Plinio Corrêa de Oliveira

AMBIENTES, COSTUMBRES, CIVILIZACIONES

El principio de la gradualidad, regla

astuta del progreso del mal

"Catolicismo" Nº 68 - Agosto de 1956

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Hoy queremos destacar uno de los principios más esenciales del triste camino seguido por Occidente, desde sus tradiciones culturales y sociales cristianas, hasta el paganismo total al que ya está tan cerca.

Es el principio que llamaríamos “gradualidad”. La corrupción, en su larga marcha victoriosa, no ha dado saltos. Por el contrario, ha progresado en etapas tan insensibles que nadie en el camino ha prestado atención al deslizamiento de ideas, costumbres y modas. Y con ello, el camino recorrido mansamente por la humanidad fue inmenso.

La mayoría de las lamentables costumbres de nuestros días aparecieron tímidamente en el siglo XIX. Publicaremos a su debido tiempo una descripción de los primeros baños en el mar a los que la alta sociedad francesa empezó a aficionarse incluso antes de la revolución de 1830, acompañada de material ilustrativo competente. El término de comparación, que sería el traje de baño absolutamente moderno, no podremos publicarle, porque ya ha “evolucionado” hasta tal punto que macularía las páginas de un periódico católico. Quien les dijera a las nobles y discretas damas que iniciaron esta moda en Francia cómo se bañarían las elegantes damas de 1920 seguramente las habría sorprendido mucho. Y tal vez, para evitar tales excesos, incluso hubieran suspendido la aún incipiente costumbre. ¿Y qué dirían las elegantes de 1920 si pudieran ver cómo se bañarían ellas mismas o sus hijas y nietas en el mar y la piscina en 1956? Este anticipo probablemente hubiera despertado una reacción saludable en ellas. Pero como nadie preveía tales excesos, la moda siguió su curso. En 1956, podemos preguntarnos legítimamente: ¿cómo serán las cosas en 1986?

Ningún principio nos parece más importante de difundir que el de la gradualidad de las transformaciones de la moda, si queremos despertar una reacción que ya tarda...

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Hoy nos ocuparemos más específicamente de la masculinización de las mujeres, un fenómeno absolutamente tan deplorable y ridículo como sería el afeminamiento de los hombres.

Nuestro primer grabado representa a dos damas, muy jóvenes, y a una niña, en un cómodo interior de hace unos cien años. El entorno en el que se mueven se caracteriza por una cierta gravedad.

Las cortinas son espesas, la silla es grande y noble, el cache-pot de líneas marcadas y robustas tiene adornos dorados, una hermosa alfombra cubre todo el suelo. Pero, al mismo tiempo, los colores son alegres. Las cortinas son de un azul muy claro, casi aguamarina, la dama sentada, que evidentemente es una visitante, lleva un hermoso vestido de un verde de hoja nueva en la primavera europea, y su abrigo es blanco. En su cabeza lleva unas rosas. La dama que está de pie está vestida de seda lila brillante. La niña lleva un vestido blanco con rayas rojas, adornado con cintas también rojas. Las cintas del mismo color adornan su pelo y cuelgan de sus trenzas. Esta mezcla de gravedad y gracia caracterizaba el ambiente de la vida familiar en el pasado. En ella, la mujer pudo desplegar plenamente las preciosas cualidades propias de su sexo: gentileza, afabilidad, gracia, amabilidad y distinción. Los rostros de las tres personas de nuestro cliché son relajados, plácidos e impregnados de afecto, lo que indica una convivencia profundamente marcada por la dulzura de la delicadeza femenina. Parecen encontrarse como en el elemento apropiado para la práctica natural y como instintiva de los deberes cristianos de la esposa, de la madre y de la hija.

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Pero poco después comenzaba la masculinización, aunque tímidamente. En las dos jóvenes del segundo cliché hay un principio de audacia, de dureza, de atrevimiento, que contrasta con el cuadro anterior. Uno tiene la impresión de que algo muy profundo —aunque todavía muy discreto— se ha desajustado en su interior con respecto a la vida familiar. La encuentran bastante insípida. Hay un gusto manifiesto por vivir en la calle, por enfrentarse a lo imprevisto, por vivir aventuras, por llevar una vida que ya no está totalmente dirigida a los castos placeres de la familia, y en la que los momentos más agradables son los que se emplean paseando anónimamente entre la multitud. Un como que de masculino en los sombreros, en el corte de los vestidos, y sobre todo en la fisonomía de los personajes lo dice bien.

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Una joven moderna, en un ambiente moderno. Si no tuviera el pelo largo, no sería fácil distinguir su sexo a primera vista. Respira por todos los poros el sabor de la aventura, de la lucha dentro de una vida que en nada se diferencia de la de un hombre, y que exige el cultivo de cualidades típicamente masculinas. Un poco más, y la masculinización habrá sido llevada tan lejos cuanto posible.

Pero, dirá alguien, ¿qué mal hay en esto?

Es fácil de responder. El mismo mal habría en que los hombres de hoy se peinaran, vistieran y vivieran como las damas de nuestro primer cliché.

Pura y simplemente una subversión monstruosa del orden natural.

 

 

 

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