Utilizando el variado, colorido y vivo lenguaje del
gran Antero de Figueiredo, queremos hoy comentar un aspecto más (ver
ACC del n.º 161,
mayo p.p.) del fecundo y cristiano regionalismo que
caracteriza a la nación española en sus realidades más profundas.
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"Junto al culto religioso a las reliquias
históricas”, —observa el ilustre escritor y eficaz apóstol de la
Contrarrevolución—, “existe (entre los navarros) el aferramiento a leyes
especiales, a foros, a privilegios. Este espíritu les hizo unirse
modernamente, y levantar en una plaza pública de Pamplona un monumento
de protesta “para simbolizar la unión de los navarros en la defensa de
sus libertades, libertades aún más dignas de amor que la propia vida”,
haciendo valer una vez más sus antiguas regalías, al hacer grabar en su
pedestal el artículo de las cortes de Olite de 1645, que decía: “la
incorporación de Navarra a la corona de Castilla fue por vía de unión
principal, reteniendo cada reino su naturaleza antigua, así en leyes
como en territorio y gobierno”. Y en las caras de este simbólico
monumento, en el que, representado por sus escudos, se afirma la
solidaridad de todas las tierras de su provincia, los navarros siguen
mostrando a los legisladores presentes y futuros, fijadas en castellano
y euskera, las palabras juradas de los antiguos compromisos reales ante
su pueblo: “Juraban nuestros reyes guardar y hacer guardar los fueros
sin quebrantamiento alguno, mejorándolos siempre y nunca empeorándolos y
que toda trasgresión a este juramento sería nula, de ninguna eficacia y
valor”.
“(... ) Por todo ello, este pueblo acogió como
ningún otro, con profunda simpatía de alma nacional, al carlismo
—partido conservador por excelencia de las viejas leyes, que había hecho
grandes y felices a aquellas gentes de navas y sierras, cosas de sus
privilegios, que anhelaban vivir tranquilamente en la paz de sus
tradiciones nacionales, católicas y monárquicas, y en los privilegios de
sus leyes especiales a las que tienen derecho hereditario, todo lo cual
está contenido en el lema de Carlos VIII: “Dios, Patria, Rey y Fueros”.
“El navarro —como el vizcaíno, el gallego, el
catalán— tiene la noción regionalista de que España debe ser una
federación de patrias formada no artificialmente con frías divisiones
administrativas, sino, por el contrario, con grupos naturales ardientes,
de sensibilidades autóctonas, además vibrando, comulgando, unidos, la
idea de una sola nación, utilizando sus propias lenguas, sus propios
hábitos y costumbres, en plena posesión de los derechos que las
tradiciones y la experiencia de las necesidades locales han creado,
viviendo siempre en la admiración y el estímulo de los logros de sus
mayores, — pueblos poseedores de páginas gloriosas que sólo a ellos
pertenecen, porque sólo ellos son los legítimos herederos de tan heroico
linaje. No siendo así, su instinto les dice que todo lo demás son
combinaciones artificiales de los hombres en oposición a las
disposiciones naturales de la naturaleza (¡así, ingenuos, les parece!),
que comenzó distribuyendo la península con desigualdad —a unos las
montañas, a otros las llanuras, a éstos el interior, a aquéllos las
costas— para que los pueblos sean pintorescamente distintos,
estéticamente diversos, para que en todo se cumpla una de las
condiciones de la belleza: la variedad“.
“Así, la Patria es una tonalidad
armónica obtenida a partir de los colores disímiles de cada región; un
ritmo único que hace sonar, en una sola curva melódica, los ritmos de
varias curvas diferentes. Una Nación, en un país de razas, de lengua, de
geografía, de tradiciones, de usos, de costumbres, de almas desiguales:
— una Nación es la solidaridad en la diversidad; la unidad en la
diferenciación”.
“El alma política del independiente
navarro puede resumirse en el lema de un estandarte que, en 1936, a la
agitada luz de una provincia revuelta, se agitaba febrilmente por las
calles de Pamplona, al frente de una clamorosa banda de acérrimos
bairristas, que predicaban al aire su anhelo de vida local y de
libertades tradicionales, en estas dos luminosas palabras: ¡paz y
fueros!” (“España”, 4ª edición, pp. 310-314).
Explicitando en términos llenos de
grandeza poética el sentido regionalista del patriotismo hispano, la
“Ordenanza del Requeté” —síntesis de los principios y deberes de las
“boinas rojas” carlistas— se expresa en estas ardientes palabras:
“Tu Patria, es tu Nación; tu Nación,
España.
“España: Única e indivisible, en su
rica variedad autárquica regional, es:
- Sublime arcano de tradiciones,
- Relicario de grandezas,
- Madre de Nuevos Mundos,
- La luz de la historia,
- Albergue de la Santidad,
- Defensora de la Iglesia Católica.
“España sin la Cruz, dejaría de ser
España.
“Estúdiala, para conocerla.
“Conócela, para amarla.
“Ámala”, para honrarla.
“Ten presente que el más puro de los
amores, después de Dios, es el de la Patria”.
Este regionalismo orgánico, que durante casi un milenio
ha aplicado a las relaciones entre los diversos “reinos” de la península
y la gran patria hispana el principio de subsidiariedad enseñado por
Juan XXIII en la Encíclica “Mater et Magistra”, subsiste porque, a pesar
de toda la presión del cosmopolitismo contemporáneo, en España siguen
viviendo pueblos auténticos, a diferencia de otras naciones en las que
la paganización y el dominio del dinero, de la máquina, de la propaganda
y del erotismo han transformado todo en masa.
El navarro, al que se refiere especialmente el gran
Antero, ha recibido de la Iglesia y de la Historia una tradición viva
que no depende de los medios modernos de propaganda para mantenerse.
Esta tradición se mantiene incluso a pesar de la presión que se ejerce
contra ella por estos medios. Está profundamente arraigada en el alma de
todo navarro auténtico y constituye para él una convicción personal que,
como sus mayores, está dispuesto a defender con su propia sangre.
En estos altivos alcaldes del Valle de Aezkoa,
fuertes, vivos y dignos como debe ser un verdadero cristiano, en estas
jóvenes [del Valle del Roncal], modestas y, sin embargo, tan
distinguidas en su expresivo traje regional, vive algo auténtico,
genuino, a la vez tradicional y actual, que todas las influencias de la
Revolución no han podido exterminar, y que constituye una fecunda
esperanza para el radiante futuro prometido por Nuestra Señora en
Fátima: el reinado del Corazón Inmaculado de María, que ya se presagia
más allá de las tormentas, las catástrofes en las que se liquidará
vergonzosamente la Revolución.
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