Hoy
queremos destacar uno de los principios más esenciales del triste camino
seguido por Occidente, desde sus tradiciones culturales y sociales
cristianas, hasta el paganismo total al que ya está tan cerca.
Es el principio que
llamaríamos “gradualidad”. La corrupción, en su larga marcha victoriosa,
no ha dado saltos. Por el contrario, ha progresado en etapas tan
insensibles que nadie en el camino ha prestado atención al deslizamiento
de ideas, costumbres y modas. Y con ello, el camino recorrido mansamente
por la humanidad fue inmenso.
La mayoría de las
lamentables costumbres de nuestros días aparecieron tímidamente en el
siglo XIX. Publicaremos a su debido tiempo una descripción de los
primeros baños en el mar a los que la alta sociedad francesa empezó a
aficionarse incluso antes de la revolución de 1830, acompañada de
material ilustrativo competente. El término de comparación, que sería el
traje de baño absolutamente moderno, no podremos publicarle, porque ya
ha “evolucionado” hasta tal punto que macularía las páginas de un
periódico católico. Quien les dijera a las nobles y discretas damas que
iniciaron esta moda en Francia cómo se bañarían las elegantes damas de
1920 seguramente las habría sorprendido mucho. Y tal vez, para evitar
tales excesos, incluso hubieran suspendido la aún incipiente costumbre.
¿Y qué dirían las elegantes de 1920 si pudieran ver cómo se bañarían
ellas mismas o sus hijas y nietas en el mar y la piscina en 1956? Este
anticipo probablemente hubiera despertado una reacción saludable en
ellas. Pero como nadie preveía tales excesos, la moda siguió su curso.
En 1956, podemos preguntarnos legítimamente: ¿cómo serán las cosas en
1986?
Ningún principio nos
parece más importante de difundir que el de la gradualidad de las
transformaciones de la moda, si queremos despertar una reacción que ya
tarda...
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Hoy
nos ocuparemos más específicamente de la masculinización de las mujeres,
un fenómeno absolutamente tan deplorable y ridículo como sería el
afeminamiento de los hombres.
Nuestro primer grabado
representa a dos damas, muy jóvenes, y a una niña, en un cómodo interior
de hace unos cien años. El entorno en el que se mueven se caracteriza
por una cierta gravedad.
Las cortinas son espesas, la silla es grande y noble, el cache-pot de
líneas marcadas y robustas tiene adornos dorados, una hermosa alfombra
cubre todo el suelo. Pero, al mismo tiempo, los colores son alegres. Las
cortinas son de un azul muy claro, casi aguamarina, la dama sentada, que
evidentemente es una visitante, lleva un hermoso vestido de un verde de
hoja nueva en la primavera europea, y su abrigo es blanco. En su cabeza
lleva unas rosas. La dama que está de pie está vestida de seda lila
brillante. La niña lleva un vestido blanco con rayas rojas, adornado con
cintas también rojas. Las cintas del mismo color adornan su pelo y
cuelgan de sus trenzas. Esta mezcla de gravedad y gracia caracterizaba
el ambiente de la vida familiar en el pasado. En ella, la mujer pudo
desplegar plenamente las preciosas cualidades propias de su sexo:
gentileza, afabilidad, gracia, amabilidad y distinción. Los rostros de
las tres personas de nuestro cliché son relajados, plácidos e
impregnados de afecto, lo que indica una convivencia profundamente
marcada por la dulzura de la delicadeza femenina. Parecen encontrarse
como en el elemento apropiado para la práctica natural y como instintiva
de los deberes cristianos de la esposa, de la madre y de la hija.*
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P ero
poco después comenzaba la masculinización, aunque tímidamente. En
las dos jóvenes del segundo cliché hay un principio de audacia, de
dureza, de atrevimiento, que contrasta con el cuadro anterior. Uno
tiene la impresión de que algo muy profundo —aunque todavía muy
discreto— se ha desajustado en su interior con respecto a la vida
familiar. La encuentran bastante insípida. Hay un gusto manifiesto
por vivir en la calle, por enfrentarse a lo imprevisto, por vivir
aventuras, por llevar una vida que ya no está totalmente dirigida a
los castos placeres de la familia, y en la que los momentos más
agradables son los que se emplean paseando anónimamente entre la
multitud. Un como que de masculino en los sombreros, en el corte de
los vestidos, y sobre todo en la fisonomía de los personajes lo dice
bien.*
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Una
joven moderna, en un ambiente moderno. Si no tuviera el pelo largo, no
sería fácil distinguir su sexo a primera vista. Respira por todos los
poros el sabor de la aventura, de la lucha dentro de una vida que en
nada se diferencia de la de un hombre, y que exige el cultivo de
cualidades típicamente masculinas. Un poco más, y la masculinización
habrá sido llevada tan lejos cuanto posible.
Pero, dirá alguien, ¿qué
mal hay en esto?
Es fácil de responder. El
mismo mal habría en que los hombres de hoy se peinaran, vistieran y
vivieran como las damas de nuestro primer cliché.
Pura y
simplemente una subversión monstruosa del orden natural.
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