bien. La reforma
del hombre es la reforma esencial e indispensable. Con
ella, todo estará hecho. Sin ella, todo lo que se haga
no será nada.
Esta es la gran verdad que se debe meditar en estas
fechas de Navidad. No basta que nos inclinemos ante el
Niño Jesús escuchando himnos litúrgicos al unísono con
la alegría del pueblo fiel. Es necesario que cuidemos
cada cual de su propia reforma, y de la reforma del
prójimo, para que la crisis contemporánea tenga
solución, para que la luz que brilla en el pesebre
vuelva a tener vía libre para su irradiación en todo el
mundo.MAS, ¿cómo conseguirlo? ¿Dónde están nuestros cines,
nuestras radios, nuestros diarios, nuestras
organizaciones? ¿Dónde están nuestras bombas atómicas,
nuestros tanques, nuestros ejércitos? ¿Dónde están
nuestros bancos, nuestros tesoros, nuestras riquezas?
¿Cómo luchar contra el mundo entero?
La pregunta es ingenua. Nuestra victoria se deberá
esencialmente y antes que nada a Nuestro Señor
Jesucristo. Bancos, radios, cines, organizaciones, todo
eso es excelente, y tenemos la obligación de utilizarlo
para la dilatación del Reino de Dios. Pero nada de esto
es indispensable. O en otros términos: si la causa
católica no contara con estos recursos, no por
negligencia y falta de generosidad nuestra, sino sin
culpa nuestra, el Divino Salvador hará lo necesario para
que venzamos sin eso. El ejemplo lo dieron los primeros
hijos de la Iglesia: ¿no venció ésta, a despecho de
haberse aliado contra ella todas las fuerzas de la
Tierra?
Confianza en Nuestro Señor Jesucristo, confianza en lo
sobrenatural: he aquí otra lección inestimable que nos
da la Navidad.
Y no terminemos sin recordar una enseñanza más, suave
como un panal de miel. Sí, pecamos. Sí, inmensas son las
dificultades que se nos deparan para volver atrás, para
subir. Si, nuestros crímenes y nuestras infidelidades
atrajeron merecidamente sobre nosotros la cólera de
Dios. Pero junto al pesebre tenemos a la Medianera
clementísima, que no es juez, sino abogada, que tiene en
relación a nosotros toda la compasión, toda la ternura,
toda la indulgencia de la más perfecta de las madres.
Con la mirada puesta en María, unidos a Ella, por medio
de Ella, pidamos en esta Navidad la gracia única, que es
lo que realmente importa: el Reino de Dios en nosotros y
a nuestro alrededor.Todo lo demás nos será dado por añadidura.
Beato Angélico,
Virgen con el Niño, la "Madonna de l'étoile", 1434
Convento de San
Marcos en Florencia, Italia
NOTAS
Traducción por
Covadonga Informa, Año VI, Núm.: 76, Diciembre de 1983 |