Plinio Corrêa de Oliveira

 

ET VOCABITUR PRINCEPS PACIS,

CUJUS REGNI NON ERIT FINIS

 

"Catolicismo" Nº 24, Diciembre de 1952

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«Él será llamado Príncipe de la Paz y Su Reino no tendrá fin»

 Palabras de Isaías (9,6) en el introito de la segunda misa de Navidad.

[Detalle de un fresco de Giotto (1266-1377) en la Capilla Scrovegni, Padua]

CONSIDERANDO los hechos desde una amplia perspectiva histórica, la Navidad fue el primer día de vida de la civilización cristiana. Vida todavía germinativa e incipiente, como las primeras claridades del sol que nace; pero vida que ya contenía en sí todos los elementos incomparablemente ricos de la espléndida madurez a la que se destinaba.

En efecto, si es verdad que la civilización es un hecho social, que para existir como tal ni siquiera puede contentarse con influenciar a un pequeño grupo de personas, sino que debe irradiarse sobre una colectividad entera, no se puede decir que la atmósfera sobrenatural que emanaba del pesebre de Belén sobre los que allí se encontraban ya estaba formando una civilización. Pero si, por otra parte, consideramos que todas las riquezas de la civilización cristiana se contienen en Nuestro Señor Jesucristo como en su fuente única, infinitamente perfecta, y que la luz que comenzó a brillar sobre los hombres en Belén habría de dilatar cada vez más su claridad, hasta extenderse sobre el mundo entero, transformando mentalidades, aboliendo e instituyendo costumbres, infundiendo un espíritu nuevo a todas las culturas, uniendo y elevando a un nivel superior a todas las civilizaciones, podría decirse que el primer día de Cristo en la Tierra fue el primer día de una era histórica.

¿Quién lo habría de decir? No hay ningún ser humano más débil que un niño. No hay casa más pobre que una gruta. No hay cuna más rudimentaria que un pesebre. No obstante, este Niño, en aquella gruta, en aquel pesebre, iba a transformar el curso de la Historia.

¡Y qué transformación! La más difícil de todas, pues se trataba no de acelerar el curso de las cosas en el rumbo que seguían, sino de orientar a los hombres hacia el camino más opuesto a sus inclinaciones: la vía de la austeridad, del sacrificio, de la Cruz. Se trataba de invitar a la Fe a un mundo completamente podrido por las supersticiones, por el sincretismo religioso y por un completo escepticismo. Se trataba de incitar a la práctica de la justicia, a una humanidad habituada a todas las iniquidades: el dominio despótico del fuerte sobre el débil, de las masas sobre las élites, y de la plutocracia —que reúne en sí todos los defectos de unas y otras— sobre la propia masa. Se trataba de invitar al desapego a un mundo que adoraba el placer en todas sus formas. Se trataba de atraer hacia la pureza a un mundo en que todas las depravaciones eran conocidas, practicadas, aprobadas.

Tarea evidentemente inviable, pero que el divino Niño comenzó a realizar desde sus primeros momentos en esta Tierra, y que ni la fuerza del odio judaico, ni la fuerza del dominio romano, ni la fuerza de las pasiones humanas podría contener.

DOS mil años después del nacimiento de Cristo parece que hemos vuelto al punto inicial. La adoración del dinero, la divinización de las masas, el gusto frenético por los placeres más vanos, el dominio despótico de la fuerza bruta, las supersticiones, el sincretismo religioso, el escepticismo, en fin, el neopaganismo en todos sus aspectos, han invadido nuevamente la Tierra.

Blasfemaría contra Nuestro Señor Jesucristo quien afirmase que este infierno de confusión, de corrupción, de revuelta, de violencia que tenemos por delante es la civilización cristiana, es el Reino de Cristo en la Tierra. Apenas sobrevive amenazando ruina una u otra línea maestra de la antigua cristiandad en el mundo de hoy. Pero en su realidad plena y global, la civilización cristiana dejó de existir, y de la gran luz sobrenatural que comenzó a refulgir en Belén, muy pocos rayos brillan todavía sobre las leyes, las costumbres, las instituciones y la cultura del siglo XX.

¿Por qué ocurrió esto? ¿La acción de Jesucristo —tan presente en nuestros tabernáculos como en la gruta de Belén— habría perdido algo de su eficacia? Evidentemente no.

Y si la causa no está ni puede estar en El, ciertamente está en los hombres. Viniendo a un mundo profundamente corrompido, Nuestro Señor y después de Él, la Iglesia naciente encontró almas que se abrieron a la predicación evangélica. Hoy la predicación evangélica se disemina por toda la Tierra. Pero crece asustadoramente el número de los que se niegan con obstinación a oír la palabra de Dios, de los que, por Las ideas que profesan, por Las costumbres que tienen, están precisamente en el polo opuesto a la Iglesia. «Lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt.»

EN esto, sólo en esto, está la causa de la ruina de la civilización cristiana en el mundo. Pues si el hombre no es, no quiere ser católico, ¿cómo puede ser cristiana la civilización que nace de sus manos?

Espanta que tantos hombres pregunten cuál es la causa de la crisis titánica en la que el mundo se debate. Baste imaginar que la humanidad cumpliese la Ley de Dios, para que se entienda que ipso-facto la crisis dejaría de existir. El problema, pues, está en nosotros. Está en nuestro libre albedrío. Está en nuestra inteligencia, que se cierra a la verdad; en nuestra voluntad, que solicitada por las pasiones rechaza el bien. La reforma del hombre es la reforma esencial e indispensable. Con ella, todo estará hecho. Sin ella, todo lo que se haga no será nada.

Esta es la gran verdad que se debe meditar en estas fechas de Navidad. No basta que nos inclinemos ante el Niño Jesús escuchando himnos litúrgicos al unísono con la alegría del pueblo fiel. Es necesario que cuidemos cada cual de su propia reforma, y de la reforma del prójimo, para que la crisis contemporánea tenga solución, para que la luz que brilla en el pesebre vuelva a tener vía libre para su irradiación en todo el mundo.

MAS, ¿cómo conseguirlo? ¿Dónde están nuestros cines, nuestras radios, nuestros diarios, nuestras organizaciones? ¿Dónde están nuestras bombas atómicas, nuestros tanques, nuestros ejércitos? ¿Dónde están nuestros bancos, nuestros tesoros, nuestras riquezas? ¿Cómo luchar contra el mundo entero?

La pregunta es ingenua. Nuestra victoria se deberá esencialmente y antes que nada a Nuestro Señor Jesucristo. Bancos, radios, cines, organizaciones, todo eso es excelente, y tenemos la obligación de utilizarlo para la dilatación del Reino de Dios. Pero nada de esto es indispensable. O en otros términos: si la causa católica no contara con estos recursos, no por negligencia y falta de generosidad nuestra, sino sin culpa nuestra, el Divino Salvador hará lo necesario para que venzamos sin eso. El ejemplo lo dieron los primeros hijos de la Iglesia: ¿no venció ésta, a despecho de haberse aliado contra ella todas las fuerzas de la Tierra?

Confianza en Nuestro Señor Jesucristo, confianza en lo sobrenatural: he aquí otra lección inestimable que nos da la Navidad.

Y no terminemos sin recordar una enseñanza más, suave como un panal de miel. Sí, pecamos. Sí, inmensas son las dificultades que se nos deparan para volver atrás, para subir. Si, nuestros crímenes y nuestras infidelidades atrajeron merecidamente sobre nosotros la cólera de Dios. Pero junto al pesebre tenemos a la Medianera clementísima, que no es juez, sino abogada, que tiene en relación a nosotros toda la compasión, toda la ternura, toda la indulgencia de la más perfecta de las madres.

Con la mirada puesta en María, unidos a Ella, por medio de Ella, pidamos en esta Navidad la gracia única, que es lo que realmente importa: el Reino de Dios en nosotros y a nuestro alrededor.

Todo lo demás nos será dado por añadidura.

Beato Angélico, Virgen con el Niño, la "Madonna de l'étoile", 1434

Convento de San Marcos en Florencia, Italia


NOTAS

Traducción por Covadonga Informa, Año VI, Núm.: 76, Diciembre de 1983