Nuestro primer grabado muestra una "Cabeza", un mármol de 35,5 cm de
altura expuesto en el Museo del Louvre. Proviene de Amorgos, en el
archipiélago griego de las Cícladas. Es un ídolo de la época
prehelénica.
Las maravillas del universo deben llevar al hombre al conocimiento
de la sabiduría, la bondad y la belleza del Creador de todas las
cosas. Pero, habiéndose hecho pagano, comenzó a adorar no pocas
veces a seres inferiores, como animales, o incluso a divinidades
imaginarias horrendas. A menudo, adorando figuras humanas, las adoró
monstruosas, como es el caso de esta "cabeza". Si alguien con esta
cara caminara por las calles, causaría horror. Y si se subiera a un
tranvía o a un autobús, este se vaciaría inmediatamente. Si hubiera
una enfermedad cuyo efecto fuera hacer que sus víctimas fueran así,
todos los médicos del mundo se movilizarían contra ella. Es un
monstruo, muy expresivo, es cierto, pero por eso mismo tanto más
terrible, pues de él sólo se desprende monstruosidad.
¿Cómo no sentir compasión por los pobres paganos, llevados a adorar
a este monstruo? ¿Cómo no percibir la deformación mental y moral que
introduce en el alma la adoración de tal entidad?
A
este respecto, la Sagrada Escritura observa con clarividencia que
los hombres se modelan a sí mismos en las cosas que aman:
“Como
uvas en desierto hallé a Israel: como los primeros frutos de la
higuera en lo alto de ella, vi a los padres de ellos: mas ellos
entraron a[l
templo de] Beelphegór, y se enajenaron para su confusión, y se
hicieron abominables, como aquellas cosas que amaron” (Os 9,10)
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