Empecemos por una verdad
muy conocida.
Siendo Dios el autor de la naturaleza, todas las leyes según las cuales
se rige el universo son una imagen de su sabiduría y bondad. Entre estas
leyes, están las de la física, y entre las de la física están las de la
mecánica. Así, solo puede merecer alabanza, quien se dedica al estudio
de la mecánica, y a la obtención de nuevos beneficios para el hombre por
medio de mecanismos siempre más perfeccionados.
De eso pasemos a otra
verdad también muy conocida. No
basta que nos guste lo bueno. Las cosas buenas están dispuestas en una
jerarquía, unas en relación con las otras, y todas en relación con Dios.
De donde resulta que, apreciando todo cuanto Dios hizo, debemos sin
embargo atribuir a cada cosa el valor exacto que Dios le quiso dar. Es
razonable, por ejemplo, interesarse por las plantas. Pero sería un
absurdo preferir las plantas al hombre. Es justo cultivar las artes.
Pero sería gravemente erróneo sostener que ellas deben ser consideradas
tanto como la teología.
Y así sucesivamente.
Ahora, las leyes de la mecánica se refieren al mundo inanimado, es
decir, a los seres menos elevados en el orden de la creación, que no
tienen grado alguno de vida. No habría pues desorden mayor, ni más
grave, que elevar la mecánica como el objeto más alto y más noble de la
inteligencia humana, y pretender que el mundo entero, toda la sociedad
humana, con las incontables sociedades menores y grupos que debe
contener, deba ser y moverse “more mechanico” (de manera
mecánica).
Puede una persona gustar
inmensamente de la mecánica, pero ni por eso está dispensada de
reconocer la natural superioridad de otros conocimientos sobre aquellos
a que se dedicó. Un veterinario que buscase organizar el mundo como una
inmensa caballeriza erraría menos que un mecánico que le concibiese como
un inmenso maquinismo.
Pues
es precisamente este el error en el que cayó la mayoría de nuestros
contemporáneos. Todo cuanto habla de máquinas los extasía, los deleita,
los entusiasma. Engranajes, roblones, muelles, ejes, quicios, correas,
poleas, es lo que el hombre de hoy se deleita en conocer, en analizar,
en mejorar. La literatura, el arte, la filosofía, la historia, la
teología lo dejan relativamente inerte. Pero cuando está en presencia de
una máquina —un motor de automóvil o de motocicleta, por ejemplo—
¡oh
bienaventuranza!,
no hay tornillo ni rosca en cuya contemplación él no se absorba por
entero.
¿Cuál es el origen de
este estado de espíritu? Seria muy largo responder a esta indagación.
Recordemos apenas, de paso, que la mecánica tiene como campo único y
exclusivo la materia: el hombre de la calle de nuestro siglo,
profundamente materialista, habrá de tener una propensión especial por
la mecánica.
* * *
De ello se
desprenden, por descontado, graves inconvenientes. La idolatría de
la máquina llegó a una verdadera mecanización de la vida. Y el Santo
Padre Pío XII, por dos veces, alertó contra este nuevo error —el
espíritu mecánico— a los fieles. Una vez en la alocución a Acción
Católica de 3 de mayo de 1951
[1],
en que manifestó la necesidad de que la Acción Católica no fuera
concebida a manera de un inmenso mecanismo movido a electricidad a
partir de un mando central, pues debe ser una articulación viva de
seres vivos, y no un encaje de piezas inertes aunque sabiamente
ligadas entre sí. Y en su radiomensaje de la Navidad pasada
[2],
—uno de los más brillantes y profundos discursos del actual
Pontífice, comparable sin duda a las más bellas Encíclicas de León
XIII— mostrando que el ritmo del trabajo y del progreso de la
humanidad no es impersonal, ciego, inexorable como el de una
máquina, pero vivo, sabio, inmensamente variable como es el gobierno
paternal de Dios. La tendencia a organizar mecánicamente cosas más
dilatadas, como la sociedad humana, o más importantes como la Acción
Católica, deja ver bien a que extremos puede llevar la idolatría de
la máquina.
* * *
En la foto de arriba tenemos un curioso ídolo mecánico. Es una
máquina de no hacer nada. Este aparato complicado, que “funciona”
perfectamente, fue ideado por Lawrence Wahlstrom, de Los Angeles,
EE. UU. No tiene finalidad práctica. Se destina apenas a deleitar a
los amantes del género, por la inmensa complejidad de su inútil
funcionamiento. ¡Cuántos se deleitarían en analizar este mecanismo y
encontrarían fastidiosa la lectura de una página de san Bernardo
sobre la Virgen!
La
foto de
inicio
de página
muestra las majestuosas y elegantes ruinas de la catedral de Coventry,
destruida durante la Segunda Guerra Mundial. A su lado, la nueva
catedral [y en la última foto, a derecha,
el estado actual de la misma],
que recuerda mucho más a una inmensa fábrica, maciza, pesada y
construida sin la menor preocupación estética, que a un templo de Dios,
destinado a incitar, por la nobleza de sus líneas, a los fieles a elevar
su alma al Dios tres veces santo, fuente infinita y sustancial de toda
belleza. ¿Líneas y formas que serían prácticas para una fábrica,
adoptadas para qué, en un templo para el que son totalmente inadecuadas?
Idolatría de la máquina, idolatría de la materia…
NOTAS
V. Catolicismo de junio de 1951, nº 6.
V. Catolicismo de marzo de 1953, nº 27.
[3] Traducción de "El
Perú necesita de Fátima"
|