Plinio Corrêa de Oliveira

La posición de las naciones católicas

en una guerra entre

comunistas y protestantes

 

"Catolicismo" Nº 4, abril de 1951

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"Rusia extenderá sus errores por todo el mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia"

 

Con el telón de fondo del grave conflicto que se ha ido intensificando a lo largo de las fronteras entre Rusia y Ucrania —especialmente tras la firma del pacto de "alianza sin límites" entre Rusia y China, acordado en Pekín el pasado 4 de febrero—, muchos analistas internacionales empezaron a percibir el "olor a pólvora" que se extendía por el aire en varias naciones.

Algunos de ellos vislumbraron la posibilidad de que se hiciera realidad el viejo sueño del autócrata Vladimir Putin de restablecer la antigua URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), para lo cual la invasión de Ucrania sería sólo el primer paso. Otros plantean incluso la hipótesis de que un conflicto de este tipo podría degenerar en una Tercera Guerra Mundial, incluso con el uso de armas atómicas.

Nosotros, como católicos, no podemos dejar de relacionar este conflicto con las palabras proféticas de Nuestra Señora de Fátima. En efecto, el 13 de julio de 1917, en la tercera aparición a los tres pastorcitos, Lucía, Jacinta y Francisco, Ella profetizó:

“Si atendieren a mis ruegos, Rusia se convertirá y tendrán paz; si no, extenderá sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia; los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá mucho que sufrir, varias naciones serán aniquiladas; al final, mi Corazón Inmaculado triunfará.”

Guerra de civilizaciones, de culturas, de ideologías

Y, como católicos, no podemos dejar de señalar los efectos que una nueva guerra podría tener en la Iglesia e influir en todos los aspectos de la sociedad temporal. Es lo que comenta el profesor Plinio Corrêa de Oliveira, en su prenunciativo texto de abril de 1951, ahora puesto al alcance de nuestros visitantes de habla hispánica.

Con la invasión de Ucrania por Rusia, la situación bélica podría llevar al mundo a un nuevo y brutal "choque de civilizaciones" y a una "guerra cultural", generando revoluciones sociales y/o guerras civiles, causando incalculables destrucciones, no sólo materiales sino culturales, en el sentido de la expansión de la IV Revolución. Es decir, será una guerra ideológica entre "dos civilizaciones, dos culturas, dos mundos ideológicos totalmente distintos y antagónicos, en presencia el uno del otro. Y la supervivencia de la hegemonía mundial de la cultura occidental será imposible si la victoria pertenece al bloque liderado por los bolcheviques", escribió el profesor Plinio en el mencionado artículo.

[Para más detalles ver la Revista "Catolicismo", Nº 855, Marzo/2022]

 

La música, la pintura y la escultura pueden expresar estados de ánimo con una sutileza y fidelidad admirables. Sin embargo, parece que este poder de expresión se refiere principalmente a estados de ánimo individuales, ya sean del autor o del modelo. La arquitectura, en cambio, parece más adecuada para expresar la mentalidad colectiva de una época, una región, una cultura, una civilización. La Edad Media, por ejemplo, nos ha legado monumentos arquitectónicos que reflejan con impresionante claridad el alma cristiana de nuestros antepasados. Las torres esbeltas y elevadas, los muros gruesos y austeros, las delicadas ojivas, las vidrieras de coloridos profusamente variados y armoniosos, todo, en fin, nos habla de una civilización nacida de la lucha titánica en defensa de un ideal profusamente elevado, noble, digno; más aún, de un ideal verdaderamente sobrenatural en toda la fuerza de la palabra. Así es el castillo de Vincennes, en Francia (siglo XIII), que reproducen nuestras fotos.

Este idealismo sobrenatural, que confía sin reservas en la victoria de Dios sobre las pasiones y la malicia de los individuos y de las naciones; que está absolutamente compenetrado de que la piedra angular de la sociedad humana es el reconocimiento de los derechos imprescriptibles de la Iglesia, para modelar y dirigir moralmente a los hombres y a las civilizaciones; que está dispuesto a apostarlo y perderlo todo, entretenimientos, consideración social, dinero, amistades, incluso a derramar la última gota de sangre en la lucha por la exaltación de la Santa Iglesia, y el aplastamiento de sus enemigos; es este idealismo el que podrá salvar y afirmar el prestigio, la autoridad, la irrestricta influencia de las naciones católicas en el gran choque entre ateos y protestantes, entre eslavos y anglosajones, que amenaza con ensangrentar el universo.

Si tuviéremos este espíritu sobrenatural, de lucha y de confianza en la Providencia, nada podrá impedirnos de ganar y reconquistar el mundo para la Iglesia de Cristo. Dirigiéndose a los católicos portugueses, el Santo Padre Pío XII les dio estas palabras de Camões como lema: "Para siempre más cristianas osadías...". Son estos atrevimientos cristianos, todos ellos realizados con un espíritu sobrenatural, los que transformaron el Imperio Romano, aplastaron el poder de Mafoma en Iberia y Lepanto, y aplastarán a los nuevos adversarios de la Iglesia en el siglo XX.

Sería inútil enumerar las numerosas razones que hacen inminente una nueva guerra mundial. Son tantas, tan graves, tan evidentes, que han pasado del conocimiento de las cancillerías a los parlamentos, de los parlamentos a la prensa, y de ahí a la calle, de modo que hoy todos, hombres, instituciones, gobiernos, viven para la guerra. No hay persona con criterio y responsabilidad que, al hacer planes para el futuro, no tenga en cuenta los cambios que una posible guerra impondría al curso regular de sus previsiones.

Sería asombroso, pues, que quienes sienten un verdadero y serio amor por la religión católica no examinaran también los efectos de una posible guerra sobre las actividades y las condiciones de vida de la Iglesia en nuestro siglo. Para tratar este asunto, que tortura a tantas almas celosas, hemos decidido publicar este estudio en [el periódico] “Catolicismo”. Es obvio que sólo podemos considerar los aspectos más generales de este problema tan complejo. Las cuestiones de detalle alargarían indebidamente el ya vasto alcance de nuestro trabajo.

Esta probable guerra tendrá ciertas notas preponderantes, que influirán en todos sus demás aspectos.

En primer lugar, será "mundial" en un sentido mucho más real y profundo que el conflicto de 14-18, o incluso de 39-45. Por un lado, los campos de operaciones militares serán mucho más numerosos. Es imposible precisarlos de antemano, pero nadie se sorprenderá si tarde o temprano la lucha se extendiere a casi todos entre los siguientes países: Japón, China, Indochina, Persia [Iran] e Irak, Suez y en consecuencia Egipto, África del Norte, sin mencionar, por supuesto, Europa. En cuanto a Estados Unidos, ya no se puede hablar estrictamente de su invulnerabilidad ante un ataque procedente de Asia, África o Europa y desencadenado a través de los Océanos o el Polo Norte. Todas estas circunstancias requerirán una participación militar y económica mucho más eficaz de las propias naciones que no son atacadas directamente en sus ciudadanos y territorios. El esfuerzo bélico movilizará, por tanto, de una forma u otra, los recursos del mundo entero.

En segundo lugar, esta guerra en la que quizás participen todas las naciones, será ante todo una guerra entre dos naciones. Los rusos y los estadounidenses aventajan tanto en fuerza y poder sobre sus respectivos aliados, que la victoria de cualquiera de los dos bloques no será sino el triunfo de la nación líder [y] no del bloque vencedor, que conquistará así el dominio del mundo.

En tercer lugar, la guerra será ideológica. Si la nación ganadora fuere la URSS, impondrá su forma de pensar, sentir y vivir al mundo. Contra esta perspectiva se arman las naciones que no están dispuestas a renunciar a sus tradiciones, sus costumbres y su propia alma nacional. En otras palabras, hay dos civilizaciones, dos culturas, dos mundos ideológicos totalmente distintos y antagónicos en presencia uno del otro. Y la supervivencia de la hegemonía mundial de la cultura occidental será imposible si la victoria recae en el bloque dirigido por los bolcheviques.

En cuarto lugar, viene una consecuencia de lo que acabamos de decir. Si la guerra será ideológica y si la cuestión ideológica en la raíz de la lucha es la cuestión social, es fácil ver con qué facilidad en varios países se manifestará la tendencia a complicar la guerra mundial con una guerra de clases interna. Por tanto, es posible que la guerra mundial se vea agravada por una revolución social que, si no mundial, podría ser sin duda internacional.

En quinto lugar, todo hace pensar que la guerra será científica y traerá consigo posibilidades de destrucción aún no bien conocidas por el público, pero sin duda muy amplias. La tecnología se movilizará contra el hombre y puede provocar convulsiones, destrucciones y hecatombes inimaginables. Hay quien piensa que la propia civilización humana podría desaparecer de la Tierra. Sin responder ni afirmativa ni negativamente, aceptamos la hipótesis, mucho menos improbable, de que la destrucción provocará simplemente un retroceso de la civilización que aún es prematuro intentar medir.

Tal es el panorama de las sombrías perspectivas que la guerra abre ante nosotros.

LA IGLESIA Y EL COMUNISMO

Debemos examinar ahora qué influencia pueden tener estas perspectivas sobre la seguridad, el esplendor y la expansión de la Cristiandad.

Para ello, analicemos la posición de la URSS y de Estados Unidos respecto a la Iglesia.

Empecemos por la URSS. La relación entre el comunismo y la Iglesia se ha discutido mil veces. Sin embargo, nos parece que muy pocas veces se ha planteado el problema en sus verdaderos términos.

Según la doctrina católica, Dios puso a los hombres y mujeres en este mundo para que le amaran y le sirvieran, y así obtener la visión beatífica y la vida eterna. Pero Dios no dejó en nuestras manos servirle como nos plazca. Ha promulgado una Ley que no ha revocado ni revocará jamás, la misma para todos los hombres en todas partes y para todos los tiempos hasta la consumación de los siglos. Esta Ley nos ordena profesar la verdadera Religión, guardar la pureza según nuestro estado, respetar la propiedad ajena y aceptar con amor toda superioridad legítima, como es arquetípicamente la del intelectual sobre el trabajador manual. Así, no nos es lícito constituir un estado de cosas basado en la impiedad, el adulterio, el latrocinio y la rebelión, y esperar que la Iglesia se acomode a ello. Para que tal acomodación fuera posible, sería necesario o que la Iglesia abandonara la Ley de Dios, o que Dios reformara su propia Ley. Ahora bien, quien admita cualquiera de estas dos hipótesis, cae en herejía. La Iglesia condena como herética la simple suposición de que algún día la Ley en todo o en parte sea modificada por Dios o abandonada por Él. Como puede verse, la oposición entre el comunismo, por un lado, y el catolicismo, por otro, es la mayor imaginable.

Ahora bien, los soviéticos no se limitan a vivir según estos principios. Desean reformar a su gusto toda la faz de la tierra.. Prueba de ello es la existencia en todos los países de partidos comunistas mantenidos y dirigidos por Moscú; y sobre todo la brutal bolchevización de todas las regiones que, de una u otra manera, han caído bajo el yugo ruso, como ocurrió temporalmente con España y México, y está ocurriendo ahora con Rumania, Bulgaria, Hungría, Checoslovaquia, Polonia y China.

En otros términos, la guerra de conquista de la URSS contra el mundo occidental es estrictamente una guerra ideológica, una especie de cruzada cuya victoria significará el fin de la civilización actual y la revocación del edicto de Milán con el que, en 313, Constantino reconoció a la Iglesia el derecho a existir.

En consecuencia, los católicos deben luchar en el siglo XX contra los comunistas, como lucharon del siglo XI al XIII contra los sarracenos. Estamos obligados a llevar a cabo contra la hoz y el martillo una verdadera cruzada. Esto está perfectamente claro.

¿Significa esto que todos los enemigos de la URSS son cruzados, y que podemos ver en Truman, por ejemplo, a un Godofredo de Bouillon?

LA IGLESIA Y LOS EE.UU.

He aquí una grave cuestión.

Lo primero que hay que decir al respecto es que no es nueva. De hecho, ya la planteaban los cruzados medievales. Tenían un aliado natural en el Imperio Romano de Oriente. En efecto, los mahometanos habían hecho de la monarquía bizantina su yunque favorito. Contra ella fueron sus mejores golpes. El deseo de destruirla era su máxima ambición, que satisfacían con un método despiadado, y que lograron en el siglo XV, cuando las tropas de Constantino XIII, los Dracosès, fueron diezmadas bajo las murallas y en las calles de Constantinopla por los victoriosos soldados de Mahoma II. Dada la orientación implacable y ferozmente antibizantina de la política musulmana, todo llevaría a pensar que los cruzados de Europa Occidental obtendrían el apoyo del Imperio de Oriente para la reconquista de los Santos Lugares, tanto más cuanto que los bizantinos, como cristianos, tenían los mismos motivos religiosos que los cruzados para estar interesados en la liberación del Santo Sepulcro. Es cierto que los cruzados eran católicos y los bizantinos greco-católicos. Pero ¿no se trataba de acallar los motivos de disensión entre los cristianos, frente a un adversario común, formidable y sañudamente anticristiano? La respuesta sólo podía ser afirmativa. Se llegó a un acuerdo. Y la colaboración entre cismáticos y cruzados funcionó tan mal que quizá no sería exagerado decir que a estos les habría convenido más enfrentarse a los musulmanes sin ninguna ayuda bizantina. En más de una ocasión decisiva, el Imperio de Oriente, temeroso de un poder excesivo por parte de los occidentales, se asoció con los musulmanes, dejando a los cruzados —faltos de la ayuda prometida— repentinamente cara a cara con el enemigo.

¿Qué nos enseña este hecho histórico? ¿Que nunca debe haber alianzas entre católicos y acatólicos? Sería llevar la tesis demasiado lejos. Se dice que Pío XI afirmó que, si tuviera que colaborar con el mismo diablo por el bien de la Iglesia, aceptaría la colaboración. Y tenía toda la razón. Pero... y aquí entra el detalle que los cruzados no tuvieron debidamente en cuenta, el diablo es siempre un diablo, incluso cuando accidentalmente nos sirve de instrumento. Los pactos de alianza temporal que hagamos con él no lo transformarán en un Ángel de la Luz. ¡Y toda cooperación con él sólo no será absolutamente ruinosa si recordáremos siempre las muy considerables reticencias con las que hay que actuar ante semejante colaborador!

No queremos forzar la situación. El ejemplo no puede aplicarse al problema de una cooperación mundial de todas las fuerzas anticomunistas si no es con una multitud de "matices" que sería gravemente injusto no explicar cuidadosamente. Pero en cualquier caso a través de este ejemplo tenemos los dos principios de cualquier colaboración con los adversarios de la Iglesia:

a. en teoría es posible;

b. nunca debe hacerse sin precauciones y reservas muy importantes, a falta de las cuales la cooperación puede ser casi tan costosa como la propia derrota.

En el caso presente, la cooperación no sólo es posible, sino necesaria. Cuando se nos habla de la posibilidad de que se constituyan grupos como una tercera fuerza en la hipótesis de una lucha soviético-estadounidense, nos entran ganas de sonreír. De hecho, se diría que no estamos vitalmente interesados en el éxito de la lucha. Si ganan los soviéticos, las potencias del grupo neutral serán conquistadas en un abrir y cerrar de ojos. Al luchar para aplastar a la URSS, los estadounidenses lucharán por el destino de todas las naciones libres del mundo. Por lo tanto, sería inconcebible que se quedaran de brazos cruzados ante esta lucha.

Pero de esto no se deduce que la cooperación con los estadounidenses deba ser aceptada por el mundo católico sin cautela, sin condiciones, sin aprensión. Todo lo contrario.

Recordemos, en primer lugar, que el anticomunismo estadounidense es muy heterogéneo en su composición. Hay anticomunistas que lo son por un sincero horror al bolchevismo. Pero hay quienes lo son con un espíritu pagano, de mera preservación de situaciones personales ventajosas. También hay quienes son anticomunistas por el deseo de aumentar la prosperidad de las grandes empresas estadounidenses con el botín de la URSS. Como también hay quienes ven en la URSS no tanto una potencia ideológicamente hostil, sino un agresor que pone en peligro la estabilidad de la patria. Entre los anticomunistas americanos, hay sindicalistas acérrimos, que desean para su patria una organización económica y social que, en último análisis, sea de un socialismo casi absolutamente comunista. Hay políticos que no tienen el menor deseo de extirpar el comunismo de cualquier rincón de Europa mientras no irradie de allí a América. E incluso hay quienes ven de muy buena gana a los comunistas como aliados, siempre que sean antiestalinistas. Estos últimos son legión. Basta ver el consenso casi general de la opinión norteamericana sobre la política de acercamiento a todos los grupos comunistas disidentes de Europa, desde los diputados que un poco por toda parte rompen con el PC, hasta la Yugoslavia del mariscal Tito, abundantemente alimentada, armada y prestigiada por la Casa Blanca.

Si se quiere tener una idea de la importancia de ciertas discrepancias entre la auténtica opinión católica y la línea de conducta de la Casa Blanca, basta con razonar sobre estos tres datos:

a. Estados Unidos mantiene un embajador en Belgrado;

b. Estados Unidos no tiene embajador en el Vaticano, e incluso ha retirado al representante personal del Presidente de la República;

c. la representación en Belgrado es bien acogida por todos, pero la representación en el Vaticano suscitaría una oposición tan fuerte entre la mayoría protestante de la población que el gobierno prefiere no afrontarla.
Está bastante claro que los católicos, aunque acepten lealmente la cooperación estadounidense y, sobre todo, aunque apoyen resueltamente a los estadounidenses frente a un adversario común, no pueden vivir esta cooperación con los líderes y soldados estadounidenses del mismo modo que los cruzados —unidos en la misma fe y luchando todos por el mismo ideal— podían cooperar bajo el liderazgo de un católico de la talla de Godofredo de Bouillon. Todo lo contrario.

NO BASTA CON GANAR LA GUERRA: HAY QUE GANAR LA VICTORIA

Concluyamos estas consideraciones recordando que el espíritu con el que se lucha es el espíritu con el que se vence; el espíritu con el que se vence es el espíritu con el que se organiza la victoria.

Si, en la inminente refriega, las naciones católicas y latinas no conservan una conciencia muy viva de su misión providencial, del inmenso futuro histórico que representan, de las inestimables tradiciones de civilización y cultura que poseen; si las naciones católicas y especialmente las naciones latinas no recuerdan que, pobres o ricas, armadas o desarmadas, tienen derecho a ocupar, por el hecho mismo de estas tradiciones y de esta misión, un lugar de la mayor importancia en la gobernación del mundo, de modo que cualquier orden internacional construido sin ellas será considerado fundamentalmente injusto e inaceptable; si, por lo tanto, estas naciones no se unen con las mejores garantías de que ésta será su situación después de la victoria, habrán transgredido, por ingenuidad, por pereza, por irreflexión, el más sagrado de sus deberes.

Imaginemos por un momento lo que sería una victoria americana sin la participación de nosotros los católicos, o sin la garantía de que en la mesa de la paz nuestra participación nos aportaría un justo lugar de honor y poder. ¿Qué sería esa paz? Algo inmensamente mejor que la victoria de Moscú, seguro. Pero en cualquier caso algo inmensamente triste, y que debemos evitar a toda costa.

De hecho, las naciones anglosajonas, y especialmente Estados Unidos (con la excepción, claro está, de los católicos que se nutren del verdadero espíritu de la Iglesia), encarnan también una concepción de la vida fundamentalmente distinta de la nuestra; una concepción que procede directamente del protestantismo, en el que desempeñan un inmenso papel el optimismo resultante de la negación del pecado original, la libertad y promiscuidad de los sexos, la aversión al espíritu de jerarquía, el naturalismo profundo y el horror al esfuerzo intelectual serio. Los estadounidenses (siempre haciendo excepciones, por supuesto) están orgullosos de este modo de vida, de esta "filosofía" —bastante antifilosófica, de hecho— que consideran la sabiduría suprema. Sin darse cuenta, se deslizan —y no muy lentamente— del liberalismo a un socialismo de Estado cada vez más extremo, a una uniformización y estandarización de la vida cada vez más completas. Si la victoria de los Estados Unidos representara la victoria de este espíritu, su consolidación en todo el mundo, la conformación de toda la vida intelectual, social y política de los pueblos a esta tabla de valores, ¿no habríamos alcanzado los católicos, que luchamos por la salvación de una civilización muy diferente, una victoria que, si no sería exactamente una victoria pírrica, no estaría muy lejos de ella?

A fin de cuentas, ¿qué habríamos ganado? ¿Habría caído al suelo el enemigo capital? Sí y no. Sí, porque la URSS, que es la punta de lanza del comunismo, habría sido destruida. No, porque Tito y los "titoides" que aparecen en todos los países salvarían la bandera comunista y se sentarían a la mesa de la paz con los vencedores. Todavía no, porque el propio dinamismo de la civilización optimista, capitalista y liberal de Estados Unidos conduce lentamente al comunismo. El peligro se habría pospuesto. Esto es algo… pero no mucho.

Por tanto, la verdadera fórmula de colaboración debe ser ésta: ferviente, pero no ingenua ni incondicional.

Esto quedará más claro si consideramos otra característica del conflicto que se avecina. La guerra será mundial, dijimos, y será sobre todo la victoria de una nación, URSS o EEUU. Esto equivale a decir que si EE.UU. gana, serán prácticamente los únicos vencedores, y su poder será inmensamente mayor que el de César o Carlos V. No habrá otros grupos que puedan hacer frente a esta soberanía mundial, si antes y durante la colaboración con el adversario común no se toman las precauciones necesarias.

Este es, pues, el momento en que las naciones latinas —el gran bloque iberoamericano, sobre todo— jugarán las cartas para ver si pueden o no hacerse con la victoria. Porque, una vez iniciado el conflicto, el tiempo para la diplomacia habrá pasado, y será luchar o morir.

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