Plinio Corrêa de Oliveira

AMBIENTES, COSTUMBRES, CIVILIZACIONES

Ser moderno: ¿apostasía

 o deber sagrado?

 

"Catolicismo" N.º 38 - Febrero de 1954

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Hoy publicamos cuatro clichés, dos de los cuales reproducen obras de arte del siglo XV y, los otros dos, obras de nuestros días.

Los dos cuadros del siglo XV son obra de Giovanni da Fiesole, el famoso Fra Angélico, y representan la Anunciación de la Virgen y Santo Domingo en oración, respectivamente.

La obra de metal es del artista Hermann Breucker, y también tiene como tema la Anunciación. La escultura de Albert Wider, otro artista contemporáneo, representa a San Benito, patriarca de los monjes de Occidente.

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Dado que nuestra sección es eminentemente comparativa, entremos en [la] materia comparando las dos anunciaciones.

La famosa escena de la aparición del Arcángel San Gabriel a la Virgen fue una hora de gracia para la humanidad. Se abrió el cielo que la culpa de Adán había cerrado, y de él un espíritu de luz y pureza descendió, trayendo consigo un mensaje de reconciliación y paz. Este mensaje estaba dirigido a la más bella, noble, gentil y bondadosa criatura nacida de la raza de Adán. Una vez presentes las dos personas, se estableció un diálogo. Sabemos por el Evangelio cuál era la elevación y la inefable sencillez de las palabras pronunciadas en aquel momento. Al tratar un tema así, la tarea del artista consiste en expresar en los rostros, las actitudes, los gestos, la atmósfera, los colores y las formas, los valores morales del incomparable acontecimiento.

Si tuviéramos impresión en colores [N.C.: “Catolicismo” era impreso entonces en blanco y negro], nuestros lectores podrían sentir mejor cuanto Giovanni da Fiesole fue feliz en este objetivo. La nobleza propia de la naturaleza angélica, su luz, su fortaleza delicada y totalmente espiritual, su inteligencia y su pureza, se reflejan admirablemente en la figura tan expresiva de San Gabriel. Nuestra Señora es menos etérea, menos ligera, menos impalpable, casi se podría decir. Y con razón, porque es una criatura humana. Sin embargo, hay algo angelical en toda la compostura de la Reina de los Ángeles. Y su fisonomía supera en espiritualidad, nobleza y candor a la del propio emisario celestial. Habiendo descrito así a cada uno de los personajes, consideremos la actitud de uno y otro. El Ángel es superior a la Virgen por naturaleza. Pero la Virgen es superior al Ángel por su santidad, y por su incomparable vocación de Madre de Dios. De ahí la alta dignidad que expresan tanto la Virgen como el Ángel, y también la veneración recíproca con la que se hablan. Pero esta actitud tiene otra razón más profunda. Dios, que es invisible, manifiesta su presencia en la luz sobrenatural que parece irradiar de ambos personajes y comunica a toda la naturaleza el esplendor de una alegría pura, tranquila y virginal. Casi se siente la temperatura más suave, la brisa más ligera y aromática, la alegría que impregna todo el ambiente. ¿Cómo pintar mejor un momento de gracia? Con un profundo sentido de las cosas, Fra Angélico supo encontrar las líneas y los colores necesarios para expresar todo el contenido teológico y moral del mil veces famoso episodio evangélico. Pero su cuadro es más que eso: vale por una predicación, porque forma, eleva y anima hacia el bien a quienes la contemplan.

Antítesis chillona de todo esto es la Anunciación moderna. Si un débil mental o un enfermo con mucha fiebre divagara sobre la Anunciación, tal vez la concebiría así. La extravagancia en extremo, la falta de los valores más rudimentarios, la ausencia de toda expresión, ya no digamos elevada o sobrenatural, sino simplemente equilibrada y sana, todo en fin se combina para hacer de la obra moderna la antítesis brutal y chocante de la pintura del siglo XV. Esta es una maravilla de la espiritualidad y la fe. La otra es el producto de una mentalidad que sólo puede ver la materia, de una psicología cerrada a lo sobrenatural, de un temperamento que se complace en horizontes sin belleza, sin nobleza, sin nada de lo que es para la alma luz, oxígeno, vida, esperanza de eternidad.

En su discurso del 24 de mayo de 1953, el Santo Padre definió el llamado espíritu moderno como “el pensamiento materialista trasladado a la acción”. El arte del que tenemos aquí una muestra es el pensamiento materialista transpuesto en arte.

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Consideremos ahora el cuadro que representa a Santo Domingo. Los elementos espirituales, en el traslucen admirablemente. Es más un retrato del alma que del cuerpo. El esfuerzo del pensamiento, es decir, la aplicación a la lectura, la tensión serena pero fuerte del trabajo intelectual, la expresión fisonómica de quien comprende y se deleita en ello, todo en fin se expresa aquí con una discreción, una intensidad, una veracidad sin igual. Y aún hay otros rasgos del alma que brillan: el ánimo y el vigor del espíritu juvenil, el equilibrio, el candor, la piedad y la templanza del perfecto religioso. Frente a esta otra obra maestra del siglo XV, consideremos la estatua en el siglo XX. Ciertamente, tal comparación muestra diferencias considerables, derivadas de varios factores: a) los recursos de la pintura y la escultura son diferentes; b) los talentos y temperamentos de los artistas también son distintos; c) finalmente, el espíritu de los dos personajes, Santo Domingo y San Benito, tampoco es el mismo. Pero ¿hay un choque, una oposición, un contraste violento? En absoluto. ¿Es la escultura de A. Wider digna de los reproches que hicimos a la obra de H. Breucker? No.

Por el contrario, esa estatua expresa con gran propiedad, precisión y fuerza la idea que se puede tener del Patriarca de los Monjes de Occidente: modelo de gravedad, de austeridad, de tranquilidad varonil, de profundo recogimiento, de elevada sabiduría. Nadie puede negar que esta escultura responde satisfactoriamente a las exigencias de un arte auténtico y de una piedad ortodoxa y equilibrada.

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¿Estamos en contra de lo “moderno”? Por esta palabra se entiende lo que no sólo es propio sino típico de nuestra época, algo que: a) es inherente a ella; b) la distingue del pasado; c) la distinguirá del futuro. Ahora, en materia de arte —y en muchas otras— una hábil, pertinaz y omnímoda propaganda está inculcando cada vez más un cierto espíritu de materialismo, de sensualidad, de delirante extravagancia. El estilo animado por este espíritu preside la construcción o reconstrucción de ciudades enteras, marca en todo el mundo el aspecto exterior y la decoración interior de la mayoría de los nuevos edificios de gran, mediana o incluso pequeña importancia, exhibe sus producciones en las exposiciones universales de arte, etc., etc. Contra esto, el “hombre de la calle” contemporáneo reacciona instintivamente, pero con ligereza. De modo que este espíritu ya es o va camino de ser el estilo de nuestro siglo, por lo que se diferencia de los anteriores y, si Dios quiere, de los posteriores. Si a esto y sólo a esto se le llama moderno, si ser moderno es aceptar la marca, el estigma del materialismo, no sólo del materialismo burdo, sino del materialismo “moderado” con todos sus colores y matices, entonces es innegable que somos antimodernos por ser católicos.

Pero si se tiene en cuenta que, al margen de esta pésima corriente, nuestro siglo tiene artistas animados por otro espíritu, y si se entiende que todo lo que es contemporáneo, sea cual sea su inspiración, es moderno, no podemos ser antimodernos porque no somos idiotas. Pues otro calificativo no merecería quien, en el océano de la producción cultural del siglo XX, juzgara preconcebidamente malo, indistintamente malo, lo creado por los hijos de la luz y las obras en las que se aprecia la influencia del espíritu neopagano, es decir, del espíritu de las tinieblas.

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De estas dos acepciones de “moderno”, ¿cuál es la más verdadera? Es un problema de palabras. Sin embargo, una cosa es positiva: si el estilo materialista no debe llamarse “moderno”, hay que darle otro nombre, porque todavía no ha aparecido. Y esta denominación debe tener en cuenta que la corriente “moderna” contiene no sólo los ingredientes materialistas de los que hemos hablado, sino también los elementos gnósticos y satanistas de que tan bien ha tratado nuestro brillante colaborador Cunha Alvarenga.

Dar un nombre a esta corriente es una tarea interesante, para la que invitamos la sagacidad de nuestros lectores.

Sin embargo, lo más urgente no es esto. El “hombre de la calle” del siglo XX aún no se ha adherido a lo “moderno” en el fondo de su alma. Preservémosle de esta desgracia. Así seremos “modernos” en el sentido de que actuaremos de acuerdo con los problemas y peligros de nuestro siglo.

Es lo que intentamos hacer en este periódico, entre el estruendo de muchos aplausos y el gruñido sordo y furioso de algunos odios, pero seguros, en todo caso, de cumplir con un deber sagrado. 


Traducción realizada con la versión gratuita del traductor www.DeepL.com/Translator