Plinio Corrêa de Oliveira

El siglo de la guerra, la muerte

y el pecado

"Catolicismo" Nº 2 - Febrero de 1951

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[...] La guerra, la muerte y el pecado se están presentando para devastar otra vez al mundo, esta vez en mayores proporciones que nunca. En 1513 los representó el talento incomparable de Durero, bajo la forma de un caballero que parte para la guerra, revestido con armadura completa, y acompañado de la muerte y del pecado, este último personificado en un unicornio. [...]

Rumbo al siglo del inmenso triunfo

La teología de la historia de Plinio Corrêa de Oliveira se sitúa, por lo tanto, en el cauce de la más ortodoxa doctrina de la Iglesia, con un acento eminentemente montfortiano. Ella fluye de una profunda especulación teológica y de una aún más profunda piedad mariana que lo llevó a desear ardientemente, pero también a entrever proféticamente, el Reino de María invocado por San Luis de Montfort y prenunciado por la misma Santísima Virgen en Fátima, entendido como «una era histórica de fe y de virtud, que será inaugurada con una victoria espectacular de Nuestra Señora sobre la Revolución», una época en la cual «el demonio será expulsado y volverá a los antros infernales y Nuestra Señora reinará sobre la humanidad por medio de las instituciones que para eso escogió».

Mientras el siglo XX llega a su término, las palabras con las cuales Plinio Corrêa de Oliveira, en uno de sus más célebres artículos, resumía su visión del futuro, iluminan con una luz trágica, pero densa de sobrenatural esperanza, la vuelta histórica del tercer milenio:

«La guerra, la muerte y el pecado, se están presentando para devastar nuevamente el mundo, esta vez en proporciones mayores que nunca. [...]

«La próxima guerra sin ser explícita y directamente una guerra de Religión, afectará de tal manera los sagrados intereses de la Iglesia que un verdadero católico no puede dejar de ver en ella principalmente el aspecto religioso. Y la mortandad que se desencadenará será, por cierto, incomparablemente más devastadora que la de los siglos anteriores.

«¿Quién vencerá? ¿La Iglesia?

«[...]  El futuro pertenece a Dios. Muchas causas de tristeza y de aprensión se levantan ante nuestros ojos, incluso al mirar a algunos hermanos en la Fe, En el calor de la lucha es posible, hasta probable, que haya temibles defecciones. Pero es absolutamente cierto que el Espíritu Santo continúa a suscitar en la Iglesia admirables e indomables energías espirituales de Fe, pureza, obediencia y dedicación que en el momento oportuno cubrirán de gloria, una vez más, el nombre cristiano.

 «El siglo XX será no sólo el siglo de gran lucha, sino sobre todo el siglo de inmenso triunfo».

Apud: Roberto de Mattei, El Cruzado del Siglo XX, Plinio Corrêa de Oliveira. Cap. VII, 12.

 

Enseña León XIII, en su encíclica "Parvenu a la Vingt-Cinquiéme Année", que el mundo contemporáneo, con su progreso, sus crisis, su opulencia y su debilidad, es el hijo de sus influencias no sólo diferentes, sino hasta contrarias. Por un lado, la civilización cristiana, construida por la Iglesia sobre la base de las virtudes de la fe, la castidad, la disciplina y el heroísmo que los misioneros de la Alta Edad Media implantaron en el alma grosera de los bárbaros, y por otro lado, el mundo escéptico, sensual, egoísta y rebelde, que nació con la herejía de Lutero, se afirmó con la Revolución Francesa, y hoy busca lograr con el triunfo del comunismo la realización de un orden de cosas totalmente de acuerdo con sus más fundamentales disposiciones de alma.

Este profundo pensamiento, que debería ser segundo me parece la idea rectora de toda enseñanza de Historia Medieval Moderna y Contemporánea en las instituciones católicas de nivel medio y universitario, aclara lo que es más esencial en la gran crisis de nuestros días. Es imposible, en los límites forzosamente restringidos de un artículo, resaltar todas las verdades que contiene. Aun así, busquemos, a su luz, sistematizar algunas ideas generales que ayuden al lector a tomar una posición frente a los problemas actuales.

 JERARQUÍA Y REVOLUCIÓN

 Empecemos por fijar algunas de las características de la doctrina Católica y de la civilización cristiana tal y como esta se realizó durante la Edad Media. Señalemos antes que nada que la concepción católica de Dios y de la creación es esencial y profundamente jerárquica:

 1 — Dios es un ser personal y trascendente, el Ser por excelencia, que posee en sí mismo toda la vida y todas las perfecciones. Los otros seres fueron creados por Dios de la nada, y volverían a la nada si en todo momento Dios no preservara su existencia. Sus cualidades no son sino un reflejo de las perfecciones de Dios. Su único fin es servir y dar gloria a Dios. Por lo tanto, entre Dios y las criaturas existe la más profunda desigualdad imaginable.

 2 — Las criaturas a su vez son desiguales entre sí. Los ángeles son puros espíritus. Abajo de ellos están los hombres, al mismo tiempo espirituales y materiales. Enseguida vienen, en orden descendente, animales, vegetales y minerales. En cada una de estas categorías, todavía hay numerosas jerarquías. Para solo hablar de los seres inteligentes, los ángeles se dividen en nueve coros jerárquicos y desiguales entre sí. Los hombres reunidos en el seno de la Iglesia fueron creados por Dios para diferentes grados de santidad y, de acuerdo con su correspondencia a este plan divino, ocupan posiciones desiguales a los ojos de Dios en las filas de la Iglesia Triunfante, Purgante o Militante. Estas desigualdades se traducen en el culto. El hombre presta culto de latría a Dios y de dulía a los ángeles y santos.

 3 — Dentro de estas desigualdades, la persona divina y humana de Nuestro Señor Jesucristo, que como Verbo Increado "Deus de Deo, lumen de luminen", es infinitamente superior a todas las criaturas, y en su humanidad es inferior por naturaleza a los Ángeles, pero mece ser adorado por los Ángeles no solo en su divinidad mas también en su humanidad. Y Nuestra Señora que, en cuanto Madre del Hombre Dios, aunque infinitamente inferior a Dios e inferior por naturaleza a los Ángeles, es inconmensurablemente superior a estos a los ojos de Dios, como Madre y como Santa, ¡mereciendo ser servida como reina por los Ángeles!

 4 — A su vez, en la estructura de la Iglesia Militante ¡cuántas desigualdades! La Iglesia está dividida en dos clases radicalmente diversas: la Jerárquica, a quien cabe enseñar, gobernar y santificar, y el pueblo al que cabe ser gobernado, enseñado y santificado. Por muy clara que sea esta desigualdad, sigue dejando espacio a otro elemento de diversificación y escalonamiento. Entre la Jerarquía y los fieles, “intercalase el estado de vida religiosa que, originado en la Iglesia misma, tiene su razón de ser y su valor en su íntima cohesión con el fin de la Iglesia, que consiste en llevar todos los hombres a la santidad" (Pío XII, discurso del 8-XII-1950, a los miembros del I Congreso Internacional de Religiosos).

 5 — Como si estas desigualdades en la estructura de la Iglesia no fueran suficientes, ¡cuántas diferencias de nivel en el corazón de la propia Jerarquía, tanto desde el punto de vista de la jurisdicción como del honor: del simple menorista [N.C.: Clérigo de ordenes menores] al Diácono, y de este al Presbítero, Canónigo, al Monseñor, al Obispo, al Arzobispo, al Patriarca, al Cardenal y pasemos sin más referencias por las diferencias entre los Canónigos honoríficos y catedráticos, las diversas modalidades de Monseñorato, los obispos titulares, auxiliares, coadjutores, diocesanos, Arzobispos-obispos y los Metropolitanos, los Cardenales Obispos hasta el Papa, que reúne en sí mismo la plenitud del gobierno, del magisterio, del sacerdocio y del honor, cuántos grados, cuántos matices, que riqueza inagotable de desigualdades!

 6 — Llegamos aquí a la piedra de toque de esta parte de nuestra exposición. Existe una virtud por la cual el hombre ama la infinita superioridad de Dios, y la superioridad finita de las criaturas que Dios constituyó por encima de él, como talento, belleza, poder, riqueza o virtud: es la humildad. Esta virtud nos lleva a sentir alegría por lo que los demás tienen más de lo que tenemos. En un mundo donde hay humildad, nada más amable y comprensible que la jerarquía. Mientras la humildad deje de existir, nada más inevitable que el odio a la jerarquía, la sed de nivelar y, en consecuencia, la Revolución. Humildad y jerarquía; orgullo y revolución son, por lo tanto, términos relacionados. De ahí el hecho de que la primera Revolución fue el "Non serviam" del primero, del grande, del eterno orgulloso.

 7 — Explotando dentro de una Iglesia jerárquica en todas sus concepciones, en toda su doctrina, en todo su ser, ¿qué hizo el protestantismo? La obra de orgullo y revuelta: niveló todas las sectas, afirmando el libre examen, negó el Magisterio de la Iglesia, haciendo de cada hombre el Papa de sí mismo. Por sus concepciones sobre la Misa y el Sacerdocio, redujeron al clérigo a un mero delegado de los fieles, e hicieron de cada fiel su propio sacerdote. En apariencia, siguió habiendo clérigos y laicos entre los protestantes, pero es una diferencia puramente accidental, y no como la que separa a los ungidos del Señor en la Iglesia Católica del resto de los fieles. En este clero así disminuido en su esencia, los protestantes todavía ejercieron la devastación de su acción niveladora. Abolido el Papa, hubo sectas que abolieron a los Obispos y otras llegaron a prescindir prácticamente de los Presbíteros. Las órdenes religiosas fueron extinguidas. Hasta en las relaciones entre la Iglesia Triunfante y la Iglesia Militante entró el furor igualitario, se negó el culto de los Ángeles, Santos y la Realeza de María sobre toda la creación.

8 — La sociedad civil estaba organizada en la Edad Media en moldes sensiblemente parecidos con la Iglesia. En el ápice, una cabeza suprema, el emperador Romano Alemán. Debajo de él, los Reyes, y sucesivamente los diversos pasos de la aristocracia feudal, y la plebe, dividida ella propia en varios niveles sociales y económicos hasta el siervo en el campo, o, en la industria, el aprendiz de gremio.

Conferido el derecho de ciudadanía en Europa al protestantismo y, por lo tanto, al espíritu de revuelta y nivelación ¿sería aceptable para él dejar ileso en el plano temporal un tipo de organización que acababa de derrocar en la esfera espiritual?

 La causa más profunda de la Revolución Francesa está en esto. El “dogma” del libre examen tendría que producir tarde o temprano el “dogma” de la soberanía popular. La caída del Sacro Imperio, la generalización del sistema republicano en Europa, la abolición de los privilegios de la aristocracia, la introducción de la igualdad absoluta en la esfera política por el sufragio universal: todo esto se hizo bajo el aliento de un misticismo político igualitario que es manifiestamente el hijo del misticismo igualitario religioso de los protestantes.

 

La Iglesia , el Camino de Salvación - Andrea da Firenza - 1365-68 - Capilla de los Españoles, Santa Maria Novella, Florencia

En primer plano, frente a la pared lateral de la catedral de Florencia, podemos ver el orden jerárquico de la sociedad medieval: el Papa, a su izquierda el Emperador y el Rey, un príncipe, a su derecha el general dominico y un obispo. Ante ellos están los frailes a la izquierda y laicos a la derecha; luego nobles y caballeros, mercaderes, eruditos, mujeres y los rangos inferiores de la sociedad.

A los pies del Papa hay varias ovejas, frente a las ovejas, y velando por ellas, perros manchados en blanco y negro, los "domini canes" que simbolizan a los frailes dominicos. En el lado derecho de la imagen Santo Domingo está predicando, Santo Tomás Aquino debatiendo a los herejes, San Pedro Mártir señalando a los perros para destrozar a los herejes. Por encima de estas escenas está el mundo feliz del paraíso.

Esta composición representa un programa teológico cuidadosamente construido, donde la relación de valores está determinada por su significado teológico.

 

9 — La única desigualdad que quedaba después de la Revolución Francesa era financiera. ¿Qué heredero de la Revolución extendería la nivelación a esta esfera? El comunismo. En el día en que este ganase, la obra niveladora de Lutero habría triunfado en toda la línea. No habría más en el mundo clérigos, ni nobles, ni patrones. Dios creó el universo jerárquico. El diablo habría abolido la jerarquía en la sociedad humana.

 FE Y REVOLUCIÓN

La fe, otro de los rasgos esenciales del alma medieval, es también, bajo cierto aspecto, un acto de humildad. El hombre acepta las verdades que Dios le revela no porque las haya descubierto por la mera fortaleza de su razón o de sus sentidos, sino simplemente porque Dios las ha revelado.

 Claro está que el orgullo habría de rebelarse contra la Revelación. De ahí la negativa protestante a creer en la Presencia Real que los sentidos no perciben. De ahí también la negativa a admitir en la enseñanza del Papa una infalibilidad a la que la razón tiene que doblegarse. De ahí, también, la formación de una exégesis bíblica cada vez más racionalista, que finalmente negó la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, y la existencia misma de un Dios personal. El protestantismo degeneró en deísmo, el deísmo en panteísmo. ¿Y qué es el panteísmo sino la declaración de que todo es Dios, es decir, el triunfo de la igualdad en el cosmos? Porque si todo es divino por esencia, por naturaleza, todo es esencialmente, naturalmente igual entre sí, esencial y naturalmente igual a Dios.

 Es para el maremagno del panteísmo que igualmente desaguan todas las corrientes de la filosofía moderna, originada directa o indirectamente del racionalismo y escepticismo protestante, y que en este sentido fluyen en paralelo con el pensamiento reformista del que nació el mundo Moderno.

 PUREZA Y REVOLUCIÓN

 Para completar este cuadro, falta apenas decir una palabra sobre la castidad.

Según la doctrina católica, las relaciones entre los sexos sólo son lícitas en el matrimonio. Este a su vez es monogámico e indisoluble. El estado de castidad perfecta se requiere de los clérigos y religiosos, y es altamente encomiable en los laicos. Esta doctrina es el triunfo de la disciplina de los sentidos.

El protestantismo, revolucionario por esencia y, por lo tanto, enemigo de todos los frenos, comenzó por abolir el celibato sacerdotal y religioso, e instituir el divorcio. Lutero incluso consintió la poligamia cuando se trataba de Príncipes. La Revolución Francesa comenzó el movimiento para introducir el divorcio en la legislación civil de los países católicos. Todavía faltaba dar un paso, del que Marx se incumbe resolutamente: abolir el propio matrimonio. Es el paroxismo de la revuelta de los sentidos contra toda autoridad, todo freno, toda ley.

 El EPÍLOGO

Panteísmo, igualitarismo político, social y económico absoluto, amor libre: este es el triple final al que nos conduce un viejo movimiento de más de cuatro siglos.

¿Cuál es el papel concreto de nuestro tiempo en esta trágica cadena de hechos?

Lo que caracteriza esta revolución de cuatrocientos años es el proceso eminentemente gradual de su desarrollo. En los siglos XVI, XVII y XVIII, fue predominantemente religiosa: las instituciones políticas permanecían más o menos intactas. Desde 1789 hasta finales del siglo XIX, fue esencialmente política. A partir de entonces, invadió la economía, el único campo de la vida social que le restaba convulsionar. Paralelamente, de los siglos XVI al XVIII, se pasó del Cristianismo para el Deísmo. El siglo XIX marcó el apogeo del ateísmo. El siglo XIX es propiamente el siglo del panteísmo. Por fin, del siglo XVI al siglo XIX fue la era de la expansión del ideal divorcista. El siglo XX es el gran siglo de la expansión del amor libre.

Esta gran Revolución no da saltos. Le llevó cuatrocientos años llegar a donde llegó. Y es forzoso reconocer que parece estar muy cerca de su meta hoy en día.

 LA GRAN LUCHA

Este es el punto que importa retener, si queremos fijar una idea exacta sobre los días en que vivimos. Todas las tendencias niveladoras y revolucionarias de los siglos pasados han llegado hoy al summum de su exasperación. No se puede ser más radical en la línea del orgullo y de la revolución que proclamar la igualdad entre Dios y los hombres, y la igualdad total de los hombres en el ámbito político, económico y social. No se puede llevar la lujuria más lejos que instituyendo el amor libre.

Es cierto que estas tendencias aún no han alcanzado su pleno triunfo. Para empezar por lo secundario, o incluso muy secundario, observemos ante todo que, incluso fuera de la Iglesia, no todo es panteísmo, igualitarismo y amor libre. Y, sobre todo, observemos que ahí está, en cierto sentido más frondosa que nunca, la Santa Iglesia, en el esplendor de su santidad, de su unidad, de su catolicidad. Cuatro siglos de una embestida ciclópica no la impidieron de, en medio a infortunios y dolores sin nombre, expandirse y dilatarse.

 Un choque entre la Revolución que no puede detenerse, no puede recular, y la Iglesia a la que no ha logrado vencer a pesar de todo, parece inevitable en nuestros días. Otrora hubo serios enfrentamientos entre la Iglesia y la Revolución en sus varias etapas. Pero como el virus revolucionario no había alcanzado la cima de su paroxismo, fue posible conseguir adaptaciones, reculos, arreglos, sin dañar propiamente los principios. Hoy esto es imposible, porque la exasperación revolucionaria ha llevado las cosas a tal punto que no hay otra posibilidad que la lucha de exterminio. No se necesitará mucha perspicacia para discernir una relación entre este conflicto titánico y la gran era de guerras y convulsiones que parece acercarse a nosotros. Las huestes del anticristo rojo cubren todo el territorio que va desde Indochina hasta el Elba. Numerosos y organizados partidos comunistas se agitan en las entrañas del mundo occidental. Además, las instituciones de los países occidentales evolucionan hacia un socialismo que no es más que un comunismo camuflado. La filosofía y la cultura de Occidente tienden hacia el panteísmo.

Las costumbres decadentes de Occidente tienden hacia el amor libre. Y —lo que es aún más triste— dentro de las filas católicas las infiltraciones de este espíritu son tan profundas que exigieron que Pío XII tomara una serie de medidas para preservar a los fieles contra este terrible mal.

Habría pues mucha ingenuidad en imaginar que todo lo que es anticatólico está más allá del Elba.

Pero lo seguro es que la victoria de los rojos hoy sería un desastre para Occidente como lo fue para Oriente la victoria de Mao-Tsé-Tung sobre Chang-Kai-Chec.

 GUERRA DE RELIGIÓN

La guerra, la muerte y el pecado se están presentando para devastar otra vez al mundo, esta vez en mayores proporciones que nunca. En 1513 los representó el talento incomparable de Durero, bajo la forma de un caballero que parte para la guerra, revestido con armadura completa, y acompañado de la muerte y del pecado, este último personificado en un unicornio. Europa, ya entonces inmersa en los disturbios que precedieron a la Pseudo-Reforma, caminaba hacia la trágica era de las guerras religiosas, políticas y sociales que desató el protestantismo.

La próxima guerra, sin ser explícita y directamente una guerra de religión, afectará de tal manera los intereses más sagrados de la Iglesia que un verdadero católico no puede dejar de ver en ella principalmente el aspecto religioso. Y la mortandad que se desencadenará será sin duda incomparablemente más devastadora que la de los siglos anteriores.

¿Quién vencerá? ¿la Iglesia?

Las nubes que tenemos ante nosotros no son rosadas. Pero una certeza invencible nos anima, de que no sólo la Iglesia —como es evidente dada la promesa divina— no desaparecerá, sino que logrará en nuestros días un triunfo mayor que el de Lepanto.

¿Como? ¿Cuándo? El futuro a Dios pertenece. Gran causa de tristeza y aprensión se nos presenta cuando miramos incluso a algunos hermanos en la Fe. En el fragor de la lucha, es posible e incluso probable que tengamos terribles decepciones. Pero es bastante seguro que el Espíritu Santo sigue suscitando en la Iglesia energías espirituales admirables e indomables de fe, pureza, obediencia y dedicación, que cubrirán una vez más de gloria el nombre cristiano.

El siglo XX será no sólo el siglo de la gran lucha, sino sobre todo el siglo del inmenso triunfo.