La agencia "Nueva China" informó de que 160.000 literatos y artistas chinos trabajaron en fábricas y en el campo durante 1965. El órgano oficial del Partido Comunista de ese país, "Diario del Pueblo", escribió a este respecto que el trabajo físico es el único medio de bolchevizar eficazmente a los escritores y artistas.

Nuestra primera figura reproduce una antigua pintura china, que nos muestra, en un apacible bosquecillo de esbeltos y delicados bambúes, a dos mujeres jóvenes sentadas en una estera. Rodeados de objetos frágiles, ligeros y de buen gusto que eran de uso común en todas las clases sociales de la antigua China —abanico, jarrón de porcelana con planta, tetera, árbol enano— conversan en la intimidad de una entera consonancia de alma y corazón. Mientras así dejan pasar el tiempo, se entretienen jugando con tres gatitos. Se representa así con finura, penetración y sensibilidad un aspecto de la vida tranquila y meditativa de la China imperial.

De este estilo brotó, como la flor perfumada nace de la planta, una de las culturas más sutiles, exquisitas y auténticas que conoce la Historia.

El rasgo característico de esta cultura es, desde cierto punto de vista, la capacidad de engendrar y expresar ciertos matices de los más elevados y delicados de la mente humana, así como de discernir y representar matices análogos existentes en los reinos animal, vegetal y mineral.

Como es obvio, esta maravillosa aptitud de la antigua China fue en gran medida el resultado de dos factores: la vida serena que permitía una larga y meditada observación del hombre y de las cosas, y la presencia de los mil monumentos y objetos de arte que de eso resultaron, y que inspiraban poderosamente la producción de nuevas obras maestras.

En otras palabras, el talento, expandiéndose en el reposo contemplativo, multiplicaban las obras de arte, las cuales, en una feliz acción recíproca, estimulaban a su vez el talento.

Nadie puede dudar de que ningún factor se opondría más a una producción cultural de este calibre que el trabajo físico duro, agobiante, agotador, el trabajo de los esclavos –pues no merece otro nombre– realizado en los inmensos tugurios industriales y agrícolas del mundo comunista.

La segunda figura de esta página muestra a uno de los desafortunados condenados a este tipo de trabajo. Es un campesino que trabaja en el agua y el barro de los inmensos campos de arroz de una "comuna" cerca de Kwuelin [N.R.: Guilin (en Zhuang estándar: Gveilinz; romanizado alternativamente como Kweilin) es una prefectura en el noreste de la Región Autónoma Zhuang de Guangxi], en el sur de China. ¿Cómo se puede esperar que sus condiciones de vida inspiren su mente con los maravillosos conceptos de la cultura china, o preparen sus manos para los delicadísimos trabajos en los que la artesanía china se ha hecho célebre?

Así, es evidente que, al expulsar a los artistas y literatos al campo, el comunismo, movido por el más estúpido igualitarismo, está realizando una labor de extinción cultural que, llevada a sus últimas consecuencias, conducirá a la barbarización de China.

Pero, dirá alguien, ¿no tienen todos el mismo derecho a la cultura? y si no se puede darla a todos, ¿no es justo que los intelectuales, dejando su vida de ocio meditativo, participen efectivamente en el trabajo, ayudando a la producción material?

Si se aceptaran los principios contenidos en esta pregunta, la cultura debería desaparecer de la tierra, de modo que hubiese una mayor producción de nabos, tomates y cebollas. Y los que piensan así se imaginan que de ese modo la humanidad sería más feliz.

Pensar así es incluirse entre esos hombres de los que habla el Apóstol, "quorum deus venter est" (Filipenses 3:19): que tienen por dios su propio vientre.

[Paul] Claudel dijo de ellos que, si pudieran, convertirían las estrellas en patatas para que los hombres pudieran comerlas.