La admiración de las grandes concentraciones urbanas por los barrios
en que se agrupan inmensos rascacielos, es una de las manías de nuestro
siglo. En muchos países se multiplican los centros de proporciones
babilónicas, cuya impresionante masa da la ilusión de una yuxtaposición
casi inimaginable de palacios ciclópeos. La visión de esa mole provoca
en ciertas personas un “frisson” (temblor emocional) de simplón: "qué
grandes somos, qué ricos somos, qué masivos somos", exclaman. E incluso
en las ciudades en las que la tradición, la cultura y el buen gusto han
conseguido impedir la construcción de rascacielos, las presiones a favor
de estos son cada vez más grandes, hasta el punto de que se teme la
destrucción definitiva de todas las barreras que aquí y allá se oponen
todavía a la arquitectura elefantiásica de nuestros días.
Por supuesto, nadie duda de los inconvenientes de todo tipo que
provocan estas grandes construcciones. No hay nadie que no se lamente de
todo el daño que hacen a la vida familiar, a la educación de los niños,
a la higiene y al tráfico. La vulnerabilidad de los barrios altos ante
cualquier ataque enemigo en caso de guerra es evidente. Nadie discute
que, en caso de revolución social, la paralización de cualquier central
eléctrica, inmovilizando los ascensores, puede llevar al
"acorralamiento" de un número indefinido de personas.
Sin embargo, nada de esto impide que los rascacielos se multipliquen
en los grandes centros. Y también en los pequeños: no hay quien ignore
la euforia de las ciudades medianas de nuestro país —en las que el
rascacielos no tiene razón de ser— cuando se levanta allí el primer
edificio de quince o veinte pisos.
¡El poder del mimetismo! Lo que es moderno debe ser copiado por
todos, incluso contra los datos más elementales del sentido común. Hay
que ser moderno a toda costa. Y no ser moderno es la vergüenza más
notoria.
Nuestra foto muestra una vista del puerto de Nueva York. En el
fondo se alzan las siluetas de los inmensos edificios que se han hecho
famosos en todo el mundo. Están inmersos en la niebla, toda ella hecha
de hollín, polvo y desechos que apestan el aire de la gran ciudad. En
primer plano, un enorme transatlántico, escupiendo humo, presta su eficaz
contribución a la contaminación de la atmósfera.
Dado
que los inconvenientes científicamente probados de las grandes
concentraciones urbanas causan tan poca impresión en lo que respecta al
hombre, un hecho recientemente publicado en la prensa diaria puede
servir para abrir los ojos de muchas personas.
Como se sabe, el granito tiene una resistencia extraordinaria. Por eso los
monumentos egipcios que, expuestos al sol y a las tormentas de arena del
desierto, han sido refractarios a la acción del tiempo, son el símbolo
de la durabilidad.
Pero uno de ellos, el obelisco llamado Aguja de Cleopatra, que el faraón
Totmés III hizo construir hace 35 siglos y que en 1880 fue transportado
en excelente estado a Nueva York, está empezando a ser destruido. No
piense que estos destrozos son obra de vándalos. Lo destruyen, no los
depredadores ordinarios de las cosas del arte, sino agentes más
poderosos y sutiles, contra los que no hay defensa. En menos de cien
años el obelisco se ha ido desagregando, sus jeroglíficos se han ido
borrando poco a poco y la piedra de la que está hecho se ha ido
corroyendo porque, situado en “Central Park”, está inmerso en el aire
que respiran los desafortunados habitantes de Nueva York.
¿Cómo puede el organismo humano permanecer indemne a la acción de factores
que destruyen una tan resistente obra de arte?
El argumento es irresistible en la sana lógica. Sin embargo, tenemos
pocas esperanzas de que cambie el rumbo de las mentes en este asunto,
pues la manía de la modernidad a toda costa es más refractaria a la
lógica que los obeliscos y las pirámides a la acción del sol y las
tormentas a lo largo de los siglos en el desierto... |