En números anteriores hemos mostrado que no debe confundirse una cierta rectitud natural existente en culturas gentílicas elaboradas antes de la evangelización, con el carácter diabólico que infesta las manifestaciones culturales del neopaganismo hodierno. Es que los frutos de la naturaleza decaída pueden tener algo de noble y hermoso: es lo que se advierte entre los gentiles. Mientras que la apostasía de la verdadera Fe tiene una malicia mucho mayor que la de los pueblos que no han conocido a Jesucristo. Y no es de extrañar que en la medida en que una sociedad que antes era católica se transforma en Ciudad del demonio, en la misma medida el demonio vaya influenciando su arte y su cultura.

Con esto no queremos afirmar la ausencia total del demonio en relación con el mundo gentílico. Todo lo contrario. Pero su influencia sobre este mundo fue siempre algo circunscrita y, si se manifestó a menudo en el arte y la cultura, no llegó sin embargo a dominarlas.

Un ejemplo sorprendente de ello es el contraste entre las dos fotografías de esta página. La primera presenta a dos niñas japonesas en el encanto y la inocencia de su tierna edad. Sus ropas son rescatadísimas, y son una poderosa lección para los nudistas neopaganos de las playas de Occidente. Los colores variados tienen un qué de poético, completada por los adornos de la cabeza. Todo muy regional, muy peculiar, muy artístico, muy digno y juicioso.

Por el contrario, este monstruo en cuya máscara se han instalado todos los vicios, la ira, la lubricidad, el descomedimiento, la insensatez, parece muy digno de participar en un culto diabólico: es uno de los figurantes de danzas budistas en el Tíbet. El demonio ha penetrado en el budismo: eso es seguro. Pero ¿quién podría decir que se ha apoderado de toda la cultura pagana de Japón, viendo los trajes de estas encantadoras niñas, a las que es imposible ver sin tener un inmenso deseo de bautizarlas?