La
Iglesia enseña que la verdadera y plena santidad es el heroísmo de la
virtud. La honra de los altares no es concedida a las almas
hipersensibles, débiles, que huyen de los pensamientos profundos, del
sufrimiento pungente, de la lucha, en fin, de la cruz de Nuestro Señor
Jesucristo. Acordándose de las palabras de su Divino Fundador, “el
Reino de los Cielos es de los violentos” (Mt. 11, 12), la Iglesia
sólo canoniza a los que en vida combatieron auténticamente el buen
combate, arrancando el propio ojo o cortando el propio pie cuando
causaba escándalo, y sacrificando todo para seguir únicamente a Nuestro
Señor Jesucristo.
En
realidad, la santificación implica el mayor de los heroísmos, pues
supone no sólo la resolución firme y seria de sacrificar la vida si
fuere necesario, para conservar la fidelidad a Jesucristo, sino más
todavía, la de vivir en la tierra una existencia prolongada, si ello le
place a Dios, renunciando en todo momento a lo que más se quiere, para
apegarse apenas a la divina voluntad.
Cierta
iconografía, lamentablemente muy frecuente, presenta a los santos bajo
un aspecto muy diferente: criaturas blandas, sentimentales, sin
personalidad ni fuerza de carácter, incapaces de ideas serias, sólidas y
coherentes, almas llevadas apenas por sus emociones y por ello
totalmente inadecuadas para las grandes luchas que la vida terrena trae
siempre consigo.
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La figura de
Santa Teresita del Niño Jesús fue especialmente deformada por la mala
iconografía. Rosas, sonrisas, sentimentalismo inconsistente, vida suave,
despreocupada, huesos de azúcar y sangre de miel, es la idea que nos dan
de la grande, de la incomparable santa.
¡Cómo todo
esto difiere del espíritu vasto y profundo como el firmamento, rutilante
y ardiente como el sol, y sin embargo tan humilde, tan filial, con que
se toma contacto cuando se lee la Historia de una Alma!
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Nuestros
dos clichés presentan, por así decir, a dos “teresitas” diferentes y
hasta opuestas una de la otra. La primera nada tiene de heroico: es la
Teresita insignificante, superficial, almibarada, de la iconografía
romántica y sentimental. La segunda es la Teresita auténtica,
fotografiada poco antes de su muerte. La fisonomía está marcada por la
paz profunda de las grandes e irrevocables renuncias. Los trazos tienen
una nitidez, una fuerza, una armonía que sólo las almas de una lógica de
hierro poseen.
La mirada
habla de dolores tremendos, experimentados en lo que el alma tiene de
más recóndito, pero al mismo tiempo deja ver el fuego, el aliento de un
corazón heroico, dispuesto a avanzar cueste lo que cueste.
Contemplando esta fisonomía fuerte y profunda, como sólo la gracia de
Dios puede transformar el alma humana, se piensa en otra Faz: la del
Santo Sudario de Turín, que ningún hombre podría imaginar y tal vez
ninguno ose describir. Entre la Faz del Señor muerto, que es de una paz,
una fuerza, una profundidad y un dolor que las palabras humanas no
consiguen expresar, y el rostro de Santa Teresita, hay una semejanza
imponderable pero inmensamente real.
¿Y qué
tendrá de extraño que la Santa Faz haya impreso algo de sí en el rostro
y en el alma de aquella que en religión se llamó precisamente Teresa del
Niño Jesús y de la Sagrada Faz?
(Imagen original del detalle arriba
comentado)
NOTAS:
[1] Traducción y
adaptación por
"El Perú necesita de Fátima - Tesoros de la Fe".
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