Plinio Corrêa de Oliveira

AMBIENTES, COSTUMBRES, CIVILIZACIONES

Figuras que encarnan

concepciones de vida

 

"Catolicismo" N.º 77 - Mayo de 1957

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La Revolución Inglesa del siglo XVII ocupa un lugar destacado en la trágica historia de Occidente.

Esta crisis comenzó en el siglo XVI con la explosión religiosa igualitaria que fue el protestantismo. Dio lugar a diversos movimientos ideológicos que, favorecidos por factores de diversa índole, culminaron en el siglo XVIII en una nueva explosión igualitaria, la Revolución Francesa. En el ámbito sociopolítico, hizo triunfar las mismas tendencias niveladoras que el protestantismo había afirmado en el ámbito religioso. De la Revolución Francesa surgió a su vez, a través de las convulsiones y crisis del siglo XIX, el comunismo, que llenaría la historia del siglo XX.

De los movimientos que sirvieron de enlace entre la crisis religiosa del siglo XVI y la crisis sociopolítica del siglo XX, quizá ninguno tuvo la importancia de la Revolución Inglesa. Los problemas en los que se desarrolló la lucha entre los partidarios del rey Carlos I y los de la revolución son, implícita o explícitamente, los mismos que habían opuesto en la primera Constituyente francesa a los “derechistas” con Maury y Casalèz a los “izquierdistas” como Mirabeau o Bailly. En ambas revoluciones, los problemas religiosos estaban estrechamente entrelazados con los políticos, y los partidarios del Rey, generalmente apegados a la religión dominante (en Inglaterra, el anglicanismo, remedo natimuerto del catolicismo), se enfrentaban a oponentes penetrados por el espíritu de la duda y la “simplificación” del dogma. Al final, en ambos casos, los actores de los primeros lances fueron seudomoderados, posteriormente postergados por exaltados que llegaron hasta el extremo del regicidio.

En este sentido, con las variantes que siempre existen cuando la historia como que se repite a sí misma, Carlos I es una prefigura de Luis XVI, Cromwell un precursor de Robespierre o Saint-Just, y la revolución inglesa una “avant-première” de la Revolución Francesa.

Esta descripción muy resumida de algunas perspectivas de la crisis de la civilización occidental pretende presentar en sus verdaderos marcos históricos a dos personajes típicos de las ideas a que Carlos I y Cromwell sirvieron de bandera.

En nuestro cliché, Oliver Cromwell, según la miniatura de S. Cooper. En su época, la coraza ya estaba en proceso de abandono. En los retratos oficiales de generales y jefes de Estado se utilizaba estrictamente para efectos de pomposidad. Desgraciadamente el uso de este elemento decorativo restó naturalidad a no pocos cuadros, pues la coraza, incluso en un militar como Cromwell, impedía la transparencia de ciertos elementos cargados de significado psicológico, como el porte espontáneo, la vestimenta, etc. Así, esta miniatura nos revela el alma del personaje principalmente a través del rostro, enmarcado por un sencillo cuello de lino y una abundante cabellera.

El famoso militar está en la fuerza de la edad y del talento. Su nariz prominente da una impresión de audacia. Sus labios rasgados y crispados parecen manifestar resolución. Su poderosa mentón muestra una obstinación habituada a ejercerse. Su frente alta, su ceño fruncido, parecen llenos de ideas, preocupaciones y planes. Destacan particularmente los ojos. Hay en ellos la luz de quien tiene el alma acostumbrada a las altas esferas del pensamiento, el calor de quien está penetrado hasta las últimas fibras por el hábito y el gusto por la polémica y la lucha, la fuerza de quien ha hecho del ejercicio del mando en todos sus aspectos, gobierno, administración y hasta la inspección férrea de los detalles minúsculos, su segunda naturaleza. La seriedad del personaje no es en absoluto inauténtica. Pero tampoco es nada auténtico. Hay, difuminado en la fisonomía, un destello de picardía, hay en la carne una intensidad de vida vegetativa que impresiona, quizá no a primera vista, pero sí en un segundo análisis. Hay algo de la desfachatez y del ruidoso y pesado burlón de bar, en lo que llamaríamos la segunda capa psicológica de este rostro en el que se refleja, bajo todos los aspectos, una personalidad hercúlea.

Un Hércules, sin duda. Pero nunca un Hércules al estilo renacentista, esculpido, lavado, estilizado y peinado con el arte más discreto.

Hay un desorden general en él que solamente no ha arrugado su armadura. Por lo demás, todo parece desordenado por un soplo que proviene —cosa curiosa— de una turbulencia y una rusticidad interior fundamental. El pelo, el cuello, la carne, todo está arrugado y convulsionado. Todo se beneficiaría de un lavado: el pelo graso, el lino del cuello, la propia cara. Un trastorno que expresa el movimiento impetuoso del alma. Un trastorno que es el efecto natural de una situación interna. Un trastorno en el que el personaje se deleita y encuentra el complemento de sí mismo. Un desorden rústico que ama también porque es rústico, y en cuyo desorden y rusticidad ve, no un mal, sino un bien, e incluso la nota que deben tener todas las cosas, para que el universo sea agradable y habitable.

Un universo tumultuoso, antiestético y convulso, más parecido al infierno que al cielo. Un universo revolucionario. Un héroe triunfante de una revolución en marcha, al servicio de la inversión del orden y de la jerarquía de valores.

Tres posiciones del rey Carlos I de Inglaterra, pintadas por Van Dyck.

El pelo, aparentemente despeinado, está en realidad magníficamente estudiado. Un espléndido cuello de encaje y un traje de seda resaltan lo extremadamente delicado y poético de este varón que, si no hace pensar en el Hércules de la mitología, recuerda en cierto modo a Apolo o a un príncipe de los cuentos de hadas.

En esta figura de tan extrema elegancia y delicadeza que a un crítico conformado con la brutalidad de nuestros días podría parecerle algo femenina, hay en el fondo un mosquetero à la d'Artagnan. La larga línea del rostro, que va desde la parte superior de la frente hasta la barba en punta, casi se podría decir puntiaguda, expresa la obstinación. El perfil muestra la línea de la nariz, también puntiaguda, indicando por su especial conformación, un espíritu de aventura y mando. La mirada es tan profunda como un lago que refleja todo un firmamento de tradiciones, cultura y principios. Pero un lago lleno de sorpresas, cuya superficie presenta a veces matices de ironía y crueldad.

Un héroe, sin duda, hecho para despertar, por su superioridad innata, dedicaciones sin límites. Hecho para arrastrar al ataque y a la muerte a brigadas enteras de caballeros ebrios de fervor guerrero. Hecho para hacer delirar de entusiasmo a las multitudes. Modelado finalmente por una larga y admirable tradición, para contemplar con la misma serena superioridad, un poco misteriosa, afable casi hasta la gentileza, pero absolutamente inaccesible, un baile, una batalla, o su propio cadalso.

Un gran hombre, él también. Grande por una fuerza interior procedente de una alta conciencia de la dignidad regia, y hecho para figurar en el centro de un mundo formado para el orden, la jerarquía y una forma de belleza solemne pero natural, plácida pero variegada y viva, triunfante pero amena y gentil. Un mundo que pretende ser solemne, plácido y triunfal como el Cielo.

¿Como el Cielo? Sí y no. Para una mezcla de Cielo y Olimpo quizás. En esta figura falta la nota sobrenatural. La herejía pasó por allí y dejó su huella. Hay en este hombre una hipertrofia del individuo, un culto a sí mismo, una falta de dedicación a algo de superior a él mismo —al Vicario de Cristo, a Dios— que no le lleva al cielo, sino que le ata a la tierra.

Un príncipe católico perfecto tendría todas estas cualidades, es cierto. Pero aún tendría otras... y no tendría estos defectos.

 

Traducido con auxilio del traductor www.DeepL.com/Translator (free version)