Lo normal
en una sociedad bien ordenada, en una sociedad cristiana y orgánica,
compuesta por clases diversas, armónicamente escalonadas e íntimamente
entrelazadas unas en las otras, es que haya para todos abundancia de los
bienes indispensables para la existencia, como el alimento, el vestido,
la habitación, las medicinas corrientes y los medios de transporte
comunes. Al contrario, los bienes que son meramente convenientes, no
necesarios, como vinos de óptima calidad, exquisiteces, obras de arte,
tejidos preciosos, medios de transporte lujosos, son mucho menos
abundantes. Y, por el orden natural de las cosas, deben confluir para
las clases dirigentes, más cultas, dotadas de más gusto para apreciarlos
y de más capacidad para desenvolverse con ellos.
Estas
consideraciones nos ponen en presencia de un trinomio: función
dirigente, cultura, riqueza. Hay entre los elementos de este
trinomio una afinidad natural, la cultura es el predicado propio de
quien dirige, y la riqueza es a la vez instrumento de dirección y medio
de destilar y quintaesenciar cultura.
* * *
Estos
conceptos son banales. Sin embargo, la
Revolución
[*]
los niega de mil maneras. Se opone a la diferencia de clases, cultura y
fortuna. Bajo su inspiración, en muchos lugares donde falta lo necesario
se constituyen industrias de baratijas vistosas, objetos superfluos,
baratos y de poca durabilidad, que dan al pobre, con el estómago vacío,
la ilusión de ser rico. Y finalmente, gracias a las turbulencias
económicas y sociales que engendra en todas partes, el trinomio del que
hablamos se va descoyuntando. Las clases tradicionales, que representan
el factor educación, el gusto, el alto estilo de vida, absorbidas por el
placer o la inercia, se van volviendo cada vez menos cultas y menos
ricas. Las profesiones intelectuales, en que la educación es el medio de
vida, van teniendo una situación económica cada vez más modesta, a la
que corresponde una situación social cada vez más apagada. El dinero
fluye en inmensas cantidades para elementos sin tradición, sin cultura,
sin instrucción y sin gusto.
Y
de ahí viene una serie de ideas falsas que concurren en parte para el
ambiente de confusión en que vivimos.
Una de
estas confusiones existe entre los conceptos de fino y granfino. Nos
ocuparemos de ella hoy.
* * *
Granfino se dice de una
persona, un traje, un ambiente, etc. Un vestido granfino necesita, en
primer lugar, ser nuevo, con esa forma de esplendor que sólo las cosas
nuevas tienen. Todo lo que es granfino debe, además, causar un cierto
asombro, hacer a la mujer parecer hombre, a la anciana tener aspecto de
joven, o al anciano parecer un cursi. Debe dar a los muebles, a la casa
o al templo una impresión de máquina, de fábrica, y debe de alguna
manera producir la sensación de que viola las leyes de la física.
Su aspecto tiene que ser
"democrático", nada de pompa, de solemnidad, de seriedad. Todo simple,
lamido, con aires de niño en vacaciones. En compensación debe ser muy
limpio. Y sobre todo caro. Cuanto más caro, mejor.
Por tanto, el granfinismo
no es prerrogativa de las grandes ciudades, hasta las aldeas lo tienen.
Ni es seña de identidad de una clase, hasta en las tabernas de barrio
hay granfinos suburbanos. El granfinismo es un estilo, un género, una
categoría, una enfermedad. Casi diríamos que forma una secta.
* * *
Los
granfinos en sus respectivos niveles son todo, el resto no es nada. De
ahí viene la idea de que la clase dirigente, si no tiene el monopolio
del granfinismo, es como su matriz. Y que tener dinero, tener gusto, ser
granfino, es una sola cosa.
Pero ciertamente no lo
son. El granfinismo es el triunfo de la vulgaridad y del mal gusto,
teniendo a su servicio el dinero. Es fruto de un trinomio, pero que es
lo opuesto del
trinomio de la finura.
Para hacer algo fino, el
dinero es útil, pero de ninguna manera es necesario. Al hacer algo
granfino, el dinero es malgastado y sólo sirve para dar fuerza de
ostentación a la vulgaridad.
* * *
Esta sala de nuestro
grabado, de segunda categoría, por cierto, busca nítidamente el
granfinismo. El asiento del primer plano tiene cojines muy cómodos, que
invitan al cuerpo a relajarse. Pero este respaldo y este asiento tan
mullidos no se completan con reposabrazos. El completo relajamiento es
incompleto. Además, el cuerpo que se relaja forzosamente pesa. Las
delgadas patitas de ese mueble parecen especialmente destinadas a cargar
seres diáfanos. Las personas sienten todo esto sin poderlo explicitar.
Saben, además, que el asiento no se va a caer. Todo es contradicción
rebuscada y astuta. Divertida. O, mejor dicho, graciosa. Nuevo a
estrenar, elegante, costó lo suyo, en fin, granfino, o más bien
granfinito.
La alfombra da la
impresión de mal peinada. Es lanuda, enredada, sin ser propiamente fofa.
¿Es de buena calidad? Sí, porque no está gastada. No, porque se diría
que salió de la fábrica antes de los acabados finales. Mientras no tenga
ninguna mancha, ni se destiña, será graciosa y granfina. Esto durará
poco. Manchada, desteñida, continuará alfombrilla, felpa horrible que
terminará por ir a la basura.
¿El jarrón es un jarrón o
un cilindro cualquiera? ¿Qué son estas varillas? ¿Fueron recolectadas o
cogidas sueltas en cualquier jardín, rodando por el suelo? ¿Y el cojín
que flota solo y desolado en el sofá del fondo? ¿No es la figura del
observador sensato, como mísero escombro flotando descorazonado y sin
lastre en este pequeño océano de contradicciones llamativas, pedantes y
ufanas de sus propias cacofonías?
Caro, un poco.
Pretencioso, mucho. Extravagante, completamente. Granfino completamente.
Fino, en absoluto.
* *
*
En la foto
vemos una verja de hierro forjado que protege la entrada de un antiguo
edificio, pavimentada con grandes tablones
anchos y bellos. Paredes de
piedra. Todo muy barato. Cuánta afabilidad, cuánta seriedad, cuánta
nobleza. Líneas distinguidas, natural dignidad de lo que es serio y
correcto. ¿Es cara? En absoluto. ¿Es fina? Mucho. ¿Es granfina? Todo lo
contrario.
Ciertamente,
nada es más equivocado que confundir finura y granfinismo.
NOTAS
[*]
Las palabras “Revolución”
y “Contra-Revolución”, son aquí empleadas en el
sentido que se les da en el libro “Revolución
y Contra-Revoluciónn”, cuya primera edición
apareció publicada en el número 100 de la revista “Catolicismo”,
en abril de 1959.
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