[...]
La guerra, la muerte y el pecado se
están presentando para devastar otra vez al mundo,
esta vez en mayores proporciones que nunca. En 1513
los representó el talento incomparable
de Durero, bajo la forma de un caballero que
parte para la guerra, revestido con armadura
completa, y acompañado de la muerte y del pecado,
este último personificado en un unicornio.
[...]
Rumbo al siglo del inmenso triunfo
La
teología de la historia de Plinio Corrêa de
Oliveira se sitúa, por lo tanto, en el cauce
de la más ortodoxa doctrina de la Iglesia,
con un acento eminentemente montfortiano.
Ella fluye de una profunda especulación
teológica y de una aún más profunda piedad
mariana que lo llevó a desear ardientemente,
pero también a entrever proféticamente, el
Reino de María invocado por San Luis de
Montfort y prenunciado por la misma
Santísima Virgen en Fátima, entendido como
«una era histórica de fe y de virtud, que
será inaugurada con una victoria
espectacular de Nuestra Señora sobre la
Revolución», una época en la cual «el
demonio será expulsado y volverá a los
antros infernales y Nuestra Señora reinará
sobre la humanidad por medio de las
instituciones que para eso escogió».
Mientras
el siglo XX llega a su término, las palabras
con las cuales Plinio Corrêa de Oliveira, en
uno de sus más célebres artículos, resumía
su visión del futuro, iluminan con una luz
trágica, pero densa de sobrenatural
esperanza, la vuelta histórica del tercer
milenio:
«La
guerra, la muerte y el pecado, se están
presentando para devastar nuevamente el
mundo, esta vez en proporciones mayores que
nunca. [...]
«La
próxima guerra sin ser explícita y
directamente una guerra de Religión,
afectará de tal manera los sagrados
intereses de la Iglesia que un verdadero
católico no puede dejar de ver en ella
principalmente el aspecto religioso. Y la
mortandad que se desencadenará será, por
cierto, incomparablemente más devastadora
que la de los siglos anteriores.
«¿Quién vencerá? ¿La Iglesia?
«[...]
El futuro pertenece a Dios.
Muchas causas de tristeza y de aprensión se
levantan ante nuestros ojos, incluso al
mirar a algunos hermanos en la Fe, En el
calor de la lucha es posible, hasta probable,
que haya temibles defecciones. Pero es
absolutamente cierto que el Espíritu Santo
continúa a suscitar en la Iglesia admirables
e indomables energías espirituales de Fe,
pureza, obediencia y dedicación que en el
momento oportuno cubrirán de gloria, una vez
más, el nombre cristiano.
«El siglo XX
será no sólo el siglo de gran lucha, sino
sobre todo el siglo de inmenso triunfo».
Apud: Roberto de Mattei,
El
Cruzado del Siglo XX, Plinio Corrêa de
Oliveira.
Cap. VII, 12. |
Enseña León XIII, en su encíclica "Parvenu
a la Vingt-Cinquiéme Année",
que el mundo contemporáneo, con su progreso, sus
crisis, su opulencia y su debilidad, es el hijo de
sus influencias no sólo diferentes, sino hasta
contrarias. Por un lado, la civilización cristiana,
construida por la Iglesia sobre la base de las
virtudes de la fe, la castidad, la disciplina y el
heroísmo que los misioneros de la Alta Edad Media
implantaron en el alma grosera de los bárbaros, y
por otro lado, el mundo escéptico, sensual, egoísta
y rebelde, que nació con la herejía de Lutero, se
afirmó con la Revolución Francesa, y hoy busca
lograr con el triunfo del comunismo la realización
de un orden de cosas totalmente de acuerdo con sus
más fundamentales disposiciones de alma.
Este
profundo pensamiento,
que debería ser segundo me parece la idea rectora de toda enseñanza de Historia
Medieval Moderna y Contemporánea en las
instituciones católicas de nivel medio y
universitario, aclara lo que es más esencial en la
gran crisis de nuestros días. Es imposible, en los
límites forzosamente restringidos de un artículo,
resaltar todas las verdades que contiene. Aun así,
busquemos, a su luz, sistematizar algunas ideas
generales que ayuden al lector a tomar una posición
frente a los problemas actuales.
JERARQUÍA Y REVOLUCIÓN
Empecemos por fijar algunas de las características
de la doctrina Católica y de la civilización
cristiana tal y como esta se realizó durante la Edad
Media.
Señalemos
antes que nada que la
concepción católica de Dios y de la creación es
esencial y profundamente jerárquica:
1 —
Dios es un ser personal y trascendente, el Ser por
excelencia, que posee en sí mismo toda la vida y
todas las perfecciones. Los otros seres fueron
creados por Dios de la nada, y volverían a la nada
si en todo momento Dios no preservara su existencia.
Sus cualidades no son sino un reflejo de las
perfecciones de Dios. Su único fin es servir y dar
gloria a Dios. Por lo tanto, entre Dios y las
criaturas existe la más profunda desigualdad
imaginable.
2 —
Las criaturas a su vez son desiguales entre sí.
Los
ángeles son puros espíritus. Abajo de ellos están
los hombres, al mismo tiempo espirituales y
materiales. Enseguida vienen, en orden descendente,
animales, vegetales y minerales. En cada una de estas
categorías, todavía hay numerosas jerarquías. Para solo
hablar de los seres inteligentes, los ángeles se dividen
en nueve coros
jerárquicos y desiguales entre sí.
Los hombres reunidos en el seno de la Iglesia fueron
creados por Dios para diferentes grados de santidad
y, de acuerdo con su correspondencia a este plan
divino, ocupan posiciones desiguales a los ojos de
Dios en las filas de la
Iglesia
Triunfante,
Purgante
o Militante. Estas desigualdades se traducen en
el
culto. El hombre presta culto de latría a Dios y de
dulía a los ángeles y santos.
3 —
Dentro de estas desigualdades, la persona divina y
humana de Nuestro Señor Jesucristo, que como Verbo
Increado "Deus de Deo, lumen de luminen", es
infinitamente superior a todas las criaturas, y en
su humanidad es inferior por naturaleza a los
Ángeles, pero mece ser adorado por los Ángeles no
solo en su divinidad mas también en su humanidad. Y
Nuestra Señora que, en cuanto Madre del Hombre Dios,
aunque infinitamente inferior a Dios e inferior por
naturaleza a los Ángeles, es inconmensurablemente
superior a estos a los ojos de Dios, como Madre y
como Santa, ¡mereciendo ser servida como reina por
los Ángeles!
4 — A
su vez, en la estructura de la Iglesia Militante
¡cuántas desigualdades! La Iglesia está dividida en
dos clases radicalmente diversas: la Jerárquica, a
quien cabe enseñar, gobernar y santificar, y el
pueblo al que cabe ser gobernado, enseñado y
santificado. Por muy clara que sea esta desigualdad,
sigue dejando
espacio a otro elemento de
diversificación y escalonamiento. Entre la Jerarquía
y los fieles, “intercalase el estado de vida
religiosa que, originado en la Iglesia misma, tiene
su razón de ser y su valor en su íntima cohesión con
el fin de la Iglesia, que consiste en llevar todos
los hombres a la santidad" (Pío XII, discurso del
8-XII-1950, a los miembros del I Congreso
Internacional de Religiosos).
5 —
Como si estas desigualdades en la estructura de la
Iglesia no fueran suficientes, ¡cuántas diferencias
de nivel en el corazón de la propia Jerarquía, tanto
desde el punto de vista de la jurisdicción como del
honor: del simple
menorista [N.C.: Clérigo de ordenes menores]
al Diácono, y de este al Presbítero, Canónigo, al
Monseñor, al Obispo, al Arzobispo, al Patriarca, al
Cardenal y pasemos sin más referencias por las
diferencias entre los Canónigos honoríficos y
catedráticos, las diversas modalidades de
Monseñorato,
los obispos titulares, auxiliares, coadjutores,
diocesanos, Arzobispos-obispos y los Metropolitanos,
los Cardenales Obispos hasta el Papa, que reúne en
sí mismo la plenitud del gobierno, del magisterio,
del sacerdocio y del honor, cuántos grados, cuántos
matices, que riqueza inagotable de desigualdades!
6
— Llegamos aquí a la piedra de toque de esta parte de
nuestra exposición. Existe una virtud por la cual el
hombre ama la infinita superioridad de Dios, y la
superioridad finita de las criaturas que Dios
constituyó por encima de él, como talento, belleza,
poder, riqueza o virtud: es
la humildad. Esta virtud
nos lleva a sentir alegría por lo que los demás
tienen más de lo que tenemos. En un mundo
donde hay humildad, nada más amable y comprensible
que la jerarquía. Mientras la humildad deje de
existir, nada más inevitable que el odio a la
jerarquía, la sed de nivelar y, en consecuencia, la
Revolución. Humildad y jerarquía; orgullo y
revolución son, por lo tanto, términos relacionados.
De ahí el hecho de que la primera Revolución fue el
"Non serviam" del primero, del grande, del
eterno orgulloso.
7 —
Explotando dentro de una Iglesia jerárquica en todas
sus concepciones, en toda su doctrina, en todo su
ser, ¿qué hizo el protestantismo? La obra de
orgullo y revuelta: niveló todas las sectas,
afirmando el libre examen, negó el Magisterio de la
Iglesia, haciendo de cada hombre el Papa de sí
mismo. Por sus concepciones
sobre la Misa y el
Sacerdocio, redujeron al clérigo a un mero delegado
de los fieles, e hicieron de cada fiel su propio
sacerdote. En apariencia, siguió habiendo clérigos y
laicos entre los protestantes, pero es una
diferencia puramente accidental, y no como la que
separa a los ungidos del Señor en la Iglesia
Católica del resto de los fieles. En este clero así
disminuido en su esencia, los protestantes todavía
ejercieron la devastación de su acción niveladora.
Abolido el Papa, hubo sectas que abolieron a los
Obispos y otras llegaron a prescindir prácticamente
de los Presbíteros. Las órdenes religiosas fueron
extinguidas. Hasta en las relaciones entre la
Iglesia Triunfante y la Iglesia Militante entró el
furor igualitario, se negó el culto de los Ángeles,
Santos y la Realeza de María sobre toda la creación.
8 —
La sociedad civil estaba organizada en la Edad Media
en moldes sensiblemente parecidos con la Iglesia. En
el ápice, una cabeza suprema, el emperador Romano
Alemán. Debajo de él, los Reyes, y sucesivamente los
diversos pasos de la aristocracia feudal, y la
plebe, dividida ella propia en varios niveles
sociales y económicos hasta el siervo en el campo,
o, en la industria, el aprendiz de
gremio.
Conferido el derecho de ciudadanía en Europa al
protestantismo y, por lo tanto, al espíritu de
revuelta y nivelación ¿sería aceptable
para él
dejar
ileso en el plano temporal un tipo de organización
que acababa de derrocar en la esfera espiritual?
La
causa más profunda de la Revolución Francesa está en
esto. El “dogma” del libre examen tendría que
producir tarde o temprano el “dogma” de la soberanía
popular. La caída del Sacro Imperio, la
generalización del sistema republicano en Europa, la
abolición de los privilegios de la aristocracia, la
introducción de la igualdad absoluta en la esfera
política por el sufragio universal: todo esto se
hizo bajo el aliento de un misticismo político
igualitario que es manifiestamente el hijo del
misticismo igualitario religioso de los
protestantes.
|
La Iglesia
, el Camino de Salvación - Andrea da Firenza - 1365-68 -
Capilla de los Españoles, Santa Maria Novella,
Florencia
En primer plano, frente a la pared lateral de la
catedral de Florencia, podemos ver el orden
jerárquico de la sociedad medieval: el Papa, a su izquierda el
Emperador y el Rey, un príncipe, a su derecha el
general dominico y un obispo. Ante ellos están los
frailes a la izquierda y laicos a la derecha; luego
nobles y caballeros, mercaderes, eruditos, mujeres y los rangos inferiores de la
sociedad.
A los pies del Papa hay varias ovejas, frente a las
ovejas, y velando por ellas, perros manchados en
blanco y negro, los "domini canes" que simbolizan
a los frailes dominicos. En el lado derecho de la
imagen Santo Domingo está predicando, Santo Tomás
Aquino debatiendo a los herejes, San Pedro Mártir
señalando a los perros para destrozar a los herejes.
Por encima de estas escenas está el mundo feliz del
paraíso.
Esta composición representa un programa teológico
cuidadosamente construido, donde la relación de
valores está determinada por su significado
teológico. |
9 —
La única desigualdad que quedaba después de la
Revolución Francesa era financiera. ¿Qué heredero de
la Revolución extendería la nivelación a esta
esfera? El comunismo. En el día en que este ganase,
la obra niveladora de Lutero habría triunfado en
toda la línea. No habría más en el mundo clérigos,
ni nobles, ni patrones. Dios creó el universo
jerárquico. El diablo habría abolido la jerarquía en
la sociedad humana.
FE
Y REVOLUCIÓN
La
fe, otro de los rasgos esenciales del alma medieval,
es también, bajo
cierto aspecto, un acto de
humildad. El hombre acepta las verdades que Dios le
revela no porque las haya descubierto por la mera
fortaleza de su razón o de sus sentidos, sino
simplemente porque Dios las ha revelado.
Claro
está que el orgullo habría de rebelarse contra la
Revelación. De ahí la negativa protestante a creer
en la Presencia Real que los sentidos no perciben.
De ahí también la negativa a admitir en la enseñanza
del Papa una infalibilidad a la que la razón tiene
que doblegarse. De ahí, también, la formación de una
exégesis bíblica cada vez más racionalista, que
finalmente negó la Divinidad de Nuestro Señor
Jesucristo, y la existencia misma de un Dios
personal. El protestantismo degeneró en deísmo, el
deísmo en panteísmo. ¿Y qué es el panteísmo sino la
declaración de que todo es Dios, es decir, el
triunfo de la igualdad en el cosmos? Porque si todo
es divino por esencia, por naturaleza, todo es
esencialmente, naturalmente igual entre sí, esencial
y naturalmente igual a Dios.
Es
para el maremagno del panteísmo que
igualmente desaguan todas las corrientes de la
filosofía moderna, originada directa o
indirectamente del racionalismo y escepticismo
protestante, y que en este sentido fluyen en
paralelo con el pensamiento reformista del que nació
el mundo Moderno.
PUREZA Y
REVOLUCIÓN
Para
completar este cuadro, falta apenas decir una
palabra sobre la castidad.
Según
la doctrina católica, las relaciones entre los sexos
sólo son lícitas en el matrimonio. Este a su
vez es monogámico e indisoluble. El estado de
castidad perfecta se requiere de los
clérigos y
religiosos, y es altamente encomiable en los laicos.
Esta doctrina es el triunfo de la disciplina de
los sentidos.
El
protestantismo, revolucionario por esencia y, por lo
tanto, enemigo de todos los frenos, comenzó por
abolir el celibato sacerdotal y religioso, e
instituir el divorcio. Lutero incluso
consintió la poligamia cuando se trataba de
Príncipes. La Revolución Francesa comenzó el
movimiento para introducir el divorcio en la
legislación civil de los países católicos. Todavía
faltaba dar un paso, del que Marx se incumbe
resolutamente: abolir el propio matrimonio. Es el
paroxismo de la revuelta de los sentidos contra
toda autoridad, todo freno, toda ley.
El
EPÍLOGO
Panteísmo, igualitarismo político, social y
económico absoluto, amor libre: este es el triple
final al que nos conduce un viejo movimiento de más
de cuatro siglos.
¿Cuál
es el papel
concreto de nuestro tiempo en esta
trágica cadena de hechos?
Lo
que caracteriza esta revolución de cuatrocientos
años es el proceso eminentemente gradual de su
desarrollo. En los siglos XVI, XVII y XVIII,
fue predominantemente religiosa: las
instituciones políticas permanecían más o menos
intactas. Desde 1789 hasta finales del siglo XIX,
fue esencialmente política. A partir de entonces,
invadió la economía, el único campo de la vida
social que le restaba convulsionar. Paralelamente,
de los siglos XVI al XVIII, se pasó del Cristianismo
para el Deísmo. El siglo XIX marcó el apogeo del
ateísmo. El siglo XIX es propiamente el siglo del
panteísmo. Por fin, del siglo XVI al siglo XIX fue
la era de la expansión del ideal divorcista. El
siglo XX es el gran siglo de la expansión del amor
libre.
Esta
gran Revolución no da saltos. Le
llevó cuatrocientos
años llegar a donde llegó. Y es forzoso reconocer
que parece estar muy cerca de su meta hoy en día.
LA
GRAN LUCHA
Este
es el punto que importa retener, si queremos fijar
una idea exacta sobre los días en que vivimos. Todas
las tendencias niveladoras y revolucionarias de los
siglos pasados han llegado hoy al summum de
su exasperación. No se puede ser más radical en la
línea del orgullo y de la revolución que proclamar
la igualdad entre Dios y los hombres, y la igualdad
total de los hombres en el ámbito político,
económico y social. No se puede llevar la lujuria más
lejos que instituyendo el amor libre.
Es
cierto que estas tendencias aún no han alcanzado su
pleno triunfo. Para empezar por lo secundario, o
incluso muy secundario, observemos ante todo que,
incluso fuera de la Iglesia, no todo es panteísmo,
igualitarismo y amor libre. Y, sobre todo,
observemos que ahí está, en cierto sentido más
frondosa que nunca, la Santa Iglesia, en el
esplendor de su santidad, de su unidad, de su
catolicidad. Cuatro siglos de una embestida
ciclópica no la impidieron de, en medio a
infortunios y dolores sin nombre, expandirse y
dilatarse.
Un
choque entre la Revolución que no puede detenerse,
no puede recular, y la Iglesia
a
la
que no ha logrado
vencer a pesar de todo, parece inevitable en
nuestros días. Otrora hubo serios enfrentamientos
entre la Iglesia y la Revolución en sus varias
etapas. Pero como el virus revolucionario no había
alcanzado la cima de su paroxismo, fue posible
conseguir adaptaciones, reculos, arreglos, sin dañar
propiamente los principios. Hoy esto es
imposible, porque la exasperación revolucionaria ha
llevado las cosas a tal punto que no hay otra
posibilidad que la lucha de exterminio. No se
necesitará mucha perspicacia para discernir una
relación entre este conflicto titánico y la gran era
de guerras y convulsiones que parece acercarse a
nosotros. Las huestes del anticristo rojo cubren
todo el territorio que va desde Indochina hasta el Elba. Numerosos y organizados partidos comunistas se
agitan en las entrañas del mundo occidental. Además,
las instituciones de los países occidentales
evolucionan hacia un socialismo que no es más que un
comunismo camuflado. La filosofía y la cultura de
Occidente tienden hacia el panteísmo.
Las
costumbres decadentes de Occidente tienden hacia el
amor libre. Y —lo que es aún más triste— dentro de
las filas católicas las infiltraciones de este
espíritu son tan profundas que exigieron que Pío XII
tomara una serie de medidas para preservar a los
fieles contra este terrible mal.
Habría pues mucha ingenuidad en imaginar que todo lo
que es anticatólico está más allá del Elba.
Pero
lo seguro es que la victoria de los rojos hoy sería
un desastre para Occidente como lo fue para Oriente
la victoria de Mao-Tsé-Tung sobre Chang-Kai-Chec.
GUERRA DE RELIGIÓN
La
guerra, la muerte y el pecado se están presentando
para devastar otra vez al mundo, esta vez en mayores
proporciones que nunca. En 1513 los representó el
talento incomparable de Durero, bajo la forma de un
caballero que parte para la guerra, revestido con
armadura completa, y acompañado de la muerte y del
pecado, este último personificado en un unicornio.
Europa, ya entonces inmersa en los disturbios que
precedieron a la Pseudo-Reforma, caminaba hacia la
trágica era de las guerras religiosas, políticas y
sociales que desató el protestantismo.
La
próxima guerra, sin ser explícita y directamente una
guerra de religión, afectará de tal manera los
intereses más sagrados de la Iglesia que un
verdadero católico no puede dejar de ver en ella
principalmente el aspecto religioso. Y la mortandad
que se desencadenará será sin duda incomparablemente
más devastadora que la de los siglos anteriores.
¿Quién vencerá? ¿la Iglesia?
Las
nubes que tenemos ante nosotros no son rosadas. Pero
una certeza invencible nos anima, de que no sólo la
Iglesia —como es evidente dada la promesa divina— no
desaparecerá, sino que logrará en nuestros días un
triunfo mayor que el de Lepanto.
¿Como? ¿Cuándo? El futuro a Dios pertenece. Gran
causa de tristeza y aprensión se nos presenta cuando
miramos incluso a algunos hermanos en la Fe. En el
fragor de la lucha, es posible e incluso probable
que tengamos terribles decepciones. Pero es bastante
seguro que el Espíritu Santo sigue suscitando en la
Iglesia energías espirituales admirables e
indomables de fe, pureza, obediencia y dedicación,
que cubrirán una vez más de gloria el nombre
cristiano.
El
siglo XX será no sólo el siglo de la gran lucha,
sino sobre todo el siglo del inmenso triunfo.
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