¿Entonces,
todo lo moderno es malo? Esta es la pregunta que puede hacerse algún
lector de esta sección que carezca de elevación y fuerza de espíritu
para vivir en oposición habitual a las opiniones y costumbres de
nuestros contemporáneos. Si respondiéremos afirmativamente, habremos
caído en el absurdo total, y este lector de alma pequeña se sentirá
interiormente desobligado —¡y con qué alivio!— de acompañarnos. Si
respondiéremos negativamente, al menos podrá decir que ante el mundo
actual no somos intolerantes, que el periódico de su elección no tiene
ese negro defecto de la intolerancia, respecto al cual es tan
intolerante el espíritu de este siglo, que se jacta, además, de tolerar
todas las formas de error y de vicio.
Si por moderno entendemos hodierno, es decir, nacido hoy, o que vive en
nuestros días, no podemos decir que todo lo moderno es malo. En este
sentido, la Santa Iglesia, que existe desde hace veinte siglos, o la
monarquía inglesa con sus ritos medievales, son modernas.
¿Cómo podríamos apedrear todo, absolutamente todo lo que es de origen
reciente, sin suicidarnos al mismo tiempo? Porque nuestro periódico
nació ayer, y la animada y cada vez más extensa legión de lectores que
lo aplauden y lo difunden por todo el país es de hoy.
Pero
si por “moderno” entendemos lo que lleva el sello del espíritu
igualitario, sensual y naturalista, entonces realmente todo lo que es
moderno es malo. ¿Y podría no serlo?
Que no todo lo hodierno nos parece malo lo
ejemplifican, en lo que a arte se refiere, las figuras de la “Orchestre
doré” del conocidísimo y actualísimo pintor Raoul Dufy.
Sin duda, nada en ellos copia el gusto o la técnica
de otras épocas. Si hay algo que no se puede decir de ellos es que son
anacrónicos. No obstante, los publicamos con mucho gusto. Son figuras
que expresan, con brío y gracia, actitudes y estados de ánimo de una
realidad palpitante. El esfuerzo apasionado del timbalero, el flautista
aplicado, el trompetista que interpreta su papel de forma un tanto
distraída y descuidada, el arpista, profundamente reflexivo, el pianista
que lucha con una interpretación extremadamente difícil simbolizada por
la inmensidad del piano, todo vive, todo se mueve, todo vibra, y
especialmente gravita la luz de la sonrisa ingeniosa y divertida de Dufy.
La
gracia, la vida, la ligereza de la obra no provienen del hecho de que
esta se realice en nuestros días. Provienen de las cualidades del
artista, de su noción exacta de lo que es el arte.
Y,
como transición al siguiente comentario, destaquemos esta frase de Dufy:
“La originalidad es una monstruosidad”
[1].
Una frase exageradamente genérica, por supuesto, pero que, aplicada a la
mala originalidad, es completamente cierta.
No
aplaudimos todo lo que pintó Dufy. Aplaudimos su talento, y reconocemos
con gusto que, al evitar esta falsa originalidad, tuvo la suerte de no
llegar a lo monstruoso. Esa monstruosidad que hoy en día tiene tantos
adeptos.
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