Sin
embargo, sería un grave error suponer que, según la doctrina que subyace
a toda la ceremonia de coronación (vista, por supuesto, en sus líneas
generales y sin los añadidos que la herejía anglicana ha introducido en
ella, desgraciadamente), las vestimentas nobles, dignas y solemnes son
sólo para personas distinguidas.
Si el traje debe estar en consonancia con el portador y con la
circunstancia en que se usa, es bueno ver que en el hombre
eminente debe armonizarse con la prominencia que este hombre ha
alcanzado. Pero Dios no considera como sus hijos sólo a los
hombres eminentes. Toda criatura humana, por modesta que sea,
tiene una dignidad propia, natural e inalienable. Y mayor aún,
inconmensurablemente mayor, es la dignidad del último, del más
descuidado de los hijos de la Iglesia, como cristiano, es decir,
como miembro bautizado del Cuerpo Místico de Nuestro Señor
Jesucristo.
De ahí que en los siglos de la civilización cristiana las
costumbres hayan ido formando poco a poco prendas de una alta
dignidad, incluso para personas de condición humilde. Hace algún
tiempo publicamos
[1]
una fotografía de un portero del Banco de Inglaterra, con su
brillante uniforme de trabajo. Hoy, junto a una figura
mundialmente conocida como Winston Churchill, mostramos la
figura de un anónimo: un inválido de Chelsea, un asilo para
soldados retirados creado por Carlos II en el siglo XVII.
También tiene su tradicional uniforme para los días de gala, que
usó para ver la procesión [del funeral de la Reina Madre (abril
de 2002)]. En el momento en que el objetivo le captó, [se estaba
enjugando las lágrimas]. En su cara se ve claramente lo lejos
que está del glorioso "premier" como valor personal y tradición
familiar. Sin embargo, es un hombre que ha prestado
honorablemente los servicios que ha podido. Si a uno le
corresponde la gloria con sus signos externos, a otro le
corresponde el respeto que merece el valor común auténtico. Y
este respeto al que tiene derecho se expresa en la dignidad de
su traje. Tanto para los grandes como para los pequeños, hay un
lugar justo y digno en una civilización cristiana.
Por supuesto, no se trata de copiar materialmente
todo esto en un país que no tiene el mismo pasado.
Pero si los colores y las formas de los trajes y las
insignias cambian con los lugares y las épocas, el
espíritu y los principios de estas tradiciones
tienen un valor universal. Sólo se trata de
restablecer los principios, que espontáneamente
ellos darán a cada país, a cada costumbre y a cada
institución el color adecuado a las circunstancias
de tiempo y lugar
[A derecha, internos de Chelsea desfilando en
Londres].
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