Plinio Corrêa de Oliveira

AMBIENTES, COSTUMBRES, CIVILIZACIONES

Un principio que la Revolución

está repudiando cada vez más

 

"Catolicismo" N.º 198/199 - Junio/Julio de 1967

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Una sala común, con las paredes desnudas, que tanto podría servir para un dispensario, la administración de una cooperativa o una clase escolar. Por la presencia de sillas adaptadas para tomar notas y apuntes, por la disposición del mobiliario y por el hecho de que algunas personas de la primera fila sostienen libros y cuadernos, se puede ver que la foto nos muestra un aula.

Pero, en el momento en que se tomó la foto, ¿es una clase que se está impartiendo, o el holgazán en mangas de camisa, con los pies sobre la silla, es un alumno que aprovechó una pausa entre aulas para bromear? La segunda hipótesis parece más probable. La actitud cómica del personaje, las risas de quienes le escuchan, invitan a esta conclusión.

Digamos, sin embargo, que sea una clase. ¿De qué tratará? ¿Curso secundario para adultos? ¿Autoescuela? ¿Un curso universitario en el que el profesor guía a los alumnos por las más altas cotas del pensamiento?

Es difícil responder basándose en la foto. Podría ser cualquier cosa de esas, o cualquier otra totalmente diferente. Del análisis resulta que el entorno, inexpresivo e insignificante, no ayuda en nada a la mentalidad de los que allí se encuentran, para realizar con toda la riqueza del alma el trabajo específico al que están llamados. Esto es contrario a las solicitaciones naturales del espíritu humano, y por lo tanto es inhumano.

Se podrían hacer observaciones no muy distintas con respecto al segundo cliché. Los personajes son menos jóvenes. No hay hilaridad en la sala. La actitud de la persona que habla no tiene nada de cómico. La habitación y el mobiliario corresponden a una posición algo más elevada. Pero no es poca la vaguedad que se cierne sobre el ambiente. ¿Se trata de un curso de vacaciones en un hotel de playa o en una estación de aguas? ¿O un sermón en alguna secta protestante ultra modernizada? El mueble sobre el que se apoya el orador tiene algo de púlpito… Sin embargo, nada impide que en esta sala se estén dando algunas explicaciones teóricas dentro de un breve curso de ajedrez o de bridge.

En otros términos, se observa el mismo error en el ambiente que en la estampa anterior: toda la falta de una relación específica y definida entre la naturaleza de las actividades realizadas en el lugar y las cogitaciones de quienes están en él, y la sala, el mobiliario y la indumentaria de los personajes.

En realidad, los dos clichés muestran, respectivamente, un aula —con profesor y alumnos— de la Universidad Estadual de Waine y en el Springfield College, en Estados Unidos.

El principio subyacente al grave error psicológico que hace que estas habitaciones sean —en cierto sentido— inhumanas es el igualitarismo.

Decimos "inhumanas" no porque se opongan de algún modo a las comodidades del cuerpo, sino porque, destinadas a las actividades superiores del espíritu, niegan a éste todo sustento, todo estímulo, toda inspiración en el trabajo lleno de sutilezas e imponderables que el intelecto y la sensibilidad deben realizar en él.

De esto se regocija el igualitarismo, adversario irreductible de la diferenciación y jerarquía entre espíritu y materia, actividad intelectual y trabajo manual; el igualitarismo que, odiando las desigualdades más justas y armoniosas, se opone a todo lo que es peculiar, característico, orgánico. Y que anhela por un mundo trivial, sin nada típico ni expresivo, en el que se licúen y desaparezcan todos los matices de clase, función, lugar o edad.

La sabiduría de todas las generaciones que precedieron a la aparición de este asombroso error abogaba por lo contrario.

Aquí, por ejemplo, una sala de estudio de la Universidad de París en la Edad Media. Los alumnos celebran un debate escolástico bajo la dirección del maestro. Toda la seriedad y la nobleza de la actividad intelectual se afirman allí con una admirable riqueza de expresión. Todo ayuda al maestro y a los alumnos a concentrarse, a tomar conciencia de su elevada misión, a elevar el espíritu a las regiones más nobles del pensamiento.

La luz entra a raudales, pero las vidrieras aíslan la habitación de las distracciones del mundo exterior. Los alumnos, frente a frente, pueden verse y discutir fácilmente. Los bancos en los que se sientan tienen la dignidad y la solemnidad de las sillas de coro de un Cabildo. El traje característico de la Universidad les facilita una actitud interior digna y serena. La nobleza de la función docente se expresa espléndidamente en la cátedra, que es un auténtico trono. Los bedeles están al servicio del maestro y de los alumnos y ayudan a mantener la disciplina. Su vestimenta y su actitud los convierten, no en simples vigilantes, sino en funcionarios casi tan solemnes como si fueran magistrados. Las consideraciones de carácter religioso están muy presentes. En el púlpito, donde se encuentra el libro consultado por el maestro, hay un grupo de madera tallada que representa la Anunciación. En las mazas que llevan los bedeles hay, como era frecuente, reliquias. La enseñanza y la disciplina se orientan hacia lo que más estimula la actividad intelectual, es decir, la fe. En este sentido, la sala contrasta con el ambiente glacialmente secular de las dos fotos anteriores.

El aula medieval de la Universidad de París contrasta con sus congéneres modernas porque esta toda basada en el principio de que el ambiente de un lugar debe estar a la altura de su finalidad, respondiendo así a las exigencias naturales del espíritu humano. Un noble principio de las sociedades orgánicas, armoniosamente jerarquizadas y sacrales, que la Revolución repudia cada vez más.

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